Un hombre en la noche me pregunta: «¿Cuánto cobrás?»
Un hombre espera al final de la calle. PXHERE

Crónica narrativa

Audio RevistaOrsai.com Un hombre en la noche me pregunta: «¿Cuánto cobrás?»

Josefina Licitra se tomó un respiro después de una jornada de escritura e intensa e hizo lo que hace la mayoría un domingo por la noche: salir mal peinado y mal vestido a comprar víveres al chino. Pero al volver, una pregunta en forma de acoso la puso a la defensiva.

Me siento cansada, es la noche. Hace doce horas que escribo y tengo el cuerpo en una especie de coma. Decido que es hora de moverme; voy a ir al supermercado. Cierro la computadora, agarro la billetera y salgo. Camino dos cuadras como si los pies fueran de otro. Llevo un jogging viejo, zapatillas y el pelo hecho un nido. Es domingo y avanzo mientras fantaseo con distintas formas de dejar un trabajo: por la puerta grande, por la puerta chica, por las cañerías. En el súper compro un detergente, un Pinolux, algunos huevos, cerveza. Meto todo en una caja de cartón y me vuelvo.

No es tan tarde pero la calle está oscura y vacía. Delante de mí hay una única persona que también camina. Es un tipo rapado y con jeans ajustados. Sus piernas son gruesas y los músculos empujan la tela con prepotencia. Me quedo mirando esa forma rara, tensa —¿ahora se usan así los pantalones?— cuando veo que el hombre se detiene a pocos metros de mi casa. Entonces gira y me mira. ¿Me mira? No hay nadie más en la cuadra: me mira. No sé qué quiere pero no me hago cargo. Sigo caminando con normalidad —estoy tan cansada—, hasta que estamos demasiado cerca. Si avanzo más podría pasar algo feo.

Me quedo quieta, no sé si nota mi miedo. Tampoco sé si tengo miedo, pero debería.

El tipo tiene los ojos vidriosos. Él tampoco está acá, él también sueña con irse.

—¿Cuántho cobráh? —dice.

En mi barrio hay muchas prostitutas. Es raro que ahora no haya ninguna en la cuadra. No están ellas, tampoco está la policía. Estar sola con este borracho es igual que estar sola en el mundo.

No sé qué responder. Solo sé que la pregunta es, también, una amenaza.

—Rajá de acá —contesto. No entiendo por qué digo esto, pero el cuerpo que tenía dormido empieza a reaccionar a la amenaza.

—¡Rajá de acá! ¡Rajá! ¡Fuera! —sigo.

Mi reacción es igual a la del gato hijo de puta que me arañó en el jardín. Por alguna razón que no controlo yo también ataco a mi predador.

—¡Rajá! ¡Rajá, la puta que te parió, quiero entrar a mi casa!

El tipo me mira. Sus ojos de vidrio siguen ahí, nadando en algo que es táctica o desconcierto.

—Paráh, nomáh te preguntéh, ta bien…

Giro con mi caja con detergente, Pinolux, cerveza, y me voy a buscar un policía. No corro. Ni siquiera me apuro. Ni siquiera miro sobre mi hombro para ver si me siguen. A medida que me alejo y que la espuma de la furia va bajando, entiendo que no quiero volver sola a casa. Doy algunas vueltas con la caja a cuestas, hasta que el peso me vence y me siento en una avenida. Veo pasar los autos, las personas, el tiempo. Hasta que miro el teléfono y leo que mi hijo llegó del cine con su padre. Les pido que esperen en la puerta. Recién ahí me animo a volver.

—Me pasó algo horrible —digo—. Se me vino al humo un borracho y me preguntó cuánto cobro.

El padre de mi hijo suelta entonces una carcajada agria y amigable a la vez. Yo en cambio estoy triste, doblemente cansada. Escucho la risa que rebota en las calles, los árboles, las ventanas cerradas. Y no dejo que llegue —no del todo— hasta mí.