Historia de una novela que muy pocos pueden leer hasta el final
Portada de «Derretimiento», novela de Daniel Mella. MOCKUP.

Fragmentos y adelantos

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Festejamos la segunda edición de una novela inquietante. Tanto que cuando dos personas descubren que leyeron este libro, la pregunta nunca es: «¿Te gustó?» La pregunta es: «¿Hasta qué página pudiste llegar?» «Derretimiento» es una novela para estómagos entrenados que el uruguayo Daniel Mella escribió a los veintiún años y Orsai publica por primera vez en Argentina.

Una reseña de Hernán Casciari
Con addenda de

Daniel Mella

Llegué a este libro por indicaciones de amigos. Yo sabía que «Derretimiento» era una novela de culto en Montevideo y un día me encontré el librito en una librería de la Ciudad Vieja. Empecé a leerlo en el hotel, sentado en el baño, y después de cinco páginas lo tuve que soltar. Raro. La sensación fue como si hubiera leído dos horas; tenía la cabeza como un tambor. Al día siguiente lo retomé ya en Buenos Aires, y entendí lo que pasaba: el autor estaba experimentando conmigo, a ver hasta dónde yo podía leer de un tirón.

O eso me pareció. Porque después empecé a investigar a Mella, al autor, y ahí descubrí que había escrito «Derretimiento» a los veintiún años. Y entendí que no estaba experimentando conmigo, sino con él mismo. A esa edad si escribís de esa manera, o estás a punto de suicidarte o estás muy mal de la cabeza. Las imágenes de «Derretimiento» son impresionantes, del verbo «me da impresión».

Igual pude terminar la novela. Lo hice en seis momentos diferentes, muy puntuales, y los dos pasos finales fueron demoledores. Era como meter la cabeza abajo del barro, sabiendo que hay que aguantar un tiempo sin respirar. Cada vez que yo salía a la superficie, las imágenes que me había dejado Daniel Mella eran como garrapatas que había que soltarse del cuerpo. Tremendo.

Lo primero que supe cuando terminé el libro es que había que editarlo en Argentina. Lo segundo, que quería conocer al autor. Así que lo llamé a Chiri para contarle que existía un tipo que se llamaba Daniel Mella, que estaba loco, que era uruguayo, que había escrito una novela increíble a los veintiún años y que después había hecho silencio durante una década entera. Le dije que tenía más o menos nuestra edad, que había que encontrarlo.

Chiri me contestó enseguida. Me dice:

—¿Mella? ¿Danielito? Somos amigos, boludo. Ahora lo llamo y le cuento que sos fan.

Me da mucha bronca cuando Chiri me contesta con ese tono de superioridad. El boludo había conocido a Daniel Mella en 2014, en un festival de literatura que se hizo en Valizas, Uruguay. Habían estado ahí con Mairal y con otros escritores de esa generación, fumando porro, jugando a que todavía eran jóvenes… Por lo que sé, Chiri solamente había leído algún cuento suelto de Daniel, pero nunca había llegado a leer «Derretimiento».

Entonces le pasé la novela. Y cuando Chiri la terminó (tardó once días más que yo, porque en el medio se desmayaba) decidimos inaugurar la Colección Vecinos: novelas que nos gusten mucho a Chiri y a mí, de países cercanos a la Argentina. (Ya estamos trabajando en las próximas, que son de Chile y de Brasil).

Para calentar motores, lo primero que hicimos fue publicar un cuento de Daniel Mella en la Orsai N1 de la segunda temporada. Un relato increíble, que pueden leer en la revista o acá mismo en la web.

Lo segundo que hice, en lo personal, fue conocerlo a Daniel. Fue en la Feria del Libro de Montevideo 2017; hice fuerza para que nos invitaran a una charla juntos, frente al público. Y nos conocimos, literalmente, en el escenario. Daniel es alto, muy alto, se parece un poco a Mike Amigorena drogado y su conversación es fluida pero con tropiezos, como si flotaras en un aire con baches. Es muy divertido hablar con él.

Daniel Mella.

Lo tercero, y lo más importante, fue convencerlo para que editara «Derretimiento» con nosotros. Esto suele ser complicado para los autores, porque los libros de la Editorial Orsai no van a librerías: solamente se venden desde la web y salen desde mi casa. Es decir, el autor no recibe esa exposición de verse en las góndolas, ni le hacen reseñas en los diarios, ni se fijan en él las listas de «los más vendidos», aunque venda un montón. Vamos medio por afuera de toda esa garcha, y a veces los autores necesitan las mentiras del mercado.

Pero Daniel está bastante más allá de todo eso. Nos dio el visto bueno enseguida y, gracias a su generosidad, es el primer autor de la Colección Vecinos. (Debo decir, ojo, que a contrapartida de todas estas desventajas que cuento, Daniel Mella se lleva el 50% del precio del libro, no todas son contras).

Bueno, y acá está «Derretimiento», recién salido de imprenta. Lo que más me gusta del libro es que, cuando dos personas descubren que lo leyeron, la pregunta nunca es: «¿Te gustó?». La pregunta es: «¿Hasta qué página pudiste llegar?».

Y eso hace que el relato, además de un viaje muy profundo, sea un desafío para la cabeza. Sin embargo, es necesaria la advertencia: «Derretimiento» es una novela para estómagos entrenados. Y sobre todo, parece imposible que la haya escrito un chico de veintiún años.


Para cerrar esta presentación, con Chiri le pedimos a Daniel una addenda. Es decir, que nos contara de qué manera lo escribió, cuándo, por qué… Y también nos dijo que sí; esto fue hace dos días. Daniel quiso empezar a contarnos la addenda en audio pero en el balneario donde está empezaron a martillar.

Cuando paró el ruido, Daniel le dejó a Chiri este mensaje:

Chiri: te iba a empezar a leer ahora que paró el del martillo, y como podrás apreciar empezó el de la bordeadora. El del martillo paró cuando le deseé, íntima y profundamente, que se martillara un huevo. Y a este ya le deseé que se bordeara también un huevo, pero eso va a ser más complicado: hay que ser más torpe. Si querés te leo la addenda con el ruido de fondo del balneario, así queda como con ese toque naturalista y costumbrista. Si no, voy a esperar un ratito, a ver que terminen.

Después de ese mensaje pasaron solamente doce minutos. Y llegó el audio final. Yo no quiero pensar que haya ocurrido nada parecido a las cosas que pasan en «Derretimiento», pero el audio llegó con un sonido impecable, como si el tipo del martillo y el de la bordeadora hubieran desaparecido. Misteriosamente.

«Derretimiento» está disponible en la tienda y se envía a cualquier parte del mundo.


Cómo escribí «Derretimiento»

por Daniel Mella

Tuve mucha suerte desde el comienzo. Escribí Pogo sin saber que estaba escribiendo un libro. Era el año ’95, yo tenía diecinueve y estaba pasando por un período suicida. Durante cuatro o cinco días escribí sin parar en un cuaderno que tenía a Tribilín en la tapa. Relataba lo que iba haciendo segundo a segundo con terror de que se me escapara un solo pensamiento, un solo detalle de lo que veía.

Pronto había comenzado a anotar cosas que no habían ocurrido, empezaba a inventar, y mi vida empezó a confundirse con la de un pendejo de mi edad que vivía en una casa parecida a la mía, que enseñaba inglés para pagarse las drogas y escribía incesantemente para hacer algo menos solitario que colgarse de una viga.

Cuando terminé de escribir lo pasé a computadora y le llevé el manuscrito a Christian Kupchik, mi profesor de taller de redacción en primero de Ciencias de la Comunicación. Christian era escritor y periodista y siempre le ponía las notas más altas a mis trabajos. Era un tipo muy entusiasta y lo leyó de un día para el otro y se ofreció a llevarlo a Aymara, la editorial independiente que publicaba las cosas más arriesgadas por aquel entonces.

Al mes me estaba reuniendo con Gustavo Wojciechowski, el director de la editorial, y firmábamos contrato. Aymara era una editorial pequeñísima, publicaban 5 o 6 libros al año, y mi libro iba a tardar por lo menos un año en ver la luz, pero a mí no me importaba. Estaba eufórico. Había descubierto lo que realmente quería hacer, que era escribir libros y no hacer periodismo, como yo creía, así que abandoné la universidad y me puse a enseñar más inglés, a devorar libros y a intentar escribir mi segunda novela.

El libro tardó prácticamente dos años en publicarse. Yo leía y escribía. Mi sueño era convertirme en una amalgama de mis escritores preferidos del momento: Breat Easton Ellis, el Ray Loriga de Héroes, el Jerzy Kosinski de Pasos y El pájaro pintado, Raymond Chandler y Levrero.

Finalizado el primer año de espera había escrito un libro de cuentos espantosos y una novela inspirada en el disco Murder Ballads, de Nick Cave. Ambos manuscritos, impresos en hojas fanfold, terminaron en el fuego. Por un tiempo entré en una especie de limbo. Me moría por escribir algo bueno y no me salía nada y no tenía noticia de Aymara. Guardaba el contrato en mi mesa de luz y de vez en cuando lo miraba para confirmar que realmente había escrito un libro y que ese libro se iba a publicar. Pero nada era seguro.

Aymara, siempre al borde de la bancarrota, podía desaparecer de un momento a otro llevándose todos mis sueños consigo. Pero yo tenía que poder escribir algo independientemente de todo eso. Que fuera escritor no dependía de que me publicaran o no, dependía de si era capaz de seguir escribiendo, de encontrar los libros que tenía para escribir y escribirlos aunque el mundo se viniera abajo.

Entonces un día del verano en que cumplí veintiuno me senté a la computadora por puro automatismo, angustiado por no tener una sola idea, y me cayó la primera frase de Derretimiento. La escuché:

«Tardé años en recuperarme del estado somnoliento en que ciertas partes del cuerpo se me sumieron.»

La escribí. Había una voz ahí. La seguí. Le hice caso. Escribí la segunda frase, después la tercera. Estuve tres o cuatro meses enamorado de ese trance.

Para ese entonces, por intermedio de Christian ya me había hecho de varios amigos literarios con los que testeaba mis escritos. Al que más recurría era a Ricardo Henry, que era el más cercano a mi edad y escribía las cosas más sanguinarias y estrafalarias que yo jamás hubiera visto. Fue el primer lector de Derretimiento. Ni bien lo terminó dijo que había que llevárselo a Levrero, con el que tenía una relación más o menos asidua. Dudé.

En mi mente Levrero era tan bueno que ni siquiera calificaba como uruguayo. Era una especie de aerolito. Su influencia en mi propia actividad como escritor residía en que tras leer La ciudad  me había sentido autorizado a escribir bien, a pesar de haber nacido en mi paisito. Suena estúpido, pero mis lecturas hasta el momento eran principalmente norteamericanas y europeas y que un coterráneo hubiera sido capaz de elevarse y convertirse en un extranjero en su propia tierra fue un estímulo trascendente, al punto de que había robado una frase de La ciudad y la había plantado en el mismísimo comienzo del segundo capítulo de Derretimiento, bien a la vista.

Mario Levrero.

Concurrí a nuestra cita con aprensión. Por algún truco psicológico, lo que menos me importaba era si el libro le había gustado o no. Lo que me daba pavor era que el más auténtico de los auténticos me acusara de ladrón. Levrero no mencionó nada sobre la frase trasplantada hasta que, promediando la conversación, pareció acordarse.

Para mi alivio, lo había tomado como un homenaje. También dijo que la novela le había resultado brutal y a continuación confesó que no había podido terminarla: le había afectado físicamente y lo había dejado postrado toda una tarde.

Luego dijo que yo era el mejor escritor que él había conocido personalmente. Yo, que prácticamente no había abierto la boca en todo ese rato, tampoco supe qué decir en ese momento porque él era claramente el mejor escritor que yo había conocido en persona.

Con los años me enteré de que Levrero solía regar a cualquiera con elogios sublimes y aquel recuerdo pasó de ser un orgullo secreto a significar poco y nada. Se convirtió, a lo sumo, en un motivo de rencor, aunque de vez en cuando me preguntaba si la suya no sería una estrategia, si confrontar a los demás con su vanidad no formaba parte de la educación que impartía.

No recuerdo mucho más de nuestra conversación. Yo estaba absorto en algo que iba más allá de las palabras que cruzábamos. Estar en presencia de Levrero era estar en presencia de la literatura: era eso lo que se respiraba en la cocinita donde compartíamos un café.

Levrero parecía dueño de un conocimiento raro, frágil, demasiado caro. En cierto momento me pareció que estaba viendo uno de mis futuros posibles —mi futuro más temido—, aunque pertenecíamos, como él mismo había hecho notar ni bien entré a su apartamento, a linajes distintos: yo era un elfo de casi dos metros, él un duende.

Supongo que lo agarré en un mal día. Había algo de cosa arrasada en la lentitud con que hablaba y fumaba y pensaba. Si en algún lugar de mi mente había albergado la esperanza de encontrarme con un mentor, la descarté por completo en menos de media hora.

De hecho, empecé a descartarla ni bien Levrero me había abierto la puerta con la bragueta a medio cerrar y el pantalón salpicado con gotas de lo que quise pensar era agua, el pulóver lleno de caspa, la barba enmarañada, todo el peso de la gravedad en los hombros y en la voz.

Me fui de ese breve encuentro sabiendo que sería el último y que prefería seguir relacionándome con su obra y con la ficción que me había armado de él.

El caso es que Levrero acabó recomendando la novela a Trilce, la editorial que venía publicándolo desde El discurso vacío y fue a través de él —sin que tuviera yo que mover un pelo, igual a como había sucedido con Pogo— que Derretimiento acabó saliendo al mundo. A eso me refiero con que tuve suerte desde el comienzo.

Gracias a la generosidad de los personajes aquí consignados, jamás tuve que enfrentarme al drama común de los mil rechazos editoriales. Es por eso que siempre me consideré, a pesar de haber sabido posar de lo contrario, un escritor bendito. Por eso y porque mis libros, empezando por este, han sido unos hijos de lo más aventureros. Han viajado lejos, han sabido trasnochar a gusto, han hablado con la mayor cantidad posible de extraños y de vez en cuando, muy de vez en cuando, me mandan alguna postal para dejarme saber que todavía se acuerdan de mí.


«Derretimiento» está disponible desde hoy en la tienda y se envía a cualquier parte del mundo.

Una reseña deHernán Casciari
Con addenda de

Daniel Mella