El día que Dios se puso de nuestro lado
Una mujer flota en el aire. FLICKR.

Relato de ficción

Audio RevistaOrsai.com El día que Dios se puso de nuestro lado

Una mujer y un hombre están destinados a vivir el uno junto al otro. Pero nunca se vieron cara a cara. Tampoco viven en la misma ciudad. Ni siquiera en el mismo país. Están separados por una distancia extraña y deforme. En esta nueva entrega, el escritor Rafa Fernández nos trae una historia de amor que pone en jaque las leyes de la física.

Andaba por casa, creo que ordenando un armario. Allí fue la primera vez que escuché esa voz femenina, tan familiar aunque a la vez, desconocida por completo.

—Hola. Sé que estás ahí. Ojalá me escuches. Ojalá llegues pronto a mi vida— me dijo.

Me asusté. Estaba solo con mi perra frente a ese armario, en una habitación. Miré a mi perra: Anais, me devolvió la mirada, extrañada. No, por supuesto que ella no había sido quien me había hablado.

—Por favor, ven a mi vida. Estoy harta de estar sin ti —volvió a hablar la voz de mujer.

—¿Quién habla? —pregunté, asustado.

No contestó. Entendí que ella no me escuchaba.

Yo, sí.

Seguí escuchando su voz a lo largo de los días, mientras escribía este relato, sentado frente el ordenador, mientras abría un bote de café o me daba un baño caliente. La voz aparecía de pronto:

—Estoy harta de estar con cualquiera. Te quiero a ti… ¿Existes? —y luego callaba por horas o, incluso, días.

Me acostumbré.

Entendí que la voz pertenecía a una mujer que estaba sola. Una mujer que imploraba, que rezaba, que suplicaba por encontrar al amor de su vida. Pero yo no sabía quién era ella ni dónde estaba. ¿Y por qué tenía que escucharla yo? ¿Quizás la voz pertenecía a una vecina? Revisé las entradas de ventilación de mi casa. No. La voz no se colaba por allí. La voz la escuchaba junto a mi oído. 

Posibles soluciones al enigma:

Uno: escucho una voz femenina porque finalmente, como predecían todos mis amigos, me he vuelto loco.

Dos: la voz pertenece a un fantasma o a un diablo que vive en mi casa.

No.

No era ninguna de las dos cosas. 


Ella, a cambio, sentía mis manos. Mi polla.

Cuando harto de mi soledad, y por necesidad, me masturbaba en la cama de mi habitación, ella sentía cómo yo se la introducía.

A distancia. Mientras ella estaba en el baño, leyendo, frente a su ordenador, trabajando o abriendo un bote de café.

Y se corría a gusto.

De pronto, sin avisar, ella notaba mi polla entrando y saliendo de su coño. Le gustaba. Cerraba los ojos. Alentaba su cuerpo, a veces masturbándose a la vez que yo se la metía, otras simplemente mirando al techo con una sonrisa hasta que el orgasmo le invadiera.

—¿Quién es el que me toca así? —pensaba (y yo la escuchaba)—. Quizás el amor de mi vida. Pero no sé quién eres ni dónde estás… ¿O eres un fantasma, un demonio o me estoy volviendo loca, tal como predecían todas mis amigas?

No.

No era ninguna de las dos cosas.


Así fueron pasando los días. Estamos solos, somos desconocidos. Yo aquí. Ella, no lo sé. Pero, cada día, ella me habla y yo cada día le hago el amor.


Nos empezamos a ver. Un día, mientras me daba un baño caliente, la vi en el reflejo del agua de mi bañera. Fue la imagen de su rostro, como impresa en el agua, duró unos pocos segundos. Otra vez la vi, desnuda, en la bañera, de cuerpo entero, con los ojos cerrados.

Ella también se estaba bañando.

Era bellísima.

Otro día fue ella quien me vio a mí por vez primera durante unos pocos segundos: mi rostro apareció en el reflejo de la cucharilla de su desayuno, cuando la agarró para revolver el azúcar de su café. Aparecí mirándola fijamente durante unos segundos.

Nos sonreímos.

Empezamos a saludarnos: cada mañana, durante el desayuno, y a la hora del baño.

Entendimos que Dios nos estaba enseñando. Se las estaba ingeniando. Nos estaba presentando de esa forma tan curiosa. Dios, nunca supe por qué motivo, había decidido saltarse las leyes del raciocinio y de la lógica. 

Por nosotros.


Llegó el día. Encontré un sobre azul en el buzón de mi casa:

«Felicidades. Su poema ‘Mister gato’ ha sido elegido. Usted ha ganado un viaje, con todos los gastos pagados, a Praga. Allí podrá asistir al famoso concierto de música clásica del Solsticio de Invierno. Atentamente, la dirección del concurso».

Sonreí.

Yo no he escrito un puto poema en mi vida.

Tengo dignidad.

Jamás he concursado en una competición de poemas.

Aquello era cosa de Dios.

Enseguida, sentí que a ella también le había llegado una invitación para el mismo concierto.

Que nos sentaríamos juntos.

Y así fue.

Cuando llegué, al concierto del Solsticio de Invierno, en Praga, allí, sentada en la butaca numerada, estaba la mujer que tantas veces había aparecido reflejada en el agua de mi bañera. Allí aparecí yo, el hombre que tantas veces vio reflejado en las cucharillas de sus desayunos.

—Mi hombre soñado —me dijo.

—Mi mujer soñada —le dije.


Así fue como nos conocimos. 

Llevamos 20 años juntos. 

La verdad no se la podemos contar a nadie porque, nadie, absolutamente nadie, nos creería. Cuando nos preguntan «cómo coño os conocisteis», siempre contamos la misma mentira:

—Por Tinder.