Mujica, un presidente imposible

Perfil de personaje

Mujica, un presidente imposible

Imposible que viva donde vive, que vista como se viste y que tenga la historia que tuvo. El Pepe Mujica, expresidente uruguayo, es el hombre más sin corbata de todo el universo.

Escrito por Josefina Licitra
Ilustrado por Leo Barizzoni

Acá.

José Mujica, presidente de la República Oriental del Uruguay, vive acá.

En la entrada del rancho hay una cuerda donde cuelgan las ropas de un niño —pobre—; una casucha de ladrillo gris a medio hacer —pobre—; un desmadre de plantas: juncos, pastos crecidos, yuyos; una hectárea de tierra recién surcada; y perros, muchos perros. Chuchos que circulan con el paso lerdo de los animales viejos y que cada tanto buscan esquinas de sombra allá en el fondo, pasando unos arbustos, en la casa de José Mujica.

Allá. José Mujica, presidente de la República Oriental del Uruguay, descansa allá: en cuatro ambientes de paredes desconchadas donde hay una cocina, un sillón rojo, una perra de tres patas —la mascota de Mujica es tullida— y una estufa a leña. Desde ese bajofondo austero, casi marcial, este hombre emergió infinitas veces —primero como legislador nacional, luego como candidato presidencial— a recibir a la prensa.

Y recibir, en el planeta de Mujica, es un verbo imperfecto. Mujica ha recibido periodistas recién bajado del tractor, sin la dentadura puesta, con el pantalón arremangado hasta las rodillas y con una gota de sudor colgando de la nariz.

Mujica ha recibido periodistas con un afectuoso cachetazo y con esta frase: «Cortala con el bla bla y andá a laburar, que es lo que necesita el país».

Mujica ha recibido periodistas en días preelectorales, con alpargatas pero sin dientes —bueno, ha dado conferencias de prensa enteras sin dientes—, jugando con su perra manca y haciéndose cortar el pelo por un desconocido que había ido a pedirle trabajo.

Mujica ha recibido periodistas la mañana misma de los comicios presidenciales y los ha recibido en pijama, con la barba crecida y con las encías rumiando esta única frase: «A pesar del ruido, el mundo hoy no va a cambiar».

Era, ese entonces, la mañana del veintinueve de noviembre de 2009. Y aunque el mundo no cambió, ese día el Uruguay torció su propio rumbo: con el cincuenta y dos por ciento de los votos —ganados a Luis Alberto Lacalle en un ballotage— Mujica se convirtió en el presidente más impensado del Uruguay y probablemente de la tierra. No solo por su austeridad llevada hasta el paroxismo sino por su pasado, que no es otra cosa que el origen de todo lo demás.

Mujica militó en el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), una guerrilla que nació y se fortaleció al calor de la revolución cubana; estuvo dos veces preso en una cárcel que hoy —maravillas de la globalización— es un shopping; huyó de ese penal en uno de los escapes más espectaculares que tiene la historia carcelaria universal; vio demasiados amigos morir y esperó demasiadas veces la muerte propia; estuvo diez años aislado en un pozo durante la dictadura militar de 1973, donde sobrevivió a la posibilidad de la locura; y llegada la democracia festejó esa sobrevida del único modo posible: arando y militando. Esta vez, desde un marco legal.

En 1995, Mujica devino el primer tupamaro en ocupar un puesto como diputado nacional. Luego fue senador. Después fue ministro. Y a fines de 2009 se transformó en el primer «exguerrillero» en llegar a la presidencia del Uruguay y en completarle el sentido a una lucha ideológica por la que se inmoló buena parte de América Latina.

—El Pepe llegó, primero, porque sobrevivió —dirá días después José López Mercao, compañero de Mujica en la cárcel de Punta Carretas—. Segundo, porque el movimiento armado salió muy honrado frente a la población: siempre estuvo esa idea de que los tupamaros eran buena gente. Y por último, porque Pepe siempre fue un tipo muy humano, muy enamorado, muy zorro y muy austero.

Hoy, Mujica se traslada en un Chevrolet Corsa más bien viejo. No usa corbata. No tiene celular. No tiene tarjeta de crédito. Prohíbe a los empleados de gobierno usar Facebook o Twitter o cualquier cosa parecida. Tiene una esposa —la senadora Lucía Topolansky— tan asceta como él. Y no vive en la residencia presidencial sino en esta chacra de huesos flacos en Rincón del Cerro: un páramo rural a veinte minutos de Montevideo, donde el campo es más un esfuerzo que un vergel.

Mujica pasa aquí sus días desde mediados de la década de 1980, cuando salió del pozo carcelario con la certeza de que —todo junto— volvería a la política y se compraría una granja. Lo acompañan Lucía Topolansky, también tupamara, y tercera en la cadena de mando de Uruguay; Micaela, su perra de tres patas; dos familias que, por no tener lugar mejor donde caerse muertas, fueron a hablar con Mujica y recibieron a cambio un pedazo de tierra dentro de esta misma estancia (por eso la construcción gris a medio hacer; por eso las ropas de niño colgando de una cuerda); y dos hombres uniformados que ahora se interponen en la entrada y dicen, amablemente, lo que vinieron a decir: «Pida una entrevista en la torre presidencial».

Desde que asumió su cargo, Mujica —famoso hasta entonces por su disponibilidad mediática— dio solo tres entrevistas y todas fueron a un único medio. La razón: sus jefes de prensa saben que Mujica habla del mismo modo en que vive —sin cortesías y con la casa en construcción— y, ahora que es un mandatario, quieren cuidarlo. Para eso ponen infinitos filtros y para eso, entre otras cosas, está esta guardia: dos tipos de pecho hundido, acompañados por un perro labrador que se tira panza arriba y recibe mis caricias.

—Esta es la casa del presidente —dice uno.

—Además el presidente no está —dice el otro.

—Ah —digo yo.

Nos miramos en silencio.

Atrás de estos dos hombres se ve la ropa gastada pendiendo de una soga, la casa a medio hacer, los juguetes de niño entre los pastizales. Pero lo que no se ve es lo otro: el inmenso cúmulo de duda que se yergue sobre este escenario de insólita simpleza.

Porque José Mujica vive acá, eso está claro. La pregunta es cómo eso es posible. La pregunta es por qué.


—Yo no quería que Pepe fuera presidente.

Julio Marenales es uno de los líderes históricos del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros y es visto por Mujica como «un hermano». Militaron juntos, juntos cayeron en el penal de Punta Carretas, juntos también se fugaron, y juntos, aunque separados en distintos establecimientos, padecieron diez años de encierro en los pozos cuartelarios. La distancia entre Marenales y Mujica llegó recién en este último tiempo: Mujica fue avanzando en el terreno político, mientras que Marenales, si bien respalda a Mujica, se quedó en la organización. Hoy representa el ala radical y se ha transformado en una suerte de guardián de la pureza ideológica del Movimiento.

—El Pepe no puede hacer una presidencia con las ideas que tenía como tupamaro. Ha tenido que adaptarse. Se amoldó al pensamiento general del Frente Amplio, que es una fuerza donde hay trabajadores pero también empresarios, y a los empresarios les gusta el sistema capitalista. Por tanto las ideas que sustentó el compañero Mujica años atrás las tiene, supongo, en el congelador. Es decir: el Pepe no va a hacer la revolución. Lo que no quita que este sea, por lejos, el mejor gobierno que tuvo este país.

Marenales sonríe: tampoco tiene demasiados dientes. Algo pasa con los tupamaros y sus dientes. Quizás sea el paso del tiempo, pero tampoco: el tiempo se ha vuelto una forma cortés de explicar las cosas. A Marenales, en cualquier caso, siempre le dijeron El Viejo. Ahora tiene ochenta y un años pero arrastra ese apodo desde que tenía treinta y tantos. En ese entonces, junto a Raúl Sendic (máximo líder de la organización, ya muerto y hoy mítico) fundó el Movimiento que luego albergó a Mujica y a buena parte de la cúpula que hoy gobierna el Uruguay.

Una historia muy breve, puerilmente breve, del MLN-T sería más o menos así: los tupamaros surgieron públicamente en 1966 en apoyo a una revuelta de cañeros de azúcar (los asalariados más pobres del Uruguay) y en un contexto de presión social fuerte: el fin de la posguerra europea había traído aparejado una mayor producción industrial en el Primer Mundo, y eso significaba que América Latina había empezado a llenarse de productos importados y a ver la debacle de su industria nacional. Hacia 1968, Uruguay dejó de ser «la Suiza de América» y se metió de lleno en el fango latinoamericano: empezó a tener despidos, problemas gremiales, militarización de los espacios de trabajo y un endurecimiento del Estado que hacía flamear el fantasma de un golpe militar.

En ese contexto surgió el MLN-T: una organización armada que —alentada por el triunfo de Fidel Castro en Cuba— creía que la revolución era un destino posible y cercano, y que en cuestión de meses logró crear su propia mística. Cada vez más gente simpatizaba con el MLN-T. Esto se debe a que los tupamaros no tenían el gatillo fácil y a que empezaron a emprender maniobras delictivas que muchas veces favorecían a las clases bajas. Además de los procedimientos estándar (robo de armas, de bancos, vaciamiento de financieras, secuestro de algún embajador, etcétera) cada tanto detenían un camión de mercadería y la repartían entre los asentamientos de la zona.

Esa propaganda hizo que la organización creciera de un modo exponencial. Hacia 1971, el Movimiento, que había nacido con doscientos miembros, llegó a tener cinco mil integrantes activos, con un radio de influencia de treinta mil personas, y eso lo transformó en el fenómeno de más rápida acumulación de fuerzas en la historia de cualquier asociación política. Fue ese crecimiento —y lo dicen ellos mismos— lo que los arruinó. A más gente, empezó a haber también más errores. Para el momento en que llegó la dictadura militar —que en Uruguay sucedió entre 1973 y 1985, con el golpe de estado de Juan María Bordaberry— el Movimiento estaba débil, con demasiadas muertes a cuestas, propias y ajenas, y con muchos miembros en la cárcel. La cúpula militar aprovechó esa flaqueza y le asestó el mayor golpe a la organización: identificó a los nueve cabecillas del MLN-T y los confinó durante diez años en calabozos subterráneos ubicados ya no en cárceles, sino en cuarteles. A esos hombres se los llamó «los nueve rehenes»; eran el recurso que tenían los estrategas de la dictadura para asegurarse de que el MLN-T no siguiera accionando: cualquier movimiento en falso y les mataban un líder.

Los nueve rehenes fueron Mauricio Rosencof (escritor, actual director de la división de Cultura de la Intendencia de Montevideo), Eleuterio Fernández Huidobro (hoy senador), Raúl Sendic (muerto en París en 1989), Henry Engler (experto en neurociencias), Adolfo Wassen (muerto de un cáncer de columna meses antes de salir en libertad), Jorge Zabalza (hoy distanciado del Movimiento), Jorge Manera (también distanciado), Julio Marenales y José Mujica.

De todos ellos, se dice que Henry Engler y José Mujica fueron quienes salieron más perturbados. Engler, hoy establecido en Suecia, fue candidato al Nobel de Medicina y protagonizó un documental —El Círculo— que cuenta su proceso de locura en el encierro. Y Mujica, bueno, él dice que llegó a hablar con ranas y hormigas. Marenales tiene una explicación para esto: «Si pasás doce años en un espacio de un metro cuadrado, las experiencias son tan limitadas que tenés que hacer un gran esfuerzo por distinguir si las cosas las pensaste, las viviste o las soñaste. Todo el movimiento se hace con la mente y eso es peligroso. Todo, en un punto, puede volverse ficción».

Marenales jadea cuando habla: es apenas una aspiración de más, el comienzo de una asfixia que luego se apaga. Sus manos son grandes —ha sido carpintero— pero el resto de su cuerpo se ve pequeño, delgado, incluso joven. Los años de confinamiento deben significar algo en el aspecto de este hombre: hay un tiempo muerto en el rostro de Marenales; un velo invulnerable.

La última vez que lo detuvieron, en 1972, Marenales arrojó sobre su captor una granada que no explotó. En respuesta recibió catorce tiros de metralla.

—Sobreviví de milagro —dice—. Todos —agrega— han sobrevivido de milagro.

A unos metros de distancia, un ventilador echa aire sobre una bandera de los tupamaros. La casa huele a papeles viejos. Todo acá parece más viejo que sus años. Este lugar existe desde 1986, cuando terminó la dictadura. Y ya en 1989 se decidió que el MLN-T seguiría funcionando y mantendría este local, pero se integraría al sistema político con otro nombre, el Movimiento de Participación Popular (MPP), al que Mujica pertenece. El MPP, a su vez, pasó a integrar el Frente Amplio: la coalición de partidos de izquierda que desde hace dos períodos —primero con Tabaré Vázquez y ahora con Mujica— gobierna el Uruguay.

En un rincón de la sala principal hay un cesto de basura forrado con un afiche de Mujica. Se lo ve peinado, limpio: presidenciable.

—Lo bañaron para esa foto —bromeará después Eleuterio Fernández Huidobro.

—Al Pepe lo pusimos nosotros —dice ahora Marenales—. Siempre trabajamos como colectivo. Más allá de las características personales de cada compañero, nosotros no creemos que la historia avance sobre la base de hombres brillantes.

—¿Pero por qué eligieron a Mujica y no a otro?

Marenales se acomoda la montura de los lentes —dorados— sobre los huesos —finos—, se reclina hacia delante, habla:

—Porque el Pepe tenía una ventaja. A nosotros en el Frente Amplio no nos querían mucho. Decían que éramos unos palurdos. Pero Pepe tenía tres apoyos: el de nuestras espaldas, porque en el Movimiento lo hemos sostenido como hemos podido. El de su propia historia, porque Pepe viene de trabajar la tierra y nunca sintió la bota del patrón arriba, siempre trabajó más o menos por cuenta propia. Y el de los de abajo. Fueron ellos los que lo llevaron a la presidencia. Por eso el Pepe tiene un gran compromiso con la gente humilde. Y tenemos que ayudarlo a que lo cumpla. Porque no lo está cumpliendo.

Marenales no ha querido ocupar cargos en el Gobierno. Hay quienes dicen que esta negativa responde a que está clínicamente loco —un oportuno sinónimo de «inadaptado»—, pero quizás exista otra forma de verlo: para que haya un Mujica dirigiendo el país, debe haber un Marenales diciéndole al oído: no olvides.

—No olvides lo que alguna vez fuimos. No olvides el objetivo. Eso le digo. Lo que pasa es que lo veo cada vez menos.

En las casi inexistentes fotos de esa época, hay una imagen que lo tiene a Marenales de perfil. Es 1968, lo están llevando preso a Punta Carretas, y lo que se ve es un hombre de nariz recta, pelo renegrido, ceño fruncido y rostro hermético. El hombre sólido que Marenales fue y sigue siendo. Un hombre planeando, en ese mismo instante, su fuga.

«Shopping Punta Carretas»: eso se lee en la entrada. El nombre está tallado sobre el ingreso al centro comercial, en un frontis de principios de siglo XX, en el mismo lugar donde antes decía «Cárcel de Punta Carretas». Antes todo esto era gris, pero ahora tiene el color que la imaginación neoliberal reserva para estos casos: beige. Todas estas mierdas siempre son beige.

A la izquierda del ingreso hay un Mc Café, a la derecha un restaurante que dice Johnny Walker, y al fondo está el shopping, que es igual a todos los shopping de la tierra: pisos relucientes, bolsas con moño y el vapor de una música que no llega a ser fea: es fría.

Cuesta imaginar en qué parte de este lugar habrá estado Mujica; en qué parte estos tipos habrán tramado su fuga. ¿En el local de Lacoste? ¿En el de medias Sylvana? Ahora hay un techo de vidrio y se puede ver el cielo, ¿pero antes? ¿Qué tamaño tenía el cielo de antes? En la sede del MLN-T, a espaldas de Julio Marenales, había una maqueta de la cárcel: se veía, en corte transversal, un penal de casi cuatrocientas celdas divididas en dos planchadas de cuatro pisos cada una, separadas por un patio central.

Allí —aquí—, en 1970, llegó Mujica con el cuerpo cosido a balazos, luego de haber pasado tres meses en el Hospital Militar. El derrotero había empezado tiempo atrás en el bar La Vía, el lugar al que había acudido Mujica —junto a otros tupamaros— para planificar el robo a una familia millonaria de apellido Mailhos. Esa noche un policía reconoció a Mujica acodado en la barra y llamó para pedir refuerzos. Cuando llegaron, Mujica ayudó a escapar a sus compañeros pero no pudo zafar. Un policía lo encañonó; estaba nervioso. «Ojo, que se te puede escapar un tiro», le dijo Mujica.Y el tiro se escapó.

Mujica llegó al Hospital Militar con seis balas en el cuerpo. Pero vivo. Y tres meses después fue enviado a Punta Carretas: un lugar que —en comparación con lo que vendría después— se parecía bastante a una escuela de adolescentes pupilos.

Allí —¿aquí? ¿se puede seguir diciendo «aquí»?— los militantes formaban nuevos compañeros (delincuentes comunes que terminaron sumándose al Movimiento) y entrenaban su costado estoico para hacer la revolución: sus celdas estaban limpias, sus cuerpos eran atléticos, y sus cabezas, en fin, a esta altura se entiende cómo trabajaban las cabezas de estos tipos.

—Yo daba cursos de táctica y enseñaba a hacer explosivos —contó Marenales en la sede del MLN-T—. El nivel de exactitud de los dibujos era muy alto. Si en una parte había que hacer un tornillo y el compañero dibujaba un redondel, entonces yo le decía: esto no es un tornillo. Es un clavo. El tornillo tiene una ranura para el destornillador. A ese nivel de detalle. Había que ser prolijos. Con los explosivos te equivocás y es la única vez que te equivocás.

Cada vez más presos comunes empezaron a ver en los tupamaros un grupo admirable, y algunos ladrones sumaron su conocimiento a la causa: enseñaron, por caso, a hacer un boquete en la pared en apenas un minuto, trabajando ya no sobre los ladrillos sino sobre la mezcla que los une. Gracias a eso, todos los muros del penal, e incluso algunos techos, tenían su agujero y todas las celdas estaban secretamente conectadas entre sí. Esa ingeniería permitió la histórica huida del seis de septiembre de 1971.

—Queríamos armar un plan de fuga que no solo significara volver a la libertad, sino que fuera un duro golpe para el gobierno —dijo Marenales—. Queríamos abochornarlos.

El trece de agosto de 1971, a las siete de la mañana, tras el primer control de presos en las celdas, los internos empezaron a cavar debajo de una cama. Metían la tierra en bolsas confeccionadas previamente con las sábanas del penal, y esas bolsas iban debajo de la cucheta. Cuando esa superficie se llenaba, se abría el boquete que conectaba las celdas y se pasaba las nuevas bolsas a la cama del cuarto de al lado. Así, en absoluto silencio, dos pisos del penal se saturaron de escombros. La requisa de pisos sucedía cada veintitrés días, y es por eso que los tupamaros tenían poco más de tres semanas para hacer cuarenta metros de túnel.

José López Mercao, celda contigua a la de Mujica, luego recordará esta anécdota:

—Una vez el Pepe agarra y dice: «¡Rápido! Tapen todo que el penado de arriba que es terrible ortiva está golpeando y dice que hay ruido acá abajo, ¡tapen que se nos cae todo!». Nos pusimos locos. Metimos escombros, encajamos yeso, lo pintamos arriba, le pusimos secante y después nos quedamos esperando; nunca en mi vida hice algo tan rápido. Y cuando terminamos ese viejo hijo de puta nos dijo: «No, era pa’ver qué tiempo llevaba tapar todo nomás».

Luego de trabajar más de quinientas horas sin parar —y de atrasarse un día—, en la noche del seis de septiembre de 1971, ciento once hombres (ciento seis guerrilleros y cinco presos comunes) se dieron a la fuga en un operativo que ellos mismos denominaron «el abuso».

—El abuso —dirá López Mercao— porque lo que hicimos fue un abuso.

Los uruguayos tienen ese humor.


—El abuso se le ocurrió a Mujica. Había varios planes de fuga, pero la más famosa nació en una idea de Pepe. Él tuvo la idea de perforar todas las paredes. Y luego esa idea era como la invención de la rueda: abría varios planes de fuga; servía para muchas cosas más.

Eleuterio Fernández Huidobro es, aparte de senador nacional, el otro tupamaro al que Mujica denomina «hermano».

—Pepe siempre fue pragmático. Estaban los teóricos, que para hacer una cosa la complican, y estaba Pepe, que venía de trabajar la tierra. Como dice el aforismo, el Pepe piensa como Aristóteles pero habla como Juan Pueblo.

Huidobro está acodado sobre una mesa de bar. Su forma de mirar —esquiva— sumada a la gordura y el cansancio de su rostro —flojo— hacen pensar que este hombre alguna vez estuvo más entero. Hay años que duran para siempre: tal vez sea eso.

Hay años que no terminan nunca.

Al igual que Mujica, Huidobro estuvo en Punta Carretas, salió con «el abuso», pasó por la Cárcel de Libertad (insólitamente ubicada en un pueblo llamado Libertad) y terminó en los cuarteles: sótanos con celdas de 1,80 x 0,60 donde los nueve rehenes debieron pasar diez años de su vida. Esa última etapa fue brutalmente distinta de las anteriores: los rehenes eran separados en grupos de tres —cada terna iba a un cuartel distinto—; los presos estaban completamente aislados entre sí; prácticamente no percibían comida ni bebida; no los dejaban ir al baño; y menos aún recibían cartas o visitas.

Huidobro compartió cuartel con Mauricio Rosencof y Mujica. Apenas podían comunicarse, pero a lo largo de los años lograron ponerse de acuerdo en un punto: no había que enloquecer.

Rosencof empezó a escribir mentalmente: eran poemas de versos cortos, a veces de una única palabra, para que fueran más fáciles de memorizar:

Yo / no / estoy / loco, / digo. / ¿Por qué / me miras? / Yo / no / estoy / loco, / digo. / Ronda / el cuervo, / dice. / Miro / su nido.

Cosas así escribía Rosencof, quien consiguió entablar largos diálogos con su calzado y al salir del penal publicó su bello, inolvidable libro de poemas Conversaciones con la alpargata. Huidobro, por su parte, pasó años enteros imaginando que corría por la playa y meaba en cualquier lado. Y Mujica se hizo amigo de nueve ranas y comprobó que las hormigas, si se las oye de cerca, se comunican a gritos.

En Mujica, la completa biografía escrita por Miguel Ángel Campodónico, Mujica sintetiza de este modo su paso por los cuarteles: «Yo no soy afecto a hablar de la tortura y de lo mal que lo pasé. Incluso, me da un poco de bronca porque he visto que a veces ha habido una especie de carrera medida con un ‘torturómetro’. Gente que se complace en repetir ‘ah, qué mal la pasé’. Y lo que yo digo es que la pasé mal por falta de velocidad, por eso me agarraron. En definitiva, la vida biológica está llena de trampas tan inconmensurables, tan trágicas, tan dolorosas, que lo que me pasó a mí fue una pavada».

Y lo dice: una pavada.

A partir del tercer año de encierro, los nueve rehenes empezaron a recibir material de lectura. No había permiso para ciencias sociales o novelas, pero daba igual: todas las palabras a esa altura eran ficción. Mujica se dedicó a las matemáticas y a la revista Chacra.

—Después, el Pepe me ponía al tanto de sus lecturas y me hablaba de la Pampa húmeda —dice Huidobro. Pero cuando dice «hablar» en realidad se refiere a otra cosa: con el paso del tiempo, Rosencof, Huidobro y Mujica idearon un sistema de diálogo mediante golpes en la pared. De acuerdo con este modelo, las letras del abecedario estaban divididas en grupos de cinco. El primer golpe identificaba el grupo, y el segundo golpe daba el orden de la letra dentro de ese grupo.

—Cuando le tomábamos la mano, hablábamos hasta por los codos. Es como un segundo lenguaje que te queda para siempre.

—¿De qué hablaban con Mujica?

—Él generalmente me hablaba de agro, de cómo mejorar la productividad del campo. Igual, cuando tenés mucha hambre, hambre por años, no hay comunicación que no empiece o termine en comida. Con Pepe hablábamos de boniatos, chanchos, vacas, pero en realidad estábamos hablando de chuletas.

Por falta de bebida y alimento, Mujica se enfermó gravemente de la vejiga y los riñones. No queda claro qué tenía, pero sí se sabe que necesitaba ir seguido al baño, que no lo dejaban salir de su celda y que hoy tiene un solo riñón. Para curarse debía tomar dos litros de agua por día. Pero en las buenas rachas los militares apenas le daban una taza. Con esa taza Mujica terminó haciendo lo único posible: recicló sus propias existencias. Bebió su pis. Todos allí bebieron su pis.

Años después, cuando en los cuarteles advirtieron que la situación de Mujica era clínicamente grave, los carceleros empezaron a hidratarlo con una cuchara de té y permitieron que su madre, Lucy Cordano, le llevara una pelela.

Era una pelela rosa.

Desde ese momento, Mujica llevó su pelela bajo el brazo cada vez que lo cambiaron de cuartel —eso sucedía cada seis meses—, y también lo hizo en 1983, cuando las presiones de organismos internacionales lograron que los nueve rehenes fueran trasladados al Penal de Libertad.

—Cuando después de diez años nos devolvieron a Libertad, asunto por el cual peleábamos, para nosotros fue un paraíso —dice Huidobro—. Nosotros éramos felices, a los más altos niveles de felicidad que tú te puedas imaginar, porque teníamos medio paquete de cigarros y un lugar donde ir a mear.

En Libertad había media hora de recreo por día, los reos discutían de política y hasta se jugaban partidos de fútbol. Pero Mujica no mejoraba. Nada lo sacaba de su propio encierro. Finalmente lo vio un médico y se tomó la decisión: Mujica trabajaría en el cantero floral del penal.

Algo volvió a Mujica, cuando Mujica volvió a la tierra.


—He dicho por ahí que soy casi panteísta —dijo en la biografía de Miguel Ángel Campodónico—. Y cuando digo que hablo con las plantas, por supuesto que no estoy diciendo que realmente hable con ellas, sino que trato de interpretarlas. Hay una multitud de lenguajes, de señales, que naturalmente a partir del momento que los conozco me despiertan admiración. Son todas formas organizadas por la naturaleza para mantener la lucha por la vida. Un terrón debe ser un laboratorio entero, tan complicado que el hombre no está ni en condiciones de remedarlo. Se puede ser religioso por analfabeto. Pero también se puede tener una actitud religiosa cuando se empieza a saber y se comprende que no se sabe nada.

El catorce de marzo de 1985, cuando cayó la dictadura y Julio María Sanguinetti asumió la presidencia de Uruguay, los nueve rehenes fueron amnistiados y puestos en libertad.

Mujica salió del penal con la pelela en la mano, florecida de caléndulas.


Un hombre llega en moto Vespa al Parlamento. Tiene el pelo alborotado por el viento, un pantalón de jean, campera negra, bigote. Deja la moto estacionada en la entrada.

—¿Cuánto piensa quedarse? —le dice el guardia.

—Si no me rajan antes, cinco años —contesta el hombre.

Esto —dice una leyenda que nadie niega con mucho énfasis— habría sucedido el primer día en que José Mujica, primer tupamaro diputado, llegó al Parlamento. Era 1995 y en esa misma jornada —transmitida por cadena nacional— tomaba juramento como presidente por segunda vez Julio María Sanguinetti, por lo que el precinto estaba lleno de embajadores, mandatarios invitados, jerarquías de la iglesia y solemnidades varias.

Pero Mujica entró así: pelos revueltos, jeans, ninguna corbata.

—Yo pensé: van a creer que es una maniobra publicitaria —dijo Huidobro en el bar, días atrás—. Ellos no saben, como yo sé, que la campera es nueva. Que el vaquero es nuevo. Que se peinó. Y que nunca más volverá a estar tan arreglado. Como le decía Sancho al Quijote: «Cada quien es como Dios lo hizo, y aún peor muchas veces». Aún peor.

La llegada de Mujica al Congreso significó un cambio para la política uruguaya. Primero, porque se modificaron los usos y costumbres de la Cámara —por ejemplo, llegó el mate a las sesiones legislativas—, y en segundo lugar porque esa formalidad arrastraba una modificación de fondo: Mujica usó su banca para recorrer el país e incorporar a sus discursos lo que ya tenía, desde chico, incorporado a su vida: la presencia de los sectores rurales.

Mujica —hijo de una floricultora y de un padre ganadero que se fundió y se murió pronto— dio su primera disertación en el Palacio Legislativo sobre el tema del pasto.

Y del pasto pasó a la vaca que se comía al pasto. Y de la vaca pasó al país ganadero.

—Los que creían que el Pepe era un problema de comunicación pasajero, un producto efímero, erraron —dijo Huidobro—. Pepe fue uno de los mejores diputados de esa legislatura, un brillante orador. Él le ha dado voz a todo el interior uruguayo y ha tenido una especie de noviazgo entrañable con el público.

La llegada a Diputados fue solo el comienzo. Cinco años después, Mujica fue electo senador. Y en 2004 su figura resultó clave para que la izquierda, comandada por el moderado Tabaré Vázquez, llegara por primera vez al poder. Mujica participó del gobierno de Vázquez como ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca, y emergió airoso de ese cargo. Tanto que en el 2009 ganó por paliza las internas del Frente Amplio para ser candidato presidencial, y encaró las elecciones nacionales con propuestas impensables para cualquier candidato del siglo XXI.

Mujica propuso discutir la propiedad privada de las grandes extensiones de tierra, levantar el secreto bancario, «importar» campesinos de Perú, Bolivia, Paraguay y Ecuador para que trabajen las zonas rurales «porque los montevideanos pobres acá no lo hacen» y resolver el tema de la drogadicción «agarrando a los adictos del forro del culo y metiéndolos p’adentro de una chacra».

Propuso, en fin, tomar el toro por las astas. Lo que traía dudas operativas —¿cómo se haría?— y dilemas coyunturales. Conforme Mujica empezó a hablar, se entendió que el mayor contrincante no estaba en otro partido, ni siquiera en otro cuerpo: el mayor peligro de Mujica era, en parte, su mayor capital político: su desusada franqueza. La honestidad de Mujica llegó a su punto cúlmine en octubre —a días del ballotage que definiría la presidencia a favor suyo o del liberal Luis Alberto Lacalle— cuando salió a la venta el libro Pepe Coloquios: una extensa entrevista donde Mujica —solo por dar un puñado de ejemplos— dice que la Argentina «no es un país de cuarta, no es una república bananera», pero tiene «reacciones de histérico, de loco, de paranoico»; que «en Argentina tenés que ir a hablar con los delincuentes peronistas, que son los reyes»; que «los porteños tienen la manía de venir a bañarse acá y les gusta, porque es un paisito parecido al de ellos, pero más suave, más decente»; y que «los radicales son tipos muy buenos, pero son unos nabos».

Es decir: Mujica no dijo nada que nadie piense. Pero el mundo de la política impone sus cortesías y así fue que Mujica relativizó la mayor parte de sus dichos, salió a pedir disculpas de inmediato, bajó drásticamente sus encuentros con la prensa —una medida que aún se mantiene— y logró ganar el ballotage con un 52,53% de los votos.

«Este mundo es puro maquillaje: que esto no se puede decir, aquello tampoco… ¡La libertad está hipotecada! Una de las ventajas que tiene ser viejo es decir lo que uno piensa. Pero eso parece armar un revuelo de la puta madre que lo parió.» Eso dijo Mujica días antes de la primera vuelta electoral, en una entrevista con la revista mexicana Gatopardo, cuando ya se estaba hablando del desastre del Pepe Coloquios.

Serán, entonces, las ventajas de ser viejo. El próximo veinte de mayo, Mujica cumplirá setenta y seis años.


—Cómo le va, Rosencof, estoy en Montevideo. ¿Se acuerda que habíamos quedado en vernos?

—Nena…

—…

—Vos sabés que estoy en el hospital. Se me desacomodó el marcapasos, no sé qué lío de cables hicieron estos tipos…

—…

—…

—¿Está internado entonces?

—Sí, nena, esto… estamos en la era de la ortopedia. Me estoy desintegrando.


Renguea. Caminando por el pasillo del Palacio Legislativo, Lucía Topolansky, sesenta y seis años, la senadora más votada del Parlamento, tercera en la línea de sucesión a la Presidencia, tupamara, compañera —ella no dice «esposa», no dice «mujer», dice «compañera»— de José Mujica, avanza con un moderado desacomodo en la cadera.

El Parlamento está desierto; es febrero. Los pasos resuenan de otro modo.

—Entrá —dice Topolansky. La sigo. Su despacho es pequeño: nueve metros cuadrados donde hay algunas carpetas, una ventana, un escritorio. Sobre la mesa de trabajo hay papeles, una caja con té de uña de gato y una pequeña tortuga de madera verde que mueve la cabeza como diciendo «sí». Topolansky —cabello corto, blanco, discreto— acaricia suavemente la tortuga.

—Decime —dice. Y le digo. Le hablo de la revista. De nuestras buenas intenciones. Topolansky escucha con una sonrisa que viene acompañada de algo más: de una amable escenificación de la distancia. Todo el mundo dice que esta mujer es dura. En tiempos de militancia clandestina la apodaban «la tronca» por lo macizo de su cuerpo, y probablemente no solo del cuerpo.

Entre 1970 y 1985, Topolansky estuvo presa casi todo el tiempo. Cree que ese encierro fue necesario.

—El pueblo apreció mucho que los dirigentes del MLN no se exilaran, se quedaran en Uruguay jugando la suerte de su pueblo. Toda nuestra dirigencia estuvo presa y eso a la gente le cayó bien. Esos hechos generaron prestigio. Puede parecer muy sujetivo, pero son esas razones del alma que quedan grabadas en la gente.

Topolansky es hija de una familia de clase media acomodada del barrio Pocitos y estudió en el Sacre Coeur, una escuela de monjas que se hizo conocida —entre otras cosas— por su insigne caligrafía conocida como «letra Sacre Coeur». De ahí que no quede claro por qué dice «sujetivo». Ni por qué más adelante dirá «produto» o «adatarse». Hay quienes dicen que podría tratarse de una pose, pero esa hipótesis anula —o deja en un segundo plano— la posibilidad de la culpa.

Lo cierto es que Topolansky —pantalón color crema, camisa de gasa blanca— dice «sujetivo» y después, a diferencia de cualquier sindicalista argentino, se aguanta vivir del modo en el que habla. Y eso sucede desde hace mucho.

Y eso, quizás, deba ser suficiente.

Topolansky se alistó en el MLN-T a los veinte años, y desde el comienzo dio muestras de un carácter. Era 1969 y en ese entonces trabajaba en Monty: una financiera que, descubrió Topolansky, llevaba la contabilidad en negro de prácticamente todo el gabinete de ministros y de los capitostes de la oligarquía uruguaya. Cuando supo la verdad, Topolansky se preguntó qué grado de complicidad tenía con eso y qué debía hacer: si irse o denunciarlos.

Tomó las dos opciones. Se enroló en el MLN-T con su información privilegiada y junto con el Movimiento logró que todas las fotocopias de los libros contables terminaran en la puerta de la casa de un juez y desataran un escándalo político que se llevó puesto a un ministro de Hacienda. Además, claro, se fue de su trabajo.

—Cuando sos una gurisa pensás las cosas con otra cabeza. De repente, a la edad que tengo ahora le hubiera puesto más reflexión al asunto. Pero pertenezco a la generación sobre la que impactó la revolución cubana y las cosas hay que verlas en ese contexto. Estábamos convencidos de que podíamos hacer la revolución. Convencidos. Y cuando tú estás motivado, obviamente el riesgo se ve de otra manera.

En esos tiempos, en alguna de las tantas reuniones clandestinas, Topolansky —dicen que era hermosa— conoció a José Mujica. Estuvieron juntos unos meses, pero luego ambos terminaron en la cárcel: ella en Punta Rieles (desde donde se fugó, aunque luego volvió a caer presa) y él en Libertad y luego en los cuarteles. Más allá de alguna carta en los primeros tiempos, el resto del noviazgo estuvo marcado por un largo, interminable silencio.

También a eso sobrevivieron.

Cuando habla de su compañera —en el libro de Campodónico— Mujica lo hace de esta forma: «Como los dos andábamos solos terminamos juntándonos. En la formación de nuestra pareja hubo un factor de necesidad, fue una especie de mutuo refugio. Nos reencontramos en una época bastante particular, bien diferente a la que habíamos dejado atrás. Creo que alguna vez se lo dije en una carta: cuando uno se aproxima a los cincuenta años piensa que una compañera debe ser una buena cocinera. El amor tiene entonces mucho de amistad, de cosas que faciliten la convivencia. Y creo que todo eso es lo que nos ha mantenido juntos, encajamos fenómeno».

Una necesidad, un refugio: el amor para ellos era esto.

—En aquellos años en que andábamos a las corridas todo era ya —dice Lucía Topolansky—. Era muy difícil el después. Todo era hoy, ya, porque mañana no sé si voy a estar, y toda relación humana quedaba atravesada por esa urgencia.

—¿Pero no había flechazo?

Algo se ablanda —se aclara— en el rostro de Topolansky.

—Por supuesto que existe la afinidad, el amor, el flechazo, la química o ponele el nombre que quieras.

—O sea que podía existir, entre militantes, un pensamiento como «qué lindos ojos tiene».

—Claro. Eso es lo único que te sostiene. Te aferrás a esas cosas. La relación con Pepe pasó por tres etapas: la de los ojos lindos, luego una larga etapa de separación donde el recuerdo de eso te sirve como un oxígeno, y después una etapa que es esta, en la que logramos reencontrarnos y reconstruir todo.

En 2005, Topolansky y Mujica se casaron en la cocina de su chacra. Los testigos fueron los vecinos —unos que viven en el mismo terreno, y otros que tienen un quincho en la esquina— y el evento duró poco más de una hora. Esa misma noche, el ocho de octubre, Pepe fue a un acto del MPP y mostró la libreta.

—Sí. Un día a Pepe se le ocurrió casarse y nos casamos.

—¿Pero te gustó la idea?

—Ehh… psé… en realidad en concreto no me varió en nada, ¿no? Yo siempre fui medio anarquista desde chica, veía cómo mis tías y mis primas se complicaban la vida para casarse, así que siempre tomé opciones de andar media libre. Sin ninguna atadura. Y bueno, yo no tuve ataduras de ningún tipo.

Silencio.

—No sé qué habría pasado si hubiera tenido un hijo en esa época. Pero no tuvimos.

Ni en esa época ni en ninguna otra. Mujica y Topolansky no han tenido hijos. Les duele.


Este es el quincho de la esquina. Acá celebró José Mujica cuando ganó las elecciones. Acá reunió a su gabinete de ministros. Acá trajo al venezolano Hugo Chávez cuando quiso agasajarlo, en 2007. Y acá, en tiempos preelectorales, montó su despacho. El lugar se llama «El quincho de Varela», queda a cien metros de la chacra de Mujica y consiste en una construcción rectangular, con techo de paja y paredes de ladrillo, ubicada frente a un campo recién arado.

El lugar pertenece a Sergio «El Gordo» Varela, también apodado «el mugriento»: un comerciante mayorista de alimentos que no da declaraciones a la prensa y que durante la campaña se encargó de comunicarse con distintas empresas del Centro de Almaceneros para pedirles fondos que financiaran el acto de cambio de mando.

El interior del quincho de Varela luce así: hay un piso de layota desgastado, un techo del que cuelgan dos banderas —una del Frente Amplio, otra del Uruguay—; varias imágenes del Che, Neruda, Allende y Chávez, mesas hechas con tablones donde alguien pintó «Pepe presidente», un puñado de perros astrosos, y juguetes de niño tirados por el suelo.

Una mujer gruesa y de ropas desteñidas se acerca, espanta los perros, se limpia el sudor de la frente y dice:

—Bueno, esto se arregla un poquito más cuando vienen ellos.


Los funcionarios del gobierno que pertenecen al Movimiento de Participación Popular (MPP) tienen tope salarial. Lo máximo que pueden ganar son treinta y siete mil pesos (mil novecientos dólares), y eso significa que la mayoría —entre ellos Huidobro, Mujica, Topolansky y el ministro Eduardo Bonomi— cobra en mano apenas el treinta y cinco por ciento de su sueldo. Los excedentes van al Fondo Raúl Sendic (donde se otorgan microcréditos a proyectos —en su mayoría cooperativos—, sin tasas de interés, sin papeles firmados y sin la exigencia de pertenecer al Movimiento) y a un Fondo Solidario con el que se auxilia a los militantes del MPP que estén pasando por una urgencia económica.

En su despacho, Eduardo Bonomi, ministro del Interior, considerado la mano derecha de Mujica en el gobierno, explica el tope salarial de esta manera:

—Es muy fácil dar lo que te sobra. La cuestión es dar lo que no te sobra.

—¿Pero nunca te da ganas de comprarte un televisor de plasma?

Bonomi se masajea el labio inferior.

—Eh… Yo vivo en una cooperativa de viviendas. A esta altura terminamos de pagar la cuota entonces solo pagamos los gastos comunes. Tenemos un auto del 94… A ver: la austeridad de Pepe es única, pero que Pepe haya llegado no es casual.

—¿Nada cambió en Mujica?

—Operativamente Pepe tiene más responsabilidad. Pero es la misma persona. Sigue levantándose y haciéndose el mate y escuchando los pajaritos. Pero casi todos somos así. Yo me levanto a las seis, escucho las noticias…

—¿Pero no hay ninguna pose por parte de Mujica?

—No, es así. Es así. Él es así. Qué pose. La vida del Pepe es muy sencilla y pasa por la tierra. Cuando uno sale de licencia y se va al monte o a la playa, Pepe se va a trabajar la tierra. Y los domingos, mientras todos descansamos, él madruga para trabajar la tierra. Si no hace eso, no descansa. La tierra es el lugar donde Pepe ordena sus ideas. Cada cual es como es.

Otra vez se toca: su labio inferior es —se ve— mullido.

—El problema es que Pepe tiene una cultura mucho más alta y grande de lo que representa su forma de hablar.

El despacho de Bonomi es ministerial pero austero: hay maderas lustrosas, muebles fuertes, sillones y cortinas de pana. Si cruzara la puerta de su oficina, Bonomi saldría a la galería del ministerio y vería un edificio igualmente fuerte y medido: apenas cuatro pisos balconeando sobre un patio central, y en el medio un obelisco con la inscripción «Homenaje a los caídos». Dispuestas sobre el monumento, distintas placas de bronce recuerdan el nombre de los agentes policiales muertos en servicio.

Alguien tiene que haberse reído de todo esto.

Bonomi fue acusado hace veinte años de matar a un policía. El veintisiete de enero de 1972, el Inspector Rodolfo Leoncino, jefe de seguridad del penal de Punta Carretas, esperaba el colectivo cuando recibió un fogonazo de disparos. La orden, dicen las acusaciones, la habrían ejecutado cuatro tupamaros, entre ellos Bonomi. Pero la habrían dado, desde la cárcel, tres militantes entre los que estaba José Mujica.

—Cuando salí en libertad, amnistiado, fui a parar con unos jueces y lo primero que me preguntaron fue si tal día a tal hora había hecho tal cosa, y respondí: «Me siento políticamente responsable de todos los hechos realizados por el MLN». «Pero no le estamos preguntando eso, sino si tal día a tal hora…» «Bueno: yo le estoy respondiendo que me siento políticamente responsable de todos los hechos realizados por el MLN.» Cinco veces preguntaron y dije lo mismo.

El labio. Vuelve a tocarse el labio.

—Y cada vez que me preguntan respondo: me siento políticamente responsable de todos los hechos realizados por el MLN.

Bonomi —saco azul, pantalón gris, corbata— tiene lentes, una barba espesa y una voz profunda: todos estos tipos tienen la voz honda, encallada en algo que debe ser el pasado y su aspereza.

—Cuando durante la campaña de Mujica se rumoreaba que, de ganar, yo sería ministro del Interior, por acá circulaban mails acusándome de esto y de cosas nuevas también. Así que cuando asumí, en la Escuela de Policía, me tocó hablar y dije que yo sabía que habían circulado mails y que no me quería hacer el bobo y que entendía que los votos que había tenido el Frente Amplio no eran un apoyo a eso que se acusaba sino mirando el futuro con un modelo de Nación con participación de los trabajadores, los productores y los intelectuales. Y les cayó bárbaro.

Bonomi vuelve a masajearse el labio.

Treinta años atrás, un tiro le partió la mandíbula y hoy no puede abrirla demasiado.


Costumbres de la época: cuando José López Mercao se resistió a un arresto, los militares le metieron cinco tiros y lo remataron en el suelo con un sexto balazo que le atravesó la boca. Lo creyeron muerto pero no murió: los médicos navales lo encontraron y lo llevaron al Hospital Militar. Allí recibió cuatro litros de sangre y se enteró de la presencia de Mujica: el cuadro político del que solo conocía el nombre.

Era mayo de 1970.

—Me acuerdo que un día vino un médico con el uniforme militar puesto y me dijo: «Qué huevos que tiene Mujica, se afirmaba en la camilla y decía ‘no me dejen morir, yo soy un combatiente’. Le dimos trece litros de sangre, que huevos tiene».

López Mercao recuerda y sonríe: tiene un rostro macizo, oliváceo, y una sonrisa por la que asoman dos dientes levemente recortados en su vértice interno: López Mercao sonríe —cuando sonríe— como un niño. A su lado está Isabel Fernández, su compañera, y por la casa rondan sus dos hijas. Todos viven en un departamento muy austero de El Cilindro, un barrio de clase trabajadora de Montevideo. En las paredes hay reproducciones de Modigliani y Van Gogh. En los rincones hay grandes ceniceros que acunan los cigarros fumados. En el living hay muebles de caña y una computadora culona. En los aparadores hay fotos recientes tomadas con una sencilla cámara de rollo: hasta las fotos nuevas parecen viejas.

López Mercao, quien alguna vez se pensó que sería el jefe de prensa de Mujica —finalmente no fue— hace el relato de toda la historia que se cuenta en estas páginas: habla de Punta Carretas, del abuso, del Penal de Libertad, de la incertidumbre de los nueve rehenes, de la llegada al poder como un baño de sentido. Y lo cuenta con un hablar grave y pausado: el Negro —le dicen «el Negro»— tiene la voz endurecida por el humo.

—¿Y vos has soñado con todo esto? ¿Te han llegado estos recuerdos en sueños?

—No —dice—. Yo no sueño.

Afuera está oscuro y llueve; suenan los grillos. Una de las hijas se acerca y busca música en la computadora del living.

—Bueno —dice Isabel—, cada vez que él da alguna nota o se reúne con compañeros en un asado y recuerdan cosas, yo después lo noto distinto. Con los años la cosa se fue apaciguando pero yo noto que te quedás mal, Negro. Yo noto que te quedás como triste. Noto que soñás.

La hija —Evelina— pone un tema de la banda uruguaya Cuarteto de Nos. El tema se llama «El día que Artigas se emborrachó», hace alusión al primer libertador uruguayo —mítico héroe nacional que murió exiliado en Paraguay— y termina con esta estrofa: «Se emborrachó, porque la guerra perdió / y se emborrachó, porque alguien lo traicionó / se emborrachó, y la patria se lo agradeció / ¡Whisky para los vencidos!»

En términos generales la letra es graciosa y encima aquí hay cerveza, así que todos reímos. Pero el Negro, a través de sus lentes de montura fina, con el codo en la rodilla, cavila.

—La historia uruguaya es rarísima, los héroes históricos son todos derrotados con honor —dice—. Para la historia ser un triunfador no trae réditos. Miralos a Artigas, Aparicio Saravia, Leandro Gómez, Batlle Ordóñez. En general, vos vencés acá y cagaste. Pero te transformás en ídolo. Miralo al Pepe si no. Poné la otra que me gusta a mí.

Evelina obedece y pone otra. Afuera la lluvia sigue y en algún momento el Negro se levanta, tira una colilla por la ventana y se va a buscar el auto para llevarme al hotel.

—Yo te quiero contar algo, porque él nunca lo cuenta —murmura Isabel cuando su marido se va. Y luego dice esto: que al Negro le llegó una indemnización por veinte mil dólares. A los muy heridos parece que les llega, y el Negro y su mandíbula tienen puntaje suficiente para entrar en ese club. Pensando en el futuro —en sus hijas, en las operaciones maxilares— el hombre mandó los datos. Y desde que los envió empezó a dormir mal.

Una noche, Isabel encontró a su marido diciendo «no puedo».

—No puede aceptar ese dinero. Me dijo: si lo aceptara, si buscara una compensación, sería como arrepentirme. Y yo le dije Negro, es tu cuerpo, son tus huesos, la mandíbula rota es tuya. Yo no puedo meterme en eso. No aceptes la plata si no querés aceptar la plata. Y ahí se habrá sentido liberado, porque se puso a llorar.

Isabel tiene cuarenta y seis años, ojos celestes, cabello rubio: si cada edad iluminara con una luz propia, podría decirse que a esta mujer la alumbra una luz de veinte años. En eso pienso —en la nobleza de su rostro— cuando el Negro toca el timbre para avisar que está en la entrada, esperando en el auto.

El regreso al hotel es en silencio.

La avenida 18 de julio, el asfalto mojado, el ritmo menguante de las calles céntricas: la ciudad parece una película muda; solo se oyen los neumáticos.

—Bueno —el Negro detiene el coche—. Lo último que puedo decir es que fueron los años más lindos de la vida nuestra. No especulamos con nada. Lo dimos todo. Y ahora vivimos en un ejercicio de interpelación periódica con aquel gurís que fuimos a los veinte años. Yo no quiero hacer a los sesenta cosas que me hubieran avergonzado a los veinte. Quiero irme de la vida sin amputar partes de mí. Quizás a los otros compañeros le pase lo mismo.

Eso es lo último que dice el Negro antes de despedirse con un ademán seco —apenas una palmada— y de dejar abierta una pregunta: si esta historia debía ser sobre José Mujica, o sobre la maravilla colectiva que permitió que exista, con sencillez absoluta, José Mujica.

Este texto es, de algún modo, una larga respuesta.

Escrito por Josefina Licitra
Ilustrado por Leo Barizzoni