La construcción de la serenidad no acepta cachorros
Un adolescente y su perro. Getty.

Crónica introspectiva

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En las historias de Hollywood en que hay una madre, un hijo y un perro cachorro de raza, el amor y la felicidad están garantizados. Pero eso queda muy lejos de la realidad de Josefina Licitra.

El año pasado le regalé un perro a Joaquín. Lo veía nervioso, gastado, esforzándose por entrar al Nacional Buenos Aires (ya escribiré sobre ese ingreso) y pensé que una mascota podía humanizar un mundo cotidiano que se había vuelto abrumador. Además, Joa quería un perro. Lo venía pidiendo desde hacía años y yo me negaba porque no quería más responsabilidades. Pero ahora, con mi hijo grande y capaz de hacerse cargo, la del perro era una decisión posible. La tomé.

Durante meses pensamos el tipo de animal. Ale me decía que sacara alguno de la calle, pero mi respuesta se centraba en la condición previsible de una raza. Yo no quería que ladrara, que fuera agresivo o que largara olor. Por eso pensé que un labrador, que solo soltaba pelo y era, según nos habían dicho, algo inquieto los primeros meses, era el tipo de animal que podía estar con nosotros. Contacté un criadero y compré uno negro al que le pusimos nombre desde antes de que fuera dado a luz: Toto. 

La mañana que llegó, Joaquín estaba dando examen. No le dije que ese era el Día D para no distraerlo, pero me organicé para buscar al cachorro y tenerlo en casa cuando Joaco llegara. El encuentro fue en una plaza. El criadero estaba en Valentín Alsina y acordamos ese punto intermedio, en un día de tormenta en el que era difícil mantenerse a resguardo. Toto estaba envuelto en una manta. Era mínimo, temblaba. Tenía un grado de fragilidad que me dio espanto. Lo besé, lo acaricié. «Al comienzo hace mucho pis y mucha caca» dijo el hombre. Apenas lo escuché. 

Toto durmió en el auto y en el sillón del living. Así lo vio Joaquín cuando llegó a casa. No olvido la cara de mi hijo al encontrarse con él: era un encandilamiento construido sobre una conciencia de fragilidad. Lo amaba porque era débil, bello; lo miraba con temor a deshacerlo con la vista. Le saqué una foto. Se la mandé a Ale. «El amor entre el hombre y el perro es un derecho de género» respondió. Ale tiene a Kurt, un border collie mezcla con callejero que es el animal más lindo, humano y leal que vi alguna vez. 

Mi hijo acarició a su perro. Toto abrió los ojos. Y ahí es cuando esta historia cambia por completo.

Apenas Toto vio a Joaquín entró en un raid de vitalidad que no estaba en los planes de nadie. El perrito era un torbellino. Jugaba, corría, mordisqueaba cables, y meaba y cagaba por todas partes, todo el tiempo. No había un minuto en el que no hiciera una de estas cinco cosas. Al principio nos reímos y fuimos tras él. Desenchufamos los artefactos que tenían las tomas al nivel del suelo, y nos dedicamos a limpiar restos de pis y caca sin parar, y cuando digo sin parar quiero decir lo que dije. Así pasó la primera, la segunda y la tercera hora. A la cuarta, empezamos a sentir preocupación y cansancio. 

Durante los primeros tres meses Toto no podría salir a pasear, no podría estar con otros animales y no podría siquiera ir al jardín de casa. El perrito era una bola de fragilidad biológica y cualquier interacción podía matarlo. Nosotros éramos su mundo, y ese no es un peso fácil de entender —hasta que ocurre— ni fácil de sobrellevar. Miré hacia adelante y sentí pánico. Me pregunté cómo haría para trabajar; para salir a la calle. Cómo haría Joaquín para estudiar. 

El resto del día fue raro. Con mi hijo dejamos de hablar. Pasamos el tiempo corriendo detrás del perro de un modo sombrío. 

A la noche nos acostamos en silencio. Joaquín estaba extenuado. Los sábados madrugaba para ir al Buenos Aires  y después era costumbre que tomara una siesta. No había sido posible. Tampoco pudo dormir a la noche porque el perro meó y cagó en su colchón un par de veces. 

A la mañana siguiente Joaquín me despertó con Toto en los brazos. Lo vi doblegado, oscuro, sumido en un desconcierto que no me perdono. Toto me lengüeteó con torpeza. Miré a mi hijo.

—¿Y? —pregunté.

—Pisé caca descalzo —dijo.

No había humor en su frase. 

Entonces me animé a hablar.

—Joa, ¿qué querés que hagamos?

Mi hijo tenía una pelota en la garganta. No hablaba.

—No vamos a poder vivir así —seguí.

Joaquín negó con la cabeza, y entonces abrió una compuerta propia y se largó a llorar con bronca y culpa, con la frustración con que se llora un amor que se fue al mazo. Lo abracé.

—No lo aguanto más —dijo Joaco.

Le respondí que podíamos buscarle otra casa, que la plata no importaba, que lo único importante era nuestra salud mental. Le dije también que lo pensara unas horas, y eso hizo: pasó la mañana con el perro, lo asistió, lo tuvo dormido en su falda y lo vi mirarlo como se mira algo que nunca fue. 

—¿Y? —le pregunté a mediodía.

—No puedo —contestó.

Entonces subí un mensaje a las redes sociales explicando la situación. Pidiendo que nadie levantara el dedo y me catequizara sobre los derechos de los animales y todos sus etcéteras. Y avisando que tenía un cachorro y lo ofrecía gratis a alguien que pudiera darle eso que nosotros no podíamos: una familia tipo. Cuatro personas que estén detrás, que repartan las responsabilidades, que no dejen sola la casa, que no sean como yo, que paso media semana en lo Ale, que no sean como Joaco, que va y viene entre las casas de sus padres separados. 

Ese mismo día el perro se fue con un matrimonio de periodistas amigos, con hijos, que habían tenido un labrador que murió de viejo y que vivían en una casa a quince cuadras de la mía. 

—¿Vamos a poder visitarlo? —preguntó Joaquín.

—Claro que sí —respondieron ellos.

Mi hijo respiró aliviado. 

Nunca más lo quiso ver.

Recuerdo esta historia ahora, un sábado a la mañana, mientras Joaquín duerme con su gata, Tita, a la que sacamos de la calle hace unos meses. Es tal la serenidad que siento que me pregunto de dónde viene, y entonces recuerdo la historia del perro, de nuestro dolor por no ser aptos, de la valentía de mi hijo, que supo decir «no puedo». Y pienso que la tranquilidad no es un estado natural: es una manufactura, un trabajo pesado. Lo contrario al destino, o a cualquier otra cosa que suceda sin esfuerzo. 

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