A veinte años de la primera gran serie
Un fotograma de la última escena de Los Soprano. HBO.

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Se cumplieron veinte años del inicio de la primera gran serie de televisión. HBO emitió Los Soprano desde enero de 1999 hasta junio de 2007. En homenaje, un texto escrito por Casciari en caliente, diez minutos después del final.

Una reseña de Hernán Casciari
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El 10 de enero de 1999 se emitió el primer capítulo de Los Soprano en HBO; fueron ochenta y seis episodios en seis temporadas. Y la noche que la serie terminó, en junio de 2007, yo trabajaba como crítico de televisión en el diario El País, de España, y escribí (me parece) el artículo más visceral para ese diario. Redacté la crónica conmocionado por el final de Los Soprano, con un nudo en la garganta raro, y entregué el texto menos de una hora después de la emisión final. Así que ahora, modo de homenaje a los veinte años de la serie, les comparto acá ese texto de despedida.


El fin de una década de mafia profunda

Mientras escribo este párrafo, a las dos de la madrugada del lunes [11 de junio de 2007] en Barcelona (las diez de la noche neoyorquina) en la pantalla de HBO empiezan a subir, por última vez, los créditos finales de Los Soprano. Letras blancas sobre fondo negro. Y después, con toda seguridad, habrá un gran silencio en el mundo entero. Dos o tres segundos de respiración en suspenso, de aliento mudo, que precederán a la ovación cerrada.

Es que acaba de ocurrir una de las obras maestras más extensas de la historia contemporánea. Estamos habituados a cuadros inolvidables que observamos en diez minutos, a novelas magistrales que leemos en seis días, a películas mágicas que disfrutamos en dos horas. Pero no estábamos acostumbrados a una obra maestra que nos atravesara el cerebro, y el corazón, durante ocho años enteros.

El New York Times tomó hace tiempo una posición arriesgada pero certera: «Los Soprano —publicó el periódico— es tal vez la mayor obra de la cultura popular estadounidense de los últimos 25 años».

No se habló de la mayor serie de televisión. Ni siquiera se habló de la más grande propuesta audiovisual contemporánea. En la frase «cultura popular» quedaron englobadas todas las formas posibles del arte.

Y yo creo que se trata de una crítica veraz: esta serie ha sido más necesaria que el mejor libro, más potente que la mejor escultura, más arriesgada que el mejor cine, más sutil que la mejor partitura que se haya podido componer en aquel país (y en casi todo el planeta) en el último cuarto de siglo.

Y su final, su desaparición, que repercute en las pupilas de medio mundo en este momento, se va a convertir —por fuerza— en un hecho histórico sin precedentes.

Los Soprano, por supuesto, no es una serie de mafiosos. Conozco gente que no la quiso ver porque sospecha que se va a enfrentar a una historia de tiros, de engaños ítaloamericanos, de negocios sucios y de señores narigones tomando merca. Pero no es nada más que la superficie de un iceberg. Si alguien mantiene este prejuicio que se lo quite y que le dé una oportunidad. La obra de David Chase es un cuchillo que desmenuza la condición humana y pone contra las cuerdas la moral de nuestro tiempo.

Desde hace unos años ocurre algo muy novedoso —además— que será tema de estudio en la historia del arte del futuro: se trata de las múltiples posibilidades creativas que genera una trama audiovisual que se desarrolla en un largo espacio de tiempo. O para decirlo más claro: aquello que ocurre con una obra maestra cuando convive con nosotros una década entera.

Es poderosa la manera en que se enriquece un personaje al que hemos visto crecer, por ejemplo. Todo aquello que se activa en nosotros (como espectadores) al madurar al mismo tiempo en que maduran las marionetas de la ficción. Esta posibilidad narrativa es flamante, y cuando se da —además de disfrutar como chanchos— nos abre las puertas a una maravilla creativa que otros humanos, en tiempos anteriores, no pudieron experimentar.

Hace una semana, mientras disfrutaba de los últimos capítulos de Los Soprano (que son, lejos, los mejores de la saga) noté que ya no había tiros. Cada escena era una pincelada minimalista, cada plano encontraba una profundidad humana arrolladora. Se trataba de un arte más parecido al cine europeo que al americano. Sentí un placer sibarita, exclusivo, como si pudiera palpar un sonido con los dedos.

Entonces me pregunté si esa misma sensación —al ver, por ejemplo, el capítulo S06E17— lo tendría también alguien que no hubiera seguido la saga completa. Y supe que no. La fuerza de la imagen no me llegaba desde el televisor sino desde la memoria, desde la experiencia; de haber conocido a esa gente no ahora, sino a mediados de 1999, de haberlos comprendido a través de los años, y haberme comprendido a mí mismo en ese lapso.

Una mirada silenciosa que Tony le hace a Carmela cuando su hijo ya adulto se quiere suicidar, por ejemplo; no se puede generar en el cine esa mirada, con la misma complicidad. No hay tiempo en dos horas para explicar tantos vericuetos. Ese silencio, esa mirada, nos dice tanto porque conocemos a ese hijo menor desde que era un gordito que no alcanzaba el segundo estante del armario. Desde que era inocente, desde que era feliz.

¡Qué lujo más grande! Una obra maestra que nos persigue a través del tiempo, que acomoda nuestra madurez a la de sus propios personajes, que trabaja en secreto en la composición de nuestro estado de ánimo aun cuando creemos no recordarlos o no tenerlos presentes. No sé: me pone los pelos de punta. Una película genial nos puede conmover desde la elipsis, pero una serie genial nos hace temblar las rodillas de otra forma. Nos tensa. Nos modifica.


El llanto apagado que vamos a tener que soltar ahora, cuando veamos el capítulo final, cuando nos despidamos para siempre de esta familia ambigua de New Jersey, va a ser un llanto hecho con lágrimas que estuvieron en nuestros ojos, agazapadas, ocho años enteros.

A llorar entonces, porque la fiesta se terminó.

Una reseña deHernán Casciari
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