El orgullo de los muertos
Una multitud orgullosa. Télam.

Crónica periodística

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Este año la Marcha del Orgullo coincidió con el Día de los Muertos. Por eso, la escritora Luz Vítolo armó una lista con los nombres de todos sus muertos y se sumó a la multitud que marchó por la calles de Buenos Aires. Llevó con ella el nombre de un primo fallecido cuya sexualidad «disidente» nunca fue blanqueada en la familia. Una crónica conmovedora y personalísima que conecta los rituales de este mundo con el más allá.

En un papel rayado escribí los nombres de todas las personas que conocí a lo largo de mi vida que ya no están. Yo, que vivo con la sensación permanente de que la muerte es una de mis experiencias más primarias, que la conozco y me ronda, me sorprendí al descubrir que mi lista es bastante corta. Todos los nombres pertenecen a mi familia, la mayoría murió de vejez. No tengo amigos o gente cercana que haya fallecido muy de joven. Sin embargo, tengo incorporado el ejercicio familiar de ir a velorios y entierros y a las misas anuales en las fechas de los aniversarios. La muerte, me doy cuenta ahora, me es más lejana de lo que imagino.

Empecé la lista en Halloween, pero prendí la vela el Día de los Muertos, porque si me voy a apropiar de otra cultura, que sea una afín. Una parte mía extraña los rituales de la religión. En mi cabeza, armaba un altar con fotos, flores y ofrendas al mejor estilo «Coco» y repetía algún rezo pagano. Pero solo llegué a la vela.

Este año el Día de los Muertos coincidió con la XXVIII Marcha del Orgullo. No puedo dejar de pensar en el último nombre de mi lista: mi primo, fallecido antes de los cincuenta por temas de salud. La única persona con una sexualidad disidente, sabida por todos pero nunca blanqueada abiertamente. Una sexualidad excluida, incorporada de a ratos a través del humor, nunca como algo serio o posible.

Voy con amigos. Las marchas no forman parte del imaginario ni de la cultura familiar, mucho menos esta. Cuesta no perderse en el arcoiris de medio millón de personas. Nos paramos frente al Gaumont a ver pasar las columnas en lo que es la marcha más colorida del año. En el primer camión, de la Federación Argentina LGBT, baila Dyhzy, la personalidad drag del hijo del presidente electo, montadísima con rulos rojos y vestido de brillos. Nos alucina que el primer hije sea una drag queen despampanante y lamentamos que una bandera nos tape la visual. A lo lejos hacemos contacto visual con nuestra amiga, la puta poeta que baila en corpiño junto a lxs trabajadorxs sexuales. La última vez que nos vimos, estaba a cargo del redoblante de su columna en la marcha del Encuentro Plurinacional en La Plata. La próxima será en un mes, en la presentación de su libro. Cada colectivo pone su música y tienen más éxito los que apuestan por el trap o la cumbia que la voz icónica detrás del megáfono del MST. La Marcha del Orgullo no es solo una gran parranda. Detrás del glitter y las pelucas hay pedidos concretos para acabar con los crímenes de odio, la violencia institucional y religiosa, los faltantes de medicamentos para el VIH y las hormonas para las personas en transición, y el incumplimiento de la Ley de cupo laboral travesti/trans, entre otros reclamos. La marcha es la afirmación de la alegría de existir y transitar, es por y para los que murieron al margen, por los que fueron y son excluidos. Su propia exuberancia responde a su lucha por la visibilización. Al clóset nunca más, rezan los carteles, solamente que no rezan sino que bailan, lo gritan y lo inscriben en sus cuerpos.

No pude encontrarme con ninguno de los amigos con lo que había arreglado. Me crucé, sin embargo, con una chica que fue a mi mismo colegio católico. A ella no la veía hacía más de diez años —como a casi todas las personas de ese ecosistema—. Era de esos personajes que por alguna razón resalta en el conglomerado de polleras grises y zapatos canadienses. Mucho antes de que la ESI fuera una ley nacional, en nuestro colegio todos los años catequistas, monjas y mujeres «bien casadas» se turnaban para impartir los talleres de «Educación para el amor», cuyo contenido era un rejunte de intuiciones y doctrina católica disfrazada de educación sexual. La homosexualidad (única sexualidad fuera de la norma que cabía en el imaginario de entonces) en el colegio existía en forma de rumor e incluso acusación. La disidencia sin nombre, ni canal expresivo, convertía a esas mujeres en caracteres extraños que, por supuesto, nunca terminaban de encajar.

Lo último que supe de esta chica era que había entrado al noviciado después del colegio. Eran pocas las que elegían esa carrera y esa elección siempre me pareció una tragedia. Hasta el sacerdocio estaba mejor valorado que el convento. Ese día ella marchaba junto a su novia con la que pronto va a casarse. A pesar de que nos miramos unos segundos, creo que no me reconoció. Me pareció apropiado no recordarle de dónde venimos, dado que las dos marchamos lejos de ahí.

Cae la noche y nos escurrimos hasta quedar delante del Congreso, este año sin escenario debido a la negativa del gobierno nacional. Bailamos alrededor de las carrozas a la espera del besazo masivo. Pero sin acto de cierre no queda claro cuándo termina la fiesta que lleva más de ocho horas. Con los pies ya cansados y la remera de red que no abriga, decido caminar hasta mi casa. Pero antes de eso, mi amigo Paul declara el besazo de protesta en nuestro metro cuadrado.

Vuelvo caminando mientras pienso en mi primo que, casualmente, se llama igual que el amigo al que acabo de besar. No puedo evitar ver esos patrones. Me pregunto si alguna vez habrá ido a la marcha, si habrá sido libre fuera del mundo familiar. Cinco años después todavía recibe mensajes en su muro de Facebook para su cumpleaños. «Dondequiera que estés» es una frase que se repite mucho. Ya en casa, le prendo una vela para él solo, para que el calor de la llama llegue adonde quiera que esté. Porque es el Día de los Muertos, pero sobre todo, es el Día del Orgullo.