Breve historia de amor en tiempos de SMS
Imagen de mujer con máscara. Getty.

Abro hilo

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Vamos a empezar hoy con una sección que se llama «Abro hilo» y que recopila historias que la gente cuenta en Twitter, en más de diez posteos. La primera es de un tal Uriel de Simoni. Publicó esta anécdota en un hilo de Twitter el 3 de agosto de 2019, casi a las ocho de la noche, y causó sensación entre sus seguidores.

Escrito por Uriel De Simoni

Hay algo muy interesante en este relato, y es que el autor avisa desde el inicio que lo que contará no le pasó a él. Dice: «Un amigo que no veía hace mucho un día me sentó. Abrió una cerveza y me contó esta historia. Por conveniencia lingüística y comodidad literaria, la voy a contar en primera persona para darle énfasis a lo que me expresó medio sacado, medio preocupado, un poco en shock». Y después de avisar esto abre la puerta de la historia diciendo, mágicamente:
«Abro hilo».


En la esquina de mi departamento había un bar. Calculo que debe seguir abierto. En ese bar estábamos mi hermano, mi papá y yo. En ese bar nos cobraron de más, un montón de más y papá llamó a la moza. Le hizo un chiste. Dos. Tres. Resolvió el asunto. Pero a mí me gustó la moza.

Debe ser la costumbre de no mirar lo que hace el otro. Cuestión que nunca había prestado atención a la moza, incluso cuando pasaba por la puerta del café al menos dos veces al día.

Papá no me dejó pagar. Nos fuimos. Esa noche volví a pasar. Esa noche miré hacia adentro del bar. Estaba ahí.

En la puerta me prendí un cigarrillo y esperé. Cuando iba por casi la mitad, ella salió, bandeja en mano, me sonrió y me preguntó cómo estaba. Nos quedamos charlando. Me dijo que salía a las doce. Le dije que las doce era un buen horario para una cerveza.

Las doce. Otro cigarrillo, pero uno que fumé con confianza. Ella sale desatándose el delantal, me da un beso en la parte de la mejilla que ya no es mejilla, sino que se transforma en la antesala a la comisura de los labios. Lo sentí en cámara lenta.

Tomamos tres cervezas, charlamos por dos o tres horas y fuimos a mi departamento. Tuvimos relaciones, pero no importaba. Me había gustado ella. Ella en modo tomamos-cerveza-después-de-las-doce. No dormimos juntos, pero quedamos en volver a vernos.

Nos empezamos a ver. Mucho. Empezamos a dormir juntos. A salir de día. A caminar de la mano de día. Bueno, los días que ella tenía franco y yo también. Nos gustábamos, pero ninguno de los dos tenía el valor para ponerle etiquetas a nada.

Nos gustábamos, pero ella dijo «te amo», y de ahí todo fue en declive.

Conocí su casa, en la que ella vivía con su padre. Sin madre. La había abandonado. Conocí sus hábitos alimenticios, sus obsesiones, sus miedos, lo que le gustaba, lo que no. Sus prohibiciones, sus reglas. La conocía. La conocía bien, muy bien. Me gustaba. Pero decidí alejarme.

Seguíamos en contacto, pero levanté una barrera. Un día estaba en mi trabajo. Estaba poniendo paquetes de yerba uno delante de otro, llenando los estantes de colores y de marcas y recibí un mensaje. Era ella. Me quería ver. Quería que estemos juntos. Quería abrazarme. Dije que ese día no era mi día. Que era mejor dejarlo para otro momento.

Me preguntó qué me pasaba. No quería mentir, así que le dije la verdad, o casi toda la verdad. Estaba deprimido, desolado, inseguro. No me alcanzaba la plata y odiaba mi trabajo. Mencioné que el alquiler.

No necesité decir más. No me contestó más los mensajes. No me preocupé tampoco. A los veinte minutos estaba en la puerta, esperando mi horario de salida. Esperó una hora afuera. Esperó una hora afuera con diez mil pesos en un fajo adentro de la cartera para pagar mi alquiler.

Cuando salí dije que no. Un no rotundo. Hasta fingí enojarme. Ella se fue, ofendida. No me daban los números. Trabajaba en un bar. Conocía sus tiempos, su sueldo. No era influencer  de redes sociales. De hecho no tenía redes sociales. Solo un número de teléfono. Dije no.

Pasó un tiempo. Pasó un tiempo en el que no nos vimos, ni nos llamamos ni nos enviábamos mensajes. Sin ese contacto, no podíamos saber qué hacía el otro. Sin redes sociales no sabemos cómo actuar. Ojos que no ven, etcétera.

Hasta que un día llegó un «todavía te amo» por SMS.

No respondí lo que ella esperaba y fue el fin. Los mensajes seguían llegando, pero se fueron espaciando. El tiempo siguió corriendo, mi vida también. La de ella, esperaba que fuese de la misma forma. Llegó un punto en el que perdimos contacto. Desparecimos de la vida del otro.

Yo salí con otras mujeres. Me imaginé que ella con otros hombres. Pero no había certezas. Ella no existía más allá de los mensajes o las llamadas. Me negaba a ser el primero en entablar el contacto y por puro orgullo dejé pasar un año a pesar de que me gustaba. Un año. Es mucho.

Yo era otro tipo. Yo tenía otro trabajo, uno que me hacía feliz. Estaba solo, pero estaba más acompañado que nunca.

Un año. ¡Pum! Un SMS, no un WhatsApp. Un SMS.

«¿Cómo estás? Fui a buscar a mi sobrino al jardín y ahora entro a trabajar. ¿Vos bien? ¿Tu vida?».

Era raro. El mundo daba vueltas. Dejé de trabajar. Dejé de tipear en el teclado. Ella no tenía sobrinos. No tenía hermanos. No tenía Facebook ni Instagram ni Twitter. Ella no existía más allá del bar, de las cervezas, de vernos, de las llamadas, de los SMS. Había pasado un año.

Escribí temblando: «Bien, acá, qué raro saber de vos después de tanto tiempo». No dije «un año», dije «tanto tiempo». 

Y soy curioso. Cúlpenme. Soy así. Tenía que verla, saber de ella.

Sin redes sociales no había forma de encontrarla. ¿Padrón electoral? Nombre demasiado corriente.

Y ahí, un año después dije ¡EUREKA! Si hubiese sido tan creativo en otro campo hoy sería millonario: Facebook funciona con el número de teléfono (también).

Y tipeé: quince, cinco, ochenta y tres… ya saben, en el campo de URL de google.

Jamás tendría que haberlo hecho.

Hasta ese momento jamás había escuchado el término. Se repetía en cada resultado de la búsqueda. Páginas y páginas web. Sitios y sitios en los que aparecía ese número de teléfono. Me dije a mí mismo que no cuesta tanto tener dos teléfonos, pero yo no era ella y ella no era yo.

El término que desconocía era «escort». Para mi un Escort  era un auto, pero tampoco conocía demasiado de autos.

Si vos, lector, sos como yo era en ese entonces, te cuento: Escort es una «acompañante», una prostituta VIP, que le dicen.

Me animé no al primer resultado, sino al segundo. Es la ley de la carta de vinos: nunca pedir el más caro, siempre el que le sigue. Según internet se llamaba «Tabytha». Ella no se llamaba así, pero era ella. Había fotos, muchas fotos. Fotos de su casa, fotos de sus tatuajes.

Era ella. 

Lo peor no era que era ella. Lo peor era lo que decía el sitio. Que permitía el derecho a réplica. Que no censuraba nada. Lo peor era yo sin poder parar de leer. Siendo adicto a las reviews  de los usuarios. Dije USUARIOS. Sí.

Uno compra un lavarropas y deja un comentario. Uno compra un producto y lo recibe por delivery y deja una cantidad de estrellas. Las personas no deberían ser rankeadas. Eso no está bien. Pero son pensamientos. El mundo funciona de otra forma.

Era ella. No era la apariencia física, era cada tatuaje. Era su forma de hablar, las posiciones que le gustaban en la cama, lo que decía, lo que no.

Creo que los escritores de reviews deberían ser literatos. Detalles. Lujo de detalles. Era ella. Era ella y me rompió el corazón.

Contestó que se había mudado, que nos podíamos ver en unos días, que le escriba. Yo no respondí.

Hoy es un recuerdo. Es una consecución de acciones que tenían sentido, pero decidí no ver:

No tenía redes sociales, vestía las mejores ropas, dividíamos los gastos de las salidas, la última tecnología en todo. 

Yo siempre gané más que ella, pero ella podía pagar mi alquiler.

Ella apareció con diez mil pesos cash en la mano sin pedir nada a cambio. Ella apostó a mí como una salida y el que le dio salida fui yo. Ella hoy anda por ahí, con otro celular y otra vida y no sé nada más que lo que dejé que sea.

Intenté contactarla, pero recibí un «no sé quién sos». La busqué por nombre, por apellido, por fotos. La busqué en la que había sido su casa, pero ella ya no existe. A veces sueño con ella y le pido perdón. A veces pienso en ella y le pido perdón. Necesito su perdón y no voy a poder vivir sin él. Perdón.


Así terminó. Mi amigo perdonó, pero una vez escuché a alguien preguntar: «Si un árbol cae en un bosque y nadie está cerca para oírlo, ¿hace algún sonido?». 

Con el perdón pasa lo mismo. Ella no existe. Él tampoco.



Escrito por Uriel De Simoni