Crónica introspectiva
Un gato hijo de puta
No siempre la inspiración fluye en momentos de armonía y paz mental. A Josefina Licitra, nuestra editora estrella, las historias se le presentan con sangre, gritos y rasguños.
Iba a escribir otra cosa, pero pasó lo del gato. Me había sentado con la computadora abierta, cuando escuché los maullidos iracundos y salvajes de dos gatos que se estaban matando en el jardín de casa. Una era Tita, mi mascota de siete meses. Y el otro era un gato hijo de puta que se cree el capanga de la cuadra y que viene siempre a molestarla, aunque nunca había llegado a tal nivel de violencia.
Los dos estaban trenzados en un duelo de mordidas, saliva y sangre, y pronto supe que mi gata corría el riesgo de perder un ojo o un pedazo de cuerpo. Me desesperé, grité, traté de separarlos con terror a quedar atrapada en esa bola de furia, hasta que tomé impulso y logré darle una patada al animal correcto.
El gato hijo de puta se alejó y quedó a unos metros de distancia. Me miró a los ojos. Supongo que me midió. Después avanzó hacia mí con movimientos lentos, de caza.
El segundo que pasó entre esa imagen y el salto entra en una temporalidad distinta. Todavía existe.
Después vino el caos. El gato me saltó al pecho, me corrí a tiempo y logré que solo me atacara en la pierna. Creo que lo pateé, sé que huí. Sé que el gato corrió tras de mí y que por una razón que desconozco no entró a casa. Con Joaquín y mi gata nos encerramos espantados. La gata se meó del susto. Yo casi.
Me miré la pierna. Tenía el pantalón roto en la rodilla y rayones con sangre en varias partes. Llamé a la veterinaria y me mandaron al Durand, un hospital especializado en mordeduras de animales.
A esa altura eran las ocho y media de la noche del sábado y yo no tenía esta columna resuelta. Decidí entonces cambiar el tema y escribir sobre esto. Solo me faltaba un remate.
Pensé en eso mientras transcurría mi primera hora en el Durand. Éramos casi cuarenta personas y había solo dos médicos. Desde que llegué, además, no llamaron gente ni una vez. El algoritmo era claro: a ese ritmo envejecería en la sala.
Me levanté y me fui. Un arañazo de gato no podía ser grave, así que fui al Italiano —donde tengo cobertura— para que me lo solucionaran a otro ritmo. Ahí, entonces, se dio el segundo episodio del día.
En la entrada al hospital, un recepcionista tomó mi carnet, anotó las razones por las que estaba en la guardia y por sistema le pasó mis datos a un segundo empleado que estaba mirando la pantalla. Cuando me acerqué, ese empleado arqueó las cejas y sonrió.
—Sí, me arañó un gato —dije. Tener esa línea en mi historia clínica era vergonzante.
—No, no es eso —dijo entonces—. Yo te leo.
Lo miré. Era un hombre en su uniforme blanco de trabajo, sentado detrás de un vidrio, bajo la luz plana y triste de las salas de salud.
—Quiero comprar el 38 Mujeres —siguió, en relación a mi libro 38 Estrellas—, y soy lector de Orsai.
No supe qué más decir, por afuera de «gracias».
—¿Cómo te llamás? —pregunté.
—Pablo —dijo—. Yo hice el taller de anécdotas con Chiri y el Gordo, decile a ese gordo chanta que las publique como prometió.
Le respondí a Pablo que este año vamos a sacar esa edición de anécdotas. Y le agradecí porque creí que me había dado el cierre de esta historia. No imaginé, entonces, que el remate no estaba con Pablo sino que estaría en casa, ahora, esta noche del domingo, cuando escribo las últimas líneas y al alzar la vista veo una sombra que respira. Y que me espera sentada, paciente, al otro lado de mi ventana.