Breaking Bad, la ultraserie
Walter White y Jesse Pinkman. AMC

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Breaking Bad, la ultraserie

Para muchos, el mejor drama de la década. Para otros, un entretenimiento feroz. «Breaking Bad» puede ser muchas cosas, pero que te lo cuente Nacho Vigalondo no tiene precio.

Escrito por Nacho Vigalondo

El lema «No es televisión, es HBO» puso en evidencia el enorme complejo que la tele arrastró durante décadas: el estigma de sentirse condenada a partir de su propia naturaleza como medio. Pero al mismo tiempo representó el cambio de paradigma que tuvo lugar en los noventa y la voluntad de verse a sí misma como «otra cosa».

Aquello que llamamos —ay, ya con cierta sensación de distancia— la «edad de oro» de las series estadounidenses empezó gracias al intento de hacer cine para la pequeña pantalla. O al menos algo que sonase a «no televisión». Un impulso que tradicionalmente había llevado a la imitación de los aspectos más superficiales de los largometrajes, la duración y suntuosidad, y que finalmente desembocó en el desarrollo de formatos como el telefilme y las miniseries de corte grandilocuente. Desde comienzos de los años noventa se planteó otra posibilidad: la de apropiarse de ciertas tendencias del propio lenguaje cinematográfico, inicialmente alejadas de los márgenes de lo doméstico, y adaptarlas a la fórmula televisiva por antonomasia: el «continuará».

¿Significa esto que en los momentos de mayor inspiración los creativos televisivos no han hecho más que recorrer senderos transitados por el cine? Merece la pena que maticemos: los procesos internos que llevan a un canal a invertir en el rodaje de un episodio piloto suelen tener menos que ver con el prestigio de los nombres implicados que con el tráfico de planteamientos apoyados en referentes de éxito; propuestas fáciles de mencionar, explicar y defender en despachos y comités. Un ejemplo: para que se rodase el episodio piloto de Lost posiblemente tuvo gran importancia que el proyecto se pudiese describir en menos tiempo del que dura la cabecera de cada episodio: «Es como la peli Náufrago, pero cambiando el balón pintado por un misterio».

El accidentado ritmo creativo de Breaking Bad impidió desde un principio diseñar grandes arcos narrativos.

En el año 2008 el canal AMC estrena, con un éxito paulatino, afectado por la zozobra causada por la huelga de guionistas, Breaking Bad. La serie se presenta a sí misma como la odisea de Walter White, un profesor de química enfrentado al cáncer que, consciente de que su seguro de vida no va a salvar a su familia de la ruina, y alentado por un encuentro fortuito con un antiguo alumno que ahora se gana la vida como camello, llega a la conclusión de que sus habilidades como químico le podrían hacer rico fabricando la mejor metanfetamina del mercado. Un punto de partida inusualmente específico que nos podría remitir a tantas fuentes (¿se trata de un relato policíaco postmoderno?, ¿un thriller cómico?, ¿un drama social?) pero que en realidad no nos remite a ninguna en concreto.

Los responsables de Breaking Bad han declarado en más de una ocasión que el accidentado ritmo creativo de la serie impidió desde un principio diseñar grandes arcos narrativos, y que, a día de hoy, los episodios se van escribiendo con poca previsión de lo que va a suceder. Sin embargo, visto lo visto, no nos cuesta especular cómo será el dibujo completo de la serie.

A estas alturas, el profesor Walter White ya ha pasado del pánico inicial a disimular apenas su satisfacción ante la evolución de la estructura criminal que crece bajo su manto. No parece aventurado pensar que acabará como señor de la droga y rey de la frontera, aunque siga cargando con tantos y tantos traumas domésticos. En cualquier caso, sería injusto calificar a esta serie como The Godfather de la clase media, aunque algún guiño cae en boca del personaje más estrafalario de todos, el terrible abogado Saul Goodman, interpretado por el comediante Bob Odenkirk. Además de los errores de la simplificación, la comparación difuminaría uno de los méritos principales de la serie: el de partir de un catálogo de referencias que, por una vez, no implica una deuda directa con hermanos mayores como el cine y la literatura. ¿De dónde viene Breaking Bad, entonces?


Por tradición, tuviesen o no continuidad entre sus episodios, las series intentaban asentar su perpetuidad mostrando cómo los personajes principales se enfrentaban a diferentes situaciones aplicando los mismos valores, los mismos códigos de conducta. La forma a través de la cual Michael Knight y Angela Channing mantenían su atractivo para el público era teniendo la misma reconocible actitud, las mismas convicciones y debilidades. Y si éramos testigos de un momento de duda, tentación, alguna reacción inesperada, el guion tardaría poco en explicar la trampa o confusión que había detrás. Pero desde que el prestigio llamó a la puerta, las series de televisión empezaron a percibir que la prolongada fidelidad del espectador podría entenderse, no como un contrato tácito de estabilidad de los personajes, sino como la condición perfecta para profundizar en su posible evolución.

De ahí que, cada vez con más seguridad, las series de televisión fueran asumiendo la posibilidad de que el personaje clave evolucione perdiendo incluso el miedo a que la empatía generada en nosotros, los fans, diera un giro de ciento ochenta grados. Dicho de otra manera, empezó a caber la posibilidad de que la barrera que separaba a los «buenos» de los «malos» se difuminara por completo.

Así, hasta en series en un principio tan maniqueas como Alias o 24, los códigos morales impolutos de los protagonistas fueron puestos a prueba al dejarles ver que las consecuencias de sus actos, por bienintencionados que fuesen, podrían conllevar consecuencias tan indeseadas (o más) que las que se pretendían evitar. Héroes inicialmente intachables como el doctor Jack de Lost o cualquiera de los miembros de la flamante tripulación de Battlestar Galactica podrían invertir tanto tiempo o más en desandar el camino equivocado que en predicar el ejemplo del correcto. En otras palabras, frente a la omnipresencia de la moraleja en el epílogo de cada capítulo, las series de televisión se abalanzaron a las posibilidades dramáticas de la paradoja moral.

Breaking Bad nos cuenta cómo un inocente profesor de secundaria, un hombre fracasado, resignado y paciente, se ve arrastrado por una maldad que cada vez le satisface más, en búsqueda de un beneficio que cada vez le importa menos. Podría parecer un ejemplo más de relato televisivo de héroe con claroscuros, pero en realidad se trata de una radicalización de la propuesta, proyectada hasta un territorio diferente. En el relato clásico, la odisea moral del personaje ambiguo estaba subordinada a la presentación de un entorno o una estructura narrativa mayor. Por ejemplo, The Shield es una serie en la que siempre está presente el pecado que su protagonista central, el detective Vic Mackey (Michael Chiklis), comete en el capítulo piloto, pero las consecuencias derivadas de este crimen jamás alteran las bases del retrato coral de una comisaría con cinco tramas por episodio, sino que funcionan como un motor más.

En Breaking Bad se invierte esta dinámica: si lo normal es que el contexto predomine sobre el dilema particular, aquí el dilema determina todo lo demás. No hay más que fijarse en la sinopsis que encabeza la serie. No describe un espacio, ni una época histórica, ni una actividad laboral o un suceso compartido por un grupo. Tampoco alude, como ya hemos mencionado antes, a un género reconocible, a un precedente más o menos definido. El primer pecado de Walter White, su primera toma de contacto con el crimen, es el punto de partida absoluto de la serie, el vértice a partir del cual se desencadena la totalidad de las demás tramas, accidentes aeronáuticos incluidos. A partir de ahí, todo personaje que se cruza en el camino de Walt queda afectado por su actividad delictiva, como si de una plaga se tratase… O de una reacción química. Es bastante más extraordinario de lo que parece a primera vista: una serie sobre la construcción de la maldad en la que, más allá del personaje principal, todo lo demás sucede por su culpa.


Más allá todavía: Walter arrastra a la serie hasta el punto de condicionar el género al que se adscribe, o mejor dicho a los géneros. Si escogiésemos un episodio al azar podríamos toparnos con un relato criminal de frontera, una comedia negra o un drama familiar. Incluso el episodio piloto podría hacernos pensar que el show se tratará de una odisea ácida y frenética, y los dos capítulos posteriores parecen confirmar que esta serie podría ser una mezcla disparatada entre los relatos de crímenes de clase media de Patricia Highsmith, la mordacidad (tan de moda) de Chuck Palahnuik y las comedias de perdedores de los hermanos Coen. Sin embargo, desde el capítulo cuatro en adelante, el ritmo frena considerablemente y el tratamiento del cáncer de Walter pasa de ser una fuente de gags negrísimos a mostrarse con un realismo repleto de vacíos y momentos de crudeza.

Una forma de percibir la danza de géneros que presenta Breaking Bad, algunos de ellos aparentemente incompatibles entre sí, es prestando atención a los personajes que rodean a Walter. El más importante de todos es Jesse Pinkman (Aaron Paul), el camello que le introduce a regañadientes en los procesos del narcotráfico de suburbio, y quien lo acompañará en todas las peripecias, pese a que la relación entre ambos funcione de forma opuesta a la de la tradicional buddy movie. Si ese tipo de relatos nos tienen acostumbrados a que la pareja protagonista, bajo el maquillaje opcional de la tensión verbal, esté absolutamente compenetrada, la relación entre Jesse y Walter desequilibra a ambos por igual, con apenas unos brotes de afecto como mínima compensación. Esta situación ha servido tradicionalmente a la comedia y al drama absolutos. En Breaking Bad encontramos lo uno y lo otro.

Tal y como arranca la serie desde su episodio piloto, Jesse Pinkman parece cumplir la función de alivio cómico. Su ineficacia a la hora de hacer crecer su negocio, o los catastróficos resultados cada vez que Walter le confía alguna responsabilidad menor, nos recuerdan las pautas de la comedia de drogatas. Pero a la mitad de la temporada el mismo personaje, arrastrado por circunstancias sorprendentemente amargas, compone un retrato sin concesión alguna de un adolescente tardío cuya adicción a las drogas, combinada con el fatal influjo de Walter, acelera su caída en picada. En ese sentido, las secuencias en las que trata de volver a su hogar familiar son el opuesto diametral de las comedias en las que empatizamos con el rebelde disfuncional. En otras palabras, ha pasado de ser un secundario de My name is Earl a uno de The Wire.

No hay personaje secundario que no permita experimentar la combinación de nuevos registros. La mujer de Walter nos asoma a un tipo de melodrama doméstico que nos resulta familiar después de series como Six feet under e incluso de las conspiraciones de barrio de Desperate housewives. Y el teatral fervor de su cuñado por su trabajo en la DEA nos remite a los tristes esfuerzos del Ricky Gervais de The Office por generar dinámicas de grupo entusiastas.

Aunque quizás la alusión de Breaking Bad a una tradición televisiva más atrevida sea la facilidad con la que Walter White, partiendo de sus conocimientos de química, consigue improvisar soluciones momentáneas utilizando materiales domésticos. Una alusión tan directa a McGyver (y por extensión a todas las viejas series con demostración semanal de habilidad insólita) que acaba siendo mentada por el personaje de Jesse, que ha visto tanta televisión como nosotros mismos.


El capítulo piloto de Breaking Bad arranca con la imagen de unos pantalones que caen desde el cielo… ¡con un cinturón abrochado! En cuanto la prenda termina de caer (sobre el asfalto de una carretera en mitad del desierto) es atropellada por una caravana familiar que avanza con furia. El espectador experto podría traducir las connotaciones fatalistas de la composición, y acertaría. Un comienzo tan abrupto —ese amontonamiento de interrogantes en cinco segundos— solo puede formar parte de una jugarreta en la que se sucederán los saltos en el tiempo de la narración. Así, además de espoleado por el interés de la trama, el espectador entrenado se verá excitado por la promesa de la resolución de un jeroglífico. En efecto, el episodio salta en el tiempo a un momento anterior y, tarde o temprano, se acaba resolviendo el misterio del pantalón que cae.

Por si algún lector ha llegado hasta aquí sin haber visto la serie, me negaré a explicar el asunto en detalle ahora mismo. Nos basta con saber que tanto el dueño del pantalón como el conductor del vehículo son la misma persona, nuestro profesor White. Tiene bastante sentido que la situación inaugural de la serie sea un círculo cerrado, un cruce de pequeños desastres que empiezan en Walter White y acaban en él.

La serie le pierde definitivamente el miedo a los recursos bajo sospecha en los prólogos de su segunda temporada. Un conjunto de piezas, con un tratamiento visual que no tienen continuidad en el resto de la trama, cercano al de un videoclip noventero de Nine Inch Nails, nos introduce a una situación suspendida en el tiempo: un ojo de plástico flotando en un líquido.

Capítulo a capítulo se van añadiendo más elementos y puntos de referencia. Llegamos a ver una piscina doméstica salpicada de cenizas, un oso de peluche chamuscado. Oímos sirenas de ambulancia, vemos bolsas de cadáveres… Nos vamos aproximando al capítulo final de la temporada y, seamos espectadores curtidos en mil batallas o no, nos imaginamos que será en ese último episodio donde se desvele el misterio de la piscina. La season finale de la segunda temporada ha comprado así su grado extra de interés; interés que se vuelve desconcierto una vez que avanza el metraje, ya que la trama de ese capítulo, de un dramatismo sepulcral, se va alejando progresivamente de todas las tramas criminales, las que podrían derivar en un incendio o una explosión junto a una piscina.

A los pocos minutos de terminar el capítulo llega otro recurso, de esos a los que nos hemos acostumbrado a bofetones: el salto imprevisto a un futuro en el que la situación de los personajes parece haber cambiado irremediablemente. Pero cuando todo indica que el tiempo del episodio se ha agotado, una secuencia en la que interviene un avión siniestrado —cualquier susceptible fan de Lost tiene todo el derecho del mundo a sentirse aludido— resuelve el misterio de la piscina, en la que podríamos considerar una de las maniobras más discutibles que ha dado la televisión moderna.

¿Por qué, entonces, no nos sentimos estafados? Quizás aporte consistencia que la idea que se esconde tras este desenlace sea un tema recurrente de la serie desde el momento en el que vimos llover pantalones en el desierto; que todo, incluso una explosión a miles de kilómetros de altura, es consecuencia de la misma causa: el demonio que crece dentro del profesor White. Pero eso no termina de explicar por qué consentimos que una serie manipule nuestras emociones con las herramientas del drama con trasfondo social, y minutos después nos tire a la cara la triquiñuela de guion más tramposa imaginable.

Uno de los capítulos más celebrados es el décimo de la segunda temporada. En él, Walter, tras un redoble de desventuras, y aliviada la presión de su enfermedad, asume su lento regreso a la normalidad. Todo el capítulo transcurre en una indecisión absoluta, como permitiéndonos echar un ojo sobre lo que pasaría realmente si el conflicto del guion se hubiese resuelto para siempre. Como si, efectivamente, la serie hubiese terminado y se nos permitiera echar un vistazo al otro lado, un territorio vacío de objetivos y conflictos. El capítulo, sin embargo, acaba resultando una experiencia explosiva gracias a sus minutos finales, en los que Walter tiene un encuentro casual en el supermercado con unos tipos a los que rápidamente identifica como nuevos aspirantes a chefs de metanfetamina. Todo lo que acabamos de ver parece un espejismo, porque Walter espanta a los chicos con una sola y terrorífica frase, que aquí y ahora podría traducirse como «sigo siendo el protagonista de esta serie».

Este grado de compenetración con el personaje y de manipulación de nuestras expectativas a través de la presencia de los códigos de género (o, en este caso, también su ausencia) sería imposible de llevar a cabo bajo las reglas de una producción tradicional, en las que se determina el tiempo que ocupa la trama principal del episodio respecto a la obligatoria trama secundaria, y el número y posición de los giros narrativos entre corte y corte de publicidad. La conquista de esta libertad no es un mérito de esta serie: deberíamos fijarnos en la variantes estructurales de, por ejemplo, los capítulos de The Sopranos. Si estas dinámicas en Breaking Bad pueden plantear nuevos horizontes expresivos quizás sea porque, allanado el camino por otros, ya no arrastran la carga de tener que funcionar como una ruptura, no sufren la presión de la innovación, la búsqueda de una nueva legitimación.


Una de las decisiones más aplaudidas, según se estrenó esta serie, fue el asombroso reciclaje de Bryan Cranston como protagonista del drama. El actor había consolidado su fama gracias a su papel de padre en constante lamento en la celebrada comedia familiar Malcolm in the Middle. Más allá del prestigio inmediato obtenido gracias a Breaking Bad, a día de hoy es muy fácil detectar el poder que el personaje ha ejercido sobre el actor, de pronto especializado en largometrajes con trasfondo criminal, como el remake de Total recall, en el que ejerce de villano, o en Drive, la última película del áspero Nicolas Winding Refn.

En realidad, reubicar al actor en un territorio tan diferente al de aquella comedia no era una jugada tan alocada como pudiera parecer: Bryan Cranston había sido estrella invitada en un capítulo autoconclusivo especialmente afortunado de la sexta temporada de The X-Files (también titulado «Drive»). En él interpretaba a un individuo víctima de una enfermedad que le obligaba a desplazarse en coche a toda velocidad. Una de las grandes bazas del capítulo es la matizada transformación del personaje de Cranston, que pasaba de funcionar como amenazante monstruo de la semana a convertirse en un conmovedor secundario. Es imposible no pensar en «Drive» como una experiencia determinante a la hora de decidir quién interpretaría al profesor White, teniendo en cuenta que el escritor de aquel episodio era el mismísimo Vince Gilligan, creador absoluto de Breaking Bad.

Vince Gilligan es otro nombre televisivo al que esta serie ha recolocado en el mapa de un modo tan llamativo como a su actor principal. Fue una de las cabezas más visibles tras The X-Files, como productor y guionista durante gran parte de la serie. Podríamos rastrear su trabajo, la mayor parte en el seno de varias producciones de Chris Carter y —aunque nos topemos con producciones de indiscutible calidad—, difícilmente podríamos anticipar el alcance de Breaking Bad. Ni siquiera su única incursión en el largometraje, el guion de Hancock, el retrato de un superhéroe cuestionable, nos aporta suficientes pistas.

Podemos encontrar significativo que los dos nombres clave tras el éxito de Breaking Bad sean dos casos notorios de reciclaje televisivo, provenientes de dos de las primeras series a las que el tiempo ha confirmado como puentes entre lo que se entendería como narrativa televisiva clásica (en los casos de la sitcom y la serie de misterio) y la ebullición que viviríamos durante la primera década de este siglo. Significativo porque apunta a que Breaking Bad es una serie que se ha construido en una época en la que la ficción de televisión de prestigio ya no es una conquista constante, sino un hecho consolidado.

Si una generación anterior de series consiguió, partiendo de referentes externos, darle forma a un mercado con una entidad tan reconocible y popular, lo lógico sería pensar que la nueva oleada de productos televisivos ya no tuviese que pasar nunca más por el trámite de «no parecer televisión». Al contrario, el terreno abonado por The Sopranos, Six feet under, Lost y The Wire podría entenderse como el punto de partida desde el cual llevar propuestas a nuevas alturas. Breaking Bad podría ubicarse como bandera de una generación de series posteriores, construida con el ojo puesto en sus precedentes, una serie de series.


A día de hoy Breaking Bad no solo ha consolidado su permanencia en antena, habiéndose rodado ya la cuarta temporada. En una época en la que los grandes productos emblemáticos que forjaron la identidad de la pasada década han finalizado, entre las cada vez más numerosas cancelaciones y las propuestas que aún no han cogido forma; ante un panorama que, pese a las incursiones de nombres del cine y las adaptaciones mastodónticas, parece no haber consolidado su nuevo olimpo de ficción, la interminable lista de premios y el entusiasmo de algunas firmas de prestigio apoyan la sensación compartida por muchos de que Breaking Bad podría haber ocupado ya el trono que se reserva para la serie. Este éxito debería celebrarse como el triunfo de una ficción en constante exploración, cada vez más adaptada a las particularidades y ventajas de su medio.

En otras palabras, televisión que consigue volver a ser televisión.

Escrito por Nacho Vigalondo

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