La tranquilidad de los extraños
Una niña sola en el aeropuerto. FLICKR.

Crónica introspectiva

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Josefina Licitra despertó en medio del subte y esos momentos dormida la transportaron, de golpe, a un camino de recuerdos de la infancia.

Una crónica de Josefina Licitra

Me quedé dormida en el subte. Hace mucho que no me pasaba algo así. Un viejo me despertó con discreción y sentí la rareza de volver al mundo —a su prolija línea de tiempo— de la mano de un extraño que me hablaba en sonidos que de a poco se convirtieron en un lenguaje.

—Llegamos a San Pedrito —escuché.

Lo miré atontada, sumida en la confusión que sobreviene al sueño,  y respondí sin pensar:

—No doy más.

El viejo sonrió con un vago aire de derrota, y después se levantó y se fue y me dejó sola y tratando de acomodarme a la vida. Me puse de pie y empecé a caminar. Y mientras lo hacía, recordé las infinitas veces que me había desmayado de sueño en el transporte público.

Todas habían sido durante la infancia.

Yo vivía en Floresta pero iba a la escuela en Barrio Norte —en la otra punta de la ciudad—, así que todos los días seguía una rutina que me encontraba despierta a las ocho de la mañana, cuando iba a clases, y extenuada a las cuatro de la tarde, cuando tomaba el colectivo 5 que me devolvía a casa. Para esa hora no podía mantenerme en pie. Me sentaba en la línea del fondo, cerraba los ojos, y entraba en un túnel que se terminaba cuando alguna mano me sacudía suavemente.

Fueron tantas las veces que me pasé de parada y desperté en Lugano, Soldati o Barrio Copello que mi madre se tomó la costumbre de subir a todos los colectivos 5 que pasaban por mi esquina entre las cinco y las seis de la tarde, hasta dar conmigo y espabilarme ella misma. Después, cuando para alivio de todos el 5 abrió un ramal con terminal en mi barrio, los que se encargaban de despertarme eran los colectiveros. Todavía recuerdo la emoción confusa de volver rápidamente de un lugar muy lejano, de un lugar remoto adentro de los ojos, y de ver un juego de signos que de a poco se iban alineando hasta volverse una imagen: una persona. Un señor. Un señor con camisa celeste, bigotes. Un señor que me hablaba.

—Nena, despertáte.

Viajo sola en colectivo desde los seis años. Nunca sentí miedo. Siempre supe estar alerta. Me dormí y desperté en el regazo de ancianas que en algún momento me habían ofrecido recostarme en sus faldas. Dormí en hombros de tipos. Dormí en hombros a secas, de gente sin cara y sin cuerpo. Cuando al fin mi madre me prohibió sentarme, cuando me obligó a viajar parada aunque el colectivo entero estuviera vacío, me dormí de pie, se me aflojaron las piernas y caí encima de una mujer.

Yo era un chiste, un lugar común de mí misma, un gag que a nadie —empezando por mí— le causaba gracia. Sobre todo porque el truco de viajar parada también fallaba. Llegué a despertar de noche en Puente 12, cerca del Camino Negro —donde terminaba el 92 que me traía de danzas— y a quedar en manos de colectiveros que decían la palabra «nena»:

—La nena se durmió.

—Te mando a la nena.

—Llevá a esta nena de vuelta.

Yo era una encomienda. Tengo que aclarar, para dejar a mi madre a salvo, que ella trabajaba todo el día, que mi padre vivía en España, y que la única forma de desplazarme se basaba en mi capacidad de ser una niña independiente y despierta. Siempre fui independiente. Pero lo otro me costaba. Una vez, en una conexión de aviones —viajo sola en avión desde los diez años— me quedé dormida en una sala de embarque y cuando desperté me puse en la única cola que vi. Creí que iba a España —mi destino—, pero al llegar a la entrada del avión supe que iba a Bolivia. Solo ahí recuerdo que lloré, que me sentí perdida y sola en un mundo en el que no había celulares y en el que mis padres no podían acompañarme de otro modo. Solo ahí me sentí en manos de extraños, pero incluso ahí hubo una azafata, una sola —el resto pidió plata para cuidarme, y en mi casa no había plata— hubo una sola azafata, decía, que corrió conmigo el avión que se iba a Europa y logró pararlo y que reabrieran la puerta.

Ya después, en el colegio secundario, desperté una vez con la mano de un hombre en la entrepierna, debajo del bolso rosa de deportes, y otra vez con otro hombre que se estaba masturbando, y en el acto aprendí que de ahí en más debería mantener los ojos abiertos. Así fue desde entonces. O al menos así me pasó hasta esta tarde, cuando me dormí en el subte y en ese segundo en el que fui despertada pude ver el resplandor de mi infancia, de los viejos tiempos en los que andaba feliz y a la deriva, llena de una incomprensible confianza en el mundo.

Una crónica deJosefina Licitra