Relato de ficción
¿Me agregás como amiga?
Cuando estaba por concluir la jornada laboral, la arquitecta Candela Prieto recibió una solicitud de amistad: una nena con su mismo nombre y fotos de su infancia le preguntaba si podían ser amigas. No se pierdan el relato de este cuento del director de Orsai leído a dos voces por Malena Solda y Vanina Szlatyner.
La arquitecta Candela Prieto estaba a punto de apagar la computadora de su oficina cuando recibió un mensaje en Facebook que decía así: «Hola, me llamo Candela Prieto y tengo diez años. Te escribo desde el pasado. Primero que nada, me alegra saber que en el futuro voy a ser flaca y linda. Tus fotos del muro me encantan. ¿Me agregás como amiga?».
A Candela Prieto no le causó gracia el mensaje. Salió de la oficina enojadísima y preguntó a sus empleados quién estaba haciendo ese chiste espantoso. Todos la miraron sin entender. Volvió a entrar, se sentó en la computadora y espió el perfil de la otra Candela. Había cinco fotos de su propia infancia, y entonces se asustó.
Esas fotos ya no existían, porque ella misma las había roto hacía mucho. En todas las imágenes estaba gorda, y tenía esos anteojos horribles, y el pelo de una escoba, y los dientes torcidos. ¡Ah, cómo odiaba esas fotos! Sobre todo una, en la que tenía una papada gigantesca… ¿Quién le estaba haciendo aquella broma de mal gusto?
Respondió el mensaje con rabia: «Seas quien seas, no tiene ninguna gracia. Sacá ya mismo esas fotos mías de internet. ¡Imbécil!».
La otra Candela respondió enseguida: «No te enojes… Solamente quiero ser tu amiga y que me cuentes cuándo empezaste a ser linda. ¿Ese chico que aparece con vos es tu novio? Está buenísimo».
Candela Prieto, la arquitecta, sonrió.
«¿Sos vos, Esteban? Cortála. ¿Dónde conseguiste esas fotos de cuando era chica?», escribió la arquitecta.
La nena tardó en responder. «No. Soy Cande, ya te dije. ¿Quién es Esteban? ¿Tu novio?».
La arquitecta estalló: «¡Lo que estás haciendo es un delito contra la privacidad! Si no me decís quién sos, llamo a la policía ahora mismo».
La nena dijo: «¿Otra vez? Me llamo Candela, tengo diez años, mis papás se llaman Laura y Eduardo y vivo en la quinta, pasando las vías.»
La arquitecta escribió con bronca: «¡Todo eso lo podés averiguar en cualquier parte, idiota!».
La nena respondió: «Tengo un perro que se llama Caniche. Ayer papá me llevó al garaje, a solas, y me dijo que Caniche se va a tener que morir esta semana, de viejo. ¿Te suena eso?».
La arquitecta Candela Prieto se quedó muda en su oficina, con los ojos en el monitor.
La nena siguió: «Caniche es mi único amigo, porque en la escuela nadie me habla. Y si alguien me habla es para burlarse de mí. En cambio Caniche, cuando llego a la tarde, me salta encima y mueve la cola. Lo conozco desde que nací, pero ahora ya no tiene fuerza ni me puede mirar porque se quedó ciego. Estuve llorando toda la tarde, pero ahora veo que tenés 671 amigos en Facebook, y que sos linda, y estoy mejor…», escribió la nena en el chat.
El mensaje quedó titilando un rato largo en el monitor. La arquitecta Candela Prieto no respondió rápido porque lloraba y lloraba y no podía parar. Hacía años que no lloraba por nada.
«Gracias por el piropo», dijo cuando se secó las lágrimas, «pero en realidad no soy tan linda, solamente subo fotos donde estoy maquillada. Y de todos esos amigos nada más que tres son de verdad. Al resto casi ni los conozco. Pero decime, ¿quién sos?».
«No te voy a decir más quién soy, ya te lo dije tres veces y me tenés podrida con eso. ¿Te puedo hacer una pregunta?», escribió la nena.
La arquitecta le respondió que sí, que podía hacer una pregunta.
«¿Cuándo empezaste a adelgazar, cuándo dejaste de usar anteojos, cuándo se te corrigieron los dientes?», escribió muy rápido, con un montón de faltas de ortografía.
«Más o menos a los doce dejé de comer porquerías, porque me empezaron a gustar los chicos y ninguno quería bailar conmigo. A los trece pegué un buen estirón. Dejé de usar anteojos a los catorce, cuando me pusieron lentes de contacto, y los dientes no fueron mérito mío, sino del odontólogo».
La nena dijo: «¿Y cuándo me van a salir las tetas?».
La arquitecta se rió muy fuerte y escribió: «En dos o tres años, no te preocupes por eso». La nena le devolvió un emoticón feliz, y la arquitecta se rió fuerte.
«Hay algo que no puedo entender», dijo la pequeña Candela. «Estuve viendo un montón de fotos tuyas en tu casa… Ya sé que vivís sola, que comés cosas raras y le sacás fotos al plato, que vas a fiestas, que sos arquitecta y que viajás por muchos lugares… Pero nunca vi una foto tuya con tu perro de ahora. ¿Por que no tenés fotos con tu perro? ¿Es feo?».
Candela, la arquitecta, respondió: «Es que no tengo perro».
La nena dijo: «¡Eso es imposible! Yo sé que siempre voy a tener perro. Lo sé desde que nací… No puedo vivir sin perro».
La arquitecta Prieto se quedó perpleja. Era verdad: de chica ella le juraba a todo el mundo que siempre tendría un perro. ¿Por qué se había olvidado de algo tan importante?
El chat la sacó de esos pensamientos: «Me tengo que ir, papá me llama a cenar», dijo la nena. La arquitecta solo atinó a escribir: «Chau». Y se quedó sola en la oficina, sin saber muy bien lo que había pasado.
A las seis en punto de la tarde salió del trabajo y, en lugar de ir directo a su casa como siempre, pasó por la veterinaria del barrio y se quedó en la vidriera mirando cachorritos.
Había cuatro: un cocker, uno blanco precioso del que no conocía la raza, un salchicha con cara muy divertida y el más chiquito de todos, que la miraba por la ventana. Entró y se quedó con el último, que ni siquiera era el más caro. Volvió a su casa con el perrito en los brazos, le dio leche y le puso de nombre Caniche II.
Después se sentó en la compu, abrió su perfil de Facebook y aceptó la invitación de amistad de Candela. Y también la buscó por el chat: «Cande, ¿estás?». Del otro lado nadie le respondió. «¿Estás, Candela? Ya llegué a casa, y quiero contarte algo».
Del otro lado, silencio.
La arquitecta Prieto fue a la galería de imágenes de la nena y se quedó mirando la segunda foto, en la que ella tenía diez años y el pelo desprolijo y los dientes torcidos. La miró un rato largo: era la foto que más había odiado en toda su vida. Entonces buscó el botón azul y lo apretó lo más fuerte que pudo:
«Me gusta».
Se quedó un rato embobada, sonriendo.
Después cerró la compu y se fue a jugar con su perro.