La chica de la pierna ortopédica (una historia de amor)
Una chica a punto de cruzar las vías. 123RF.

Relato de ficción

Audio RevistaOrsai.com La chica de la pierna ortopédica (una historia de amor)

Un chico conoce a una chica que perdió su pierna en un accidente de trenes. Se hacen amigos. Una noche de borrachera, el chico siente piedad por la chica, o algo parecido a la piedad, y la besa. Los dos se desnudan. Y es acá, en la frontera exacta entre la amistad y el deseo, donde empieza la verdadera historia.

A una amiga un tren le arrancó una pierna. Ella no lo recuerda, al principio dice eso. Recién lo cuenta cuando siente que tiene sentido contarlo. No se lo cuenta a alguien que no le interesa. La entiendo, hago lo mismo. Tendría dieciocho años cuando quiso cruzar un paso a nivel y a mitad de camino se demoró (dice no saber por qué, la madre dice que fue por los zapatos y ella le responde que se calle que no estaba ahí). La entiendo, nunca nadie está ahí. Capaz que se distrajo nomás, no fueron ni unos zapatos, ni una pollera: solo se distrajo. Luego se asustó y no se animó a terminar de cruzar, se detuvo sin ver el segundo tren. Quedó parada entre las vías de dos trenes, relata, uno que iba y otro que venía. El sonido de motores y de metales era ensordecedor; las máquinas tocaban las bocinas empeorando todo. Los trenes estaban llenos, en uno la gente era como fotos en las ventanillas, casi viñetas de una historieta aburrida. En el otro había personas colgadas de los estribos. Todos, unos y otros, la miraban incrédulos o aterrados. Más de mil desconocidos la vieron en el momento más importante de su vida, de pie ante una muerte casi segura. Algunos habrán pedido por ella, la mayoría por miedo a que el accidente les retrasara el viaje. Recuerda la cara de todos los que vio, dice. ¿Sabés cuánto dura una eternidad? pregunta siempre cuando cuenta la historia. Nada, esa es su respuesta. Nada, una eternidad es esa fracción de nada interminable en que se cruzan dos trenes y una está en medio, dice.

Lo cuenta con la firmeza de sus ojos negros, de su sonrisa perfecta, de su pierna ortopédica, y no da lugar a duda. La entiendo, viajo seguido en tren. Uno de los trenes (no recuerdo cuál) la succionó hacia las ruedas, dice a veces; otras le echa la culpa al otro tren que con su viento la empujó debajo. No sé cómo sigue la historia, nunca escucho más. No quiero saber qué sintió, no necesito escuchar cómo fue el choque de sus cuarenta kilos contra cuatrocientas toneladas.

La primera vez que me la contó a mí solo, la interrumpí ahí, le di un beso. Estábamos borrachos y no es una excusa, lo que quiero decir es que me vuelvo muy impresionable cuando estoy ebrio, ya estaba ensordecido con la primera parte de la historia, si seguía seguramente andaría todo el resto de la noche rengueando de puro empático que soy. La besé. Ella no se quedó atrás, pese a su movilidad reducida. Allí donde nos besamos, quedamos. Y seguimos adelante. Nos deslizamos por la pared hasta el parquet  y unos almohadones. Borracho pero consciente cerré los ojos mientras le quitaba los jeans y fue muy, muy extraña la sensación de sacarle los pantalones y a la vez una pierna. Nos desnudamos rápido. La miré con tristeza pero preferí ver el vaso medio lleno. Su pierna sana era bellísima. La otra llegaba casi hasta la rodilla. Las cicatrices eran atroces, traté de no mirarlas pero el roce me helaba la columna. Pensé que lo mejor sería enfrentarlo de una vez, la besé y me distancié un poco para verla, le acaricié las heridas, la piel suave se interrumpía con una pequeña protuberancia, una cordillera algo áspera que cruzaba su piel como las vías en una llanura que empezaba muy cerca de la rodilla y subía enroscándose por su muslo. Había otra zona donde la cordillera era más leve y sutil, aun en la media luz veía dos colores de piel que se encontraban como dos mares. Mis dedos recorrieron la cicatriz tibia con un escalofrío clavado en los huesos. Luchaba contra el espanto. Y luego de la cordillera y los mares, el abismo.

La ausencia me estremecía. Ella se reía, imaginé que de mi cara pero no, con mis manos le hacía cosquillas. Me ofendí o me hice el ofendido, no recuerdo, estábamos borrachos. Me abrazó para que no me alejara pero hice fuerza y me puse de pie. Ella se quedó allí sentada sin más resistencia por retenerme que estirar un brazo. Di dos pasos para quedar fuera de su alcance, me sentí un hijo de puta. Estaba borracho, siempre me siento culpable cuando lo estoy. Ella se acomodó en un almohadón; sentada un poco de lado, su muñón que quedó oculto debajo de la otra pierna; así desnuda con su bella pierna estirada algo doblada parecía una sirena sobre una roca en un mar negro y quieto. Me acerqué, le tomé la mano y la besé. Luego la besé en los labios. Si fuera un cuento como la gente ella tendría dos piernas al abrir los ojos, pero como no es una historia de esas, solo la amé lo mejor que pude durante una eternidad. Me fui a oscuras dejando a mi sirena ebria, cuidándome de no tropezar con su pierna de palo.

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