Relato de ficción
La virgen María (y otros recuerdos espantosos)
Rafa Fernández escribió su primera novela («Diarios secretos de amor y libertad») y la publicó en su blog. En Orsai recuperamos los mejores fragmentos de aquella prosa inquietante y directa, y hace unos días le pedimos que los lea en voz alta. Este es el tercer y último fragmento de la saga.
Episodio anterior: Solo soy feliz cuando eyaculo (y otros recuerdos espantosos)
Soy eyaculador precoz. Y gordo: no tengo un cuerpo como el de los modelos de las revistas. Soy un fracasado: sin dinero, sin éxito. Menos mal que por lo menos se me pone perfectamente tiesa. Hoy todo es distinto: he camuflado una cámara de video digital en la punta del armario, arriba; su visor se dirige a la cama. Quiero hacer una película porno con la Virgen María, sin su permiso. Aleluya.
Compré la cámara digital hace una semana, en el gran centro comercial. No se lo he dicho a mi novia. Estoy nervioso: el corazón parece que se me va a salir del pecho. La idea me la dio un amigo, camarero de discoteca en una zona turística: graba, con cámara oculta, todas las turistas que se tira; tiene decenas de películas.
Quiero tener una película porno con mi novia: me excita enormemente grabarla sin que lo sepa. Es tan pijita, tan niñita buena, tan responsable, tan elegante, tan lo que se debe ser. Su madre profesora de instituto, su padre prestigioso arquitecto, su hermano destacado abogado… Grabarla es un insulto, un golpe en los testículos a la sociedad que no pertenezco, una ofensa a la gente que ha dispuesto de lo que ha necesitado en cada edad de su vida.
Y, además, sin duda, dentro de poco, ella me va a dejar.
Es imposible que continúe más tiempo con un mierda como yo, sin estudios, sin personalidad, con nada más que pájaros en la cabeza.
Feo: gordo, fofo, estúpido, enfermizo y retorcido cerebralmente.
Entonces, en ese momento, en la soledad de mi habitación, con las persianas bajadas, le daré al play al video porno: recordaré que una vez fue mía, me masturbaré viendo cómo me corría dentro de ella; cuando la vea pasear de la mano de otro (que sin duda llevará una camisa de Ralph Lauren y será abogado) me dolerá menos. Un poco menos. Encontraré un poquito de consuelo. Creo.
Antes de acostarme sobre ella y tratar de penetrarla, doy unos segundos para que la cámara, desde arriba, tome un precioso plano general de su cuerpo desnudo: es imprescindible.
Me pongo el preservativo. Ella me obliga a pesar de que toma la pastilla: siente terror de quedarse embarazada. Asegura que le destrozaría la vida, que tendría que dejar sus estudios de arquitectura. Jamás abortaría, está en contra de ello.
A mí, el tema del preservativo doble protección me pone muy nervioso, pero siempre cedo, primero porque si no me quedo sin follar, segundo porque si estuviera en el pellejo de ella entendería que tener un hijo de semejante gilipollas es un castigo que no le puedo desear ni a la más mala de las mujeres.
Se la meto. ¡Lo estoy grabando!
Reboto sobre ella.
—¡Me duele! –me grita al oído.
Siempre le duele. Da igual el tiempo que dedique a los juegos preliminares, ella dice que es porque su chichi no funciona bien, que no segrega lo que debería segregar, pero yo sé que es por mi culpa: no sirvo para nada en la cama.
Sin embargo, no me detengo, continúo. A veces ayuda: sucede el milagro y consigo que ella se abra más de piernas.
—¿Qué es eso? –pregunta de pronto, mirando hacia arriba del ropero.
Mi corazón rebota en mi garganta.
He camuflado la cámara digital, con ropas y cajas, sin embargo el visor de la cámara lo he tenido que dejar necesariamente al descubierto: ella lo ha visto.
—Mi amor, no es momento ahora para hablar.
Ingenuamente, espero que se olvide, que no se dé cuenta de que me acaba de pegar con una barra de hierro en la nuca, si seguimos follando quizá se olvide, si consigo durar un poco más, que no creo, porque noto como mi polla deja de estar dura.
—¡No! ¿Qué es eso? —y me aparta de un manotazo mientras se tapa.
No sé qué hacer. Me levanto.
—Yo…
Subo al ropero, le muestro la cámara. La cara de la Virgen María se resquebraja: envejece diez años. Es una vieja; acabo de darle una tristeza inmensa a su corazón. Trato de disculparme, invento, miento:
—Te lo iba a decir cuando termináramos… te quería dar una sorpresa… ya sabes que tú me excitas muchísimo… quería tener un recuerdo por si un día me dejas… sabes que eres mi primer amor, el único que tendré en mi vida… te prometo que te lo iba a enseñar cuando termináramos… y solo iba a conservarlo si tú me dabas permiso para ello…
Ella comienza a llorar, se deshace; llora como una loca. Me quiero morir. Soy un miserable, lo peor del mundo.
Si ella no se hubiera dado cuenta de que la grababa no me hubiera sentido mal, al contrario, contentísimo: tendría una película porno con mi novia que vería millones de veces; un trofeo, un trozo de cielo en mi infierno; pero ahora es diferente: ahora soy un pervertido, un perturbado, un enfermizo sexual, y ella lo sabe, se lo estoy mostrando. Ya no soy el mismo que antes, he perdido la rectitud moral que ella pensaba yo poseía; por fin sabe que soy una mierda.
—No me esperaba esto de ti. Pensé que eras diferente. ¿Por qué, Sigmundo? ¿Por qué?— habla mientras me enseña su rostro arrasado por las lágrimas que se me clava en el cerebro como un cuchillo.
La abrazo, trato de consolarla, susurro que me perdone mil veces en su oído. De un momento a otro me va a dejar, ha llegado la hora.
Abro la cámara y saco la cinta: la rompo.
—Perdón… perdón… ha sido una tontería, era un juego, por favor, deja de llorar.
Llora cada vez más: la estoy matando. ¿Quién creo ser yo para sentirme con el derecho de dar una tristeza así a una chica como ésta? Lo que he hecho es un delito estipulado en el Código Penal. Merezco su castigo, merezco ir a la cárcel. Sin embargo he roto la única prueba, y me alegro; a la única condena que me enfrentaré es a la soledad. Ella me va a dejar. Y cuando, a partir de este día, nos encontremos por la calle, de casualidad, me esconderé, avergonzado, o incluso saldré corriendo en dirección contraria a ella.
Por fin abre la boca; se vuelve a destapar, se tiende sobre la cama:
—Venga, termina de follarme –sugiere llorando—. No quiero que te quedes una semana sin follar. Sé lo importante que es para ti.
Ahora comienzo a llorar yo. Me desmorono sobre ella. ¿Por qué soy como soy? ¿Cómo puedo escapar de mí? ¿Cómo he llegado a ser como soy? He tocado fondo. Soy un miserable, no merezco ni hablar a una chica como ella y, sin embargo, trato de follármela mientras la graba una cámara oculta.
Ella me abraza:
—Venga, hazlo –dice— Desahógate una vez más.
Si ella no se hubiera enterado de que la grababa no me hubiera sentido mal, al contrario.
Lloro. Soy un pervertido patético, un niñato. Una mierda. No me cansaré de repetírmelo: soy una mierda. Una gran mierda. Una apestosa mierda. Una mierda de arriba a abajo. Tengo mierda en la lengua. Y pegada al culo. En lugar de lágrimas, me sale mierda de los ojos. Mil kilos de mierda seca recubren el interior de mi piel. Una mierda que se arrastra por la ciudad. Una mierda que se masturba. Una mierda fracasada. Una mierda en la que la gente se mea encima. Me alimento de mierda, la desayuno, almuerzo y ceno; se me queda entre los dientes y sonrío: la enseño. Hay una mierda extendida entre las sábanas de mi cama y me revuelco en ella. Tengo el pelo lleno de mierda, las moscas verdes llenan de huevos mi garganta. Una mierda que apesta cuando alguien me mira a los ojos. Una mierda llena de pecados aberrantes. Una mierda pervertida. Una mierda de sexo autocomplaciente. Una mierda sin estudios. Una mierda de escritor. Una mierda de lector. Una mierda sin sueños. Una mierda pegajosa. Una mierda sin futuro. Me llamo y apellido mierda: no hay nada que pueda hacer para que yo deje de ser una gran mierda.
—No mi amor, no puedo hacértelo ahora. No tengo la cabeza bien.
Ella se viste. Yo pido perdón. Todo el rato, para siempre.
Ella asiente, dice que no pasa nada.
Bajamos a la calle. Sigo llorando. Ella ya no. Ahora su cara es un rictus de dureza: he matado parte de su inocencia. Me inscribo en el libro de personas que le han hecho daño, de personas que le han de pedir perdón el resto de su vida; inauguro la página uno. Culpable.
Tomamos un autobús. Nos sentamos atrás para que nadie vea mi cara llorosa. Ni la suya; ella parece que viene de un funeral: acaba de morir su primer hijo.
Bajamos del autobús, caminamos hasta su portal, se despide de mí. Me besa en la mejilla, mis labios mentirosos deben de darle asco.
—No pasa nada —repite—. No te preocupes.
Se va. No mira atrás. El ascensor la sube al ático donde vive, el cielo: su hogar. Allí no caben monstruos como yo. Desde abajo, la envidio: he de quedarme conmigo, en el infierno. Me gustaría escapar de mí mismo, huir; pero me persigo allí donde vaya.