Un cuerpo muerto en la Costanera
El cadáver de una mujer en la costa de La Lucila. Ale Guyot.

Crónica introspectiva

Audio RevistaOrsai.com Un cuerpo muerto en la Costanera

El cadáver de una mujer tirado en la costa interrumpió el paseo de Josefina Licitra, y así nuestra editora vio de cerca su primer muerto. El teleobjetivo de Ale Guyot, su novio, ayudó a crear los detalles de esta crónica repentina.

Una crónica de Josefina Licitra
Foto de

Ale Guyot

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Orsai Digital

Caminábamos con Ale por la costa de La Lucila, en el corredor norte del conurbano bonaerense. Era una mañana vacía y plomiza, con un aire que por momentos se condensaba en llovizna. Esos días son los mejores para ir al río. Cuando hay sol, el lugar se llena de personas vestidas con ropa fluorescente. Pero si está feo solemos estar solo nosotros tres: Ale, Kurt y yo. 

Ale le tiraba palos a Kurt, que iba al agua y volvía en un loop inofensivo y perfecto. Éramos una buena postal. Si alguien nos hubiera visto habría pensado que teníamos la vida resuelta. 

Hasta que, de repente, algo cambió. 

Kurt salió del agua, soltó su palo y se acercó prudencialmente —es un perro cobarde— a un elemento extraño que había a metros de la costa: un manojo de bolsas o de trapos; un amasijo inalterable. 

Pasaron unos segundos hasta entender que eso era un cadáver. Estaba a cuarenta metros de distancia, festoneado por el perfil orgulloso que arma Buenos Aires cuando se la ve de lejos, desde esta parte del conurbano. Los edificios del centro se perdían en la bruma. 

—Esto es Twin Peaks —dijo Ale.

Volví a mirar el cuerpo. No pensé en la policía ni me hice preguntas sobre qué habría pasado con esa persona. El cadáver era un ente absoluto; observarlo resultaba aterrador y fascinante a la vez.

—Voy a buscar la cámara —escuché.

Ale es fotógrafo. Subió a la bicicleta y se fue. Cuando se iba, llegaron las camionetas de la policía y bajaron unos agentes que rodearon el perímetro con un precinto amarillo. Me paré afuera y miré otra vez. Era un cuerpo blanco y chirle como un flan. Tenía shorts claros, zapatillas negras. Parecía una mujer. 

A su lado el río iba y volvía dejando burbujas y suciedad nueva en la playa. Y a unos pocos metros estaban los empleados del bar al que vamos cada tanto. Se llama Dulce María y está decorado con mandalas y frases de autosuperación como «tú eres tu propio jardín» y «vive del arte». Vamos porque tiene buenas medialunas.

De ahí adentro salió un policía. Empezó a caminar en dirección al cadáver y en el trayecto pasó a mi lado. 

—¿Qué se sabe? —pregunté.

El agente dijo que él había tenido que sacar a esa mujer del agua. Que el cuerpo no parecía tener más de unas horas. Que era una señora grande, de unos sesenta años. 

—Tenía todas sus joyas —aclaró.

Afiné la vista; lloviznaba. Era imposible ver las joyas o cualquier otra cosa. Unos policías tapaban el cadáver con una manta de arpillera verde. A lo lejos venía Ale.

—¿Usted puede salir de testigo? —dijo el policía.

A veces me pasa así. Primero acepto y después pienso si estoy de acuerdo.

Crucé el precinto y entré a la zona delimitada. Explicaron que debía mirar el cuerpo y testificar que había visto a una persona muerta con determinadas cualidades. Para eso, pidieron mi documento y se fueron a hablar entre ellos. Quedé a metros del cadáver con la tela encima. 

Ale se paró del otro lado de la franja, atónito.

—Qué hacés ahí.

—Me dijeron que sea testigo.

—Estás loca, vení para acá.

La sensación era extraña. No quería ver un muerto —mi primer muerto— pero tampoco era capaz de salvarme de mi propio morbo.

—No quiero.

Ale empezó a merodear y tirar fotos por afuera del perímetro. Los agentes hablaban entre ellos, miraban cada tanto por debajo de la manta de arpillera y le llevaban información al jefe, un tipo de panza aerostática que apenas lograba salir de la camioneta. 

En el medio llegó la Policía Científica. Un hombre de maletín bajó, cruzó el precinto y miró debajo de la manta. En cualquier momento llegaría mi turno. Me aterraba la idea de ver, pero no podía salir de ahí por propios medios, esto es: usando mi inteligencia.

—Señora —escuché.

No sé qué me provoca más escozor. Un muerto o la palabra «señora» referida a mí.

El policía me miró y lo miró a Ale, a lo lejos, disparando su cámara.

—¿Ustedes son periodistas?

La pregunta me descomprimió el pecho. No quiero hacer referencias épicas sobre el tema, pero no era la primera vez que la palabra «periodista» me salvaba de algo.

—Sí, bueno, soy independiente, pero igual… digamos —quise ser graciosa— no estoy de servicio.

No entendió el chiste; se fue a hablar con otros agentes y después me trajo el documento.

—No puede ser testigo —dijo, y citó una ley que olvidé en el acto.

Me sacaron del perímetro. Rechazada y aliviada, fui corriendo adonde estaba Ale y lo abracé.  

—No te entiendo —me dijo.

Nos quedamos mirando. Ale tomó toda la secuencia con teleobjetivo: cuerpo tapado, cuerpo descubierto, la policía agarrándole una mano y mirando de cerca; cuerpo tapado, cuerpo descubierto, la policía haciendo alguna otra cosa. Seguimos así hasta que empezamos a aburrirnos o a sentir hambre. Entonces nos fuimos. Lo primero que hice, al llegar, fue pedirle a Ale que bajara las fotos para verlas en la computadora. 

Las empecé a pasar.

Es notable que una lente vea más que el ojo humano. Esa cualidad de la fotografía es tan misteriosa como ciertos fenómenos vitales. En las fotos, ampliadas, pude ver el pelo rubio, los anillos dorados en las manos, el torso desnudo con las tetas duras y operadas apuntando al cielo con una prepotencia imperturbable. 

Recién ahí, con el morbo bien alimentado, pude hacerme la pregunta que demanda el periodismo: ¿Qué habrá pasado con esa mujer? Esa muerte no llegaría nunca a los medios y es, por lo tanto, como si el cadáver nunca hubiera estado ahí. 

Eso llama ahora mi atención. Y lo otro que me asombra es la ambigüedad de la imagen: es muy inquietante que una cosa (eso era aquel cuerpo sin historia) pueda parecerse tanto a una persona. 

Una crónica deJosefina Licitra
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Ale Guyot

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