Todo se parece al mar
Josefina Licitra camina por la playa. Ale Guyot.

Crónica introspectiva

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Según Josefina Licitra (que está pasando el verano en la playa) el mar es la infancia y la montaña el pensamiento. Más allá de eso y por suerte, sus crónicas no se van de vacaciones.

Una crónica de Josefina Licitra
Fotos y segunda voz

Ale Guyot

Exclusivo de

Orsai Digital

Hace años que no vengo a la costa en verano. Un amigo alquiló una casa hermosa en Cariló y esa es la única razón por la que estamos llegando. Vamos a vivir de arriba, tranquilos, en un lugar silencioso. Esa es la promesa que nos trae hasta acá. Y esa es la promesa que se rompe.

Apenas entramos vemos que en la casa hay doce personas más. «Es enorme y hay lugar para todos» dice el anfitrión. Pero observo la escena, que incluye niños, y lo miro a Ale. Como en un duelo de pistoleros, sacamos nuestros teléfonos a gran velocidad. Quisiera que el mío dispare. Busco la página de Airbnb.

Dos horas después estamos en Valeria del Mar. Hace más de veinte años que no vengo a esta zona. La última vez lo hice por trabajo. Yo tenía diecinueve. La revista Cuisine & Vins me había mandado a hacer un relevo pseudo informativo de los cuarenta hoteles y restaurantes del corredor atlántico que pagaban una pauta publicitaria.

El trabajo era extenuante por la cantidad de locales que había que recorrer por jornada, pero sobre todo por la obligación de convivir todo ese tiempo con un fotógrafo acosador. Era un tipo canoso que hablaba pestes de su esposa embarazada, y que a los diez minutos de haber subido al coche con el que íbamos juntos a la costa me puso una mano en la pierna. Esos cinco días fueron un suplicio. 

Al final no me tocó un pelo; ese fue mi triunfo y mi principal trabajo. Pero terminé ese viaje preguntándome si ese —el acoso— era el precio a pagar por querer ser periodista.

Se lo cuento a Ale cuando estamos llegando al balneario.

—Quisiera mirar este lugar con menos asco —digo.

Ale me abraza y me toma la mano como toda respuesta.

El sol está fuerte. Quema. Una vez en la playa salgo a correr con bronca y vuelvo tan vacía, tan al borde del desmayo, que recién entonces puedo empezar a disfrutar.

Ale está dentro de una carpa. Un amigo suyo es amigo del carpero, y el tipo —aplicando alguna regla de amistad transitiva— acaba de regalarnos el alquiler. El carpero se llama Félix. Conversa con Ale como si fueran compinches. 

El balneario es hermoso, tranquilo. Uno de los pocos lugares serenos de toda la costa. Me tiro a la sombra a leer. Ale se va al mar. Lo veo nadar hasta el fondo, cortando las olas con brazadas enérgicas, y estacionarse en la calma que hay detrás de la rompiente. Mi abuelo era igual. Se iba lejos y nos tenía a todos en vilo, esperando la tragedia o el regreso heroico desde algún lugar remoto que recuerdo cercano al horizonte.

Me acerco a la orilla; el agua está fría. Vengo a la playa casi siempre en invierno, y ya olvidé la sensación de entrar al mar. Avanzo. Las olas me dan algo de miedo. Ale sigue flotando en el fondo y no sé si me vio porque sin lentes no ve nada. Una vez salió del agua y casi besa a un pescador.

Uno se enamora de la gente que trae, reescritas, las imágenes de un pasado feliz.

Le hago un ademán exagerado hasta que me registra y hace señas para que vaya hasta allá. Logro negociar un punto medio. Esto es hondo para mí; lo abrazo. Viene la primera ola y Ale me alza como a una criatura —así hacía mi abuelo— en un guiño irónico y dulce a la vez. 

Ese gesto me emociona. Uno se enamora también de la gente que trae, reescritas, las imágenes de un pasado feliz.

Saltamos más olas. Ahora lo hago sola y me divierto. Quizás la pregunta sobre el mar o la montaña —sobre qué prefiere cada cual— sea una pregunta sobre las facetas de la vida. El mar es la infancia y el juego. La montaña es el esfuerzo, y sobre todo el pensamiento. 

Salimos al rato. Me quedo en la orilla y Ale va a la carpa a hablar con su nuevo amigo Félix. Si estos días de playa pudieran mostrarse en un time lapse, se vería esta secuencia repetida al infinito: agua, arena, carpa, Félix.

Ahora Ale conversa y gesticula en exceso. Después viene agitado.

—¿Te acordás del tipo que murió atragantado con una medialuna? 

—Qué pasa.

—Era el hermano de Félix, boludo.

—Decime boluda por favor.

Recuerdo la historia. Ocurrió en noviembre del año pasado en la Fiesta de la Medialuna de Pinamar. El evento tenía una competencia llamada «¿Quién come más medialunas en un minuto?» y Mario —su nombre era Mario—, campeón argentino y sudamericano de boxeo, se descompensó con una medialuna en la boca. No está claro si se atragantó o si fue un pico de diabetes; a las horas murió en un hospital.

Busco la noticia en el teléfono y después miro a Félix, como si necesitara trazar una línea recta entre el pasado trágico y el presente perfecto. Acodado en la terraza del balneario, perdido en su lejanía, Félix parece un titán bronceado, sonriente, con los dientes blancos que contrastan con la piel bruñida del verano. 

Al verlo pienso que todo es caprichoso y lábil. Y que es esa condición terrible la que más me asusta —y me fascina— del mar.

Un niño nada en Valeria del Mar. Ale Guyot.
Una crónica deJosefina Licitra
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