La película de terror más espantosa de la historia
El beso en la cama. Toulouse-Lautrec

Relato de ficción

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Después de una noche de sexo y placer, el escritor Rafa Fernández tuvo un encuentro inesperado con la muerte que le congeló la sangre. Lo cuenta en este relato breve y estremecedor.

Estamos encantados de volver a tener a Rafa Fernández en Orsai, y esta vez con su voz, que mejora todo lo que escribe. Este es el primero de muchos relatos cortos semanales, y esperamos que también se convierta, para los lectores de Orsai que no lo conocen, en una adicción, como lo fue para nosotros cuando lo empezamos a leer. Rafa autoedita toda su obra; pueden encontrar sus libros en ElReyDelCosmos.com y, en breve, los que no puedan costear los gastos de envío lo tendrán también en la Tienda Orsai, a precios más amistosos en Latinoamérica.


El otro día, tras hacerte el amor por primera y última vez, en aquella habitación del hotel, te pedí que me dejaras escuchar tu corazón. 

No sé por qué te pedí eso. El amor, si es que existe, es una droga que me deja tonto. Quizás te pedí que me dejaras escuchar el latir de tu corazón por si no eras humana (es nadie me ha follado como tú). O sólo por volver a tocarte las tetas. No creo que fuera por aburrimiento. Pero puse mi oreja entre tus dos tetazas. Escuché el latir de tu corazón, toc-toc-toc, y me asustó. Me dio un mal rollo que te cagas. Disimulé, sonreí, pero no te dije nada. Pero quedé tan impactado, que te pedí que también escucharas mi corazón. Al hacerlo, abriste los ojos con miedo: deduje que estabas pensando lo mismo que yo. Te lo pregunté:

—¿Te dio miedo?

—Sí —contestaste.

Ambos sentimos y nos asustó lo mismo. Era el sonido de la muerte. Sus pasos. Sus nudillos tocando en la puerta de nuestro pecho: para entrar y para matarnos. Somos una máquina que, en cualquier momento, puede parar de funcionar. Detenerse. 

Ahora mismo, por fuera, parecemos eternos: rebosantes de vida: mirándonos a los ojos repletos de deseo, felicidad, sin parar de charlar hasta las tantas de la madrugada tras conocernos en un bar; nuestros cuerpos morenos por la playa de San Lorenzo, parecemos últimos modelos, relucientes como cochazos, impresionantes, ¡viva el verano! 

Las expectativas ilusas de los recién conocidos (hasta que nos bloqueemos por el WhatsApp). Vida. Pero, por dentro, tenemos ese enfermizo reloj que un día, sin avisar, va a dejar de funcionar. Sin opciones a volver, siquiera, a echar una sonrisa de despedida, por última vez.

¿Cuándo? ¿Ya? ¿Mañana? ¿Dentro de tres años?

—¿Sabes? —me cuentas—. Cuando mi abuelo estaba muriendo, no me moví de su lado hasta que cerró los ojos para siempre. Todo el mundo que me veía allí se emocionaba: pensaban que estaba allí por amor. No era verdad. Fue por morbo. Yo quería ver cómo él moría. No porque hubiera sido malo conmigo ni nada de eso. Solo por ver cómo era su cara en ese momento.

Tras el buen sexo que disfrutamos, tras esa exaltación alucinante a la vida, escuchar nuestro corazón nos dio un bajón de la hostia… Fue como vivir la película de terror más espantosa de la historia.

Nos abrazamos y lloramos.

Al rato, la marihuana bajó. Y cada uno se fue para su casa. Cuando llegué a la mía, me dio la impresión de que me había acostado con la Muerte.

No te voy a volver a llamar.