El perro con ojo de agujero
Mario Bellatín. LA TERCERA.

Relato de ficción

El perro con ojo de agujero

Un cuento inédito de Mario Bellatin (Ciudad de México, 1960) Su novela «Salón de belleza» figura entre los mejores veinte libros en lengua castellana de los últimos años.

Escrito por Mario Bellatin
Ilustrado por Matías Tolsà

En este país, durante los últimos cuatro años, han muerto miles de personas en circunstancias violentas. Aparte de la inusitada cantidad de víctimas, lo que llama la atención es la crueldad y el aparente absurdo con que esos crímenes han sido llevados a cabo. En medio de esta violencia desatada, mi amigo Camilo se encuentra internado en el hospital. Padece de un cáncer que comienza a generalizarse, producido quizá por no haber atendido a tiempo su condición de portador de VIH. Mi amigo Camilo es un personaje militante. Ha participado en cuanta campaña le fue posible a favor de los derechos de las minorías. Ha emprendido también empresas a favor de que la gente se haga lo más pronto posible exámenes para conocer su condición de portador o no del virus del VIH. Resulta curioso que precisamente una persona con su historial no se hubiese realizado nunca una prueba semejante. Cuando se lo pregunté me dijo, mirándome fijamente a los ojos, que había tenido miedo de los resultados. Cuando volví a inquirirle que él sabía perfectamente que un resultado positivo detectado a tiempo daba a las personas la posibilidad de llevar una vida normal, se echó a llorar. El caso es que cuando descubrieron la presencia de un cáncer linfático en su cuerpo tuvimos que enfrentarnos a un problema añadido: Camilo nos prohibió que le informáramos a alguien, y menos a su familia, la presencia del virus en su sangre. Mantuvimos esa actitud cerca de una semana. Yo hablé, a regañadientes, con su médico de cabecera para solicitarle que llevara el caso con discreción. Camilo en ese entonces, dueño aún de una fuerte vitalidad, apelaba que era un derecho que tenía como individuo decidir quién debía saber o no la verdad sobre su cuerpo. Nosotros —hablo de mí y de otro amigo— escuchábamos en silencio sus alegatos y pensábamos que en algún aspecto podía tener razón. Mientras tanto, los médicos y enfermeras entraban y salían del cuarto. Hacían pruebas diversas. Sacaban el cuerpo de Camilo de la habitación y lo devolvían unas horas después, generalmente extenuado. Cuando los médicos ya tuvieron el caso en orden, es decir, cuando llegaron a un punto donde estaban casi seguros de las condiciones del paciente y de las medidas que tendrían que llevar a cabo, nos dijeron que no podían seguir manteniendo la discreción. Acto seguido llenaron en la cabecera de la cama de Camilo una hoja colocada sobre una tabla donde decía la totalidad de enfermedades que padecía el paciente. Se trataba de la hoja de ruta que, a partir de entonces, iban a seguir los empleados del hospital para tratar de sacar adelante el caso. Cualquiera que entrara a la habitación podría leerla. Es lo que pasó. Lo hizo su madre y desde ese momento el problema mayor no pareció ser el tratamiento que debía seguir Camilo, sino la confrontación que llevaron una madre y un hijo por haber sostenido una relación basada en la mentira. La madre —una científica reconocida— dijo algo alterada que aquella situación, de ver a su hijo consumiéndose por la enfermedad, la había descrito en uno de sus ensayos más conocidos, donde menciona situaciones que son difíciles de explicar. Haber descubierto que su hijo era víctima de cáncer, la llevó al suceso que describió en su libro, donde hablaba de una institución conocida como la Ciudadela Final. Ese edificio, ubicado en las afueras —en un área determinada del país que se conoce como el Paraíso de las Mujeres Asesinadas: Ciudad Juárez— donde internan forzosamente a las personas afectadas por enfermedades transmisibles, fue creado con el fin de evitar que el contagio se difunda entre la población. Aquel escrito relata una sociedad en la que los habitantes, por razones bastante complicadas que tienen que ver con cierto perfil de carácter político, aceptan de buena gana la reclusión y rechazan muchas veces el libre albedrío. Algunos ciudadanos incluso piden, a pesar de encontrarse sanos, ser confinados. Lo hacen porque en líneas generales las condiciones de vida dentro son menos difíciles que en el exterior, pues para de algún modo acallar las protestas que ese método de confinamiento suscita en el mundo, se dota a los recluidos de ventajas con las que no cuentan las personas sanas. Algunos de los internados son jóvenes adictos a las drogas, pese a que en la Ciudadela Final está prohibido el consumo de estupefacientes. La madre habla en su ensayo del tráfico de sangre infectada —que reciben quienes desean tener un motivo real para ser ingresados— a cambio de remesas de anfetaminas que son introducidas a través de los rombos de las alambradas. La Ciudadela Final está rodeada por una cerca que la humedad ha llenado de óxido. Durante la noche de verano a la cual se refiere la madre en la primera parte de su libro, un miembro de la Banda de los Universales se acerca a la institución acompañado por uno de sus más viejos perros de pelea. La madre denomina Banda de los Universales a los grupos de jóvenes que en las ciudades industrializadas el sistema relega a los suburbios. Una vez que está ante los rombos de fierro, el Universal del que habla la madre se quita la camisa, las botas militares y el estrechísimo pantalón amarillo que lleva puesto. El pálido cuerpo queda desnudo bajo la luz de una luna que ilumina un campo desierto. Lo único que conserva son unas muñequeras de las que sobresalen unas puntas de acero. El perro de pelea que va a su lado comienza a lanzar leves gemidos. Lo hace señalando con el hocico el interior de la Ciudadela Final. El perro solo tiene un ojo. En el lomo luce una serie de tajos ocasionados seguramente por alguna de las tantas peleas a las que ha sido sometido. Se inquieta al sentir que unas personas se acercan por el otro lado. Aparecen entonces tres jóvenes de edades parecidas a las del Universal. Como todos los recluidos, están vestidos con un overol azul oscuro en el que está cosida la insignia de la institución. Preguntan si el Universal ha llevado las pastillas. Dicen además que no es necesario que se quite la ropa. El Universal no contesta. Le da al perro la orden de calmarse. Entrega una serie de tubos de pastillas y ofrece luego la vena del brazo derecho acercando aún más su cuerpo a la alambrada. Uno de los recluidos saca del bolsillo una jeringa con una sustancia oscura. A través de los rombos, el Universal recibe la sangre infectada sin hacer ningún gesto. Los recluidos desaparecen después en la penumbra. Antes le aseguran al Universal que no cabe la posibilidad de un error. Han mezclado la sangre de los tres. Al verlos correr, el perro da un brinco. Quiere seguirlos. Emite un par de gemidos antes de callar nuevamente. El Universal mira la huella que la aguja ha dejado en su brazo. Después de repasar los dedos sobre el punto escogido espanta al perro y se viste con lentitud. Se demora al ponerse las botas. Recoge luego la jeringa abandonada en el suelo y, con un movimiento brusco, la arroja al otro lado. Una vez que la madre se calma, empieza a llamar, allí en el cuarto de hospital, a Camilo como su hijo el guerrero. Como un personaje lo suficientemente fuerte como para remontar el cáncer. Parece que pretende convertir a su hijo en un elemento de algún próximo libro, no donde describa las cosas difíciles de explicar como en el anterior sino las fáciles de entender. Es de ese modo cómo a partir de entonces mi amigo Camilo queda en manos de las indicaciones que están escritas en la tablita clavada sobre su cabecera. La primera quimioterapia no presenta resultados negativos mayores. Mi amigo Camilo sale del hospital con la cabeza rapada y un par de dientes menos —se trata de los dientes falsos que tienen que ser extirpados a cualquier persona que se enfrente a un tratamiento de esa naturaleza—. Una de las primeras acciones que realiza es ir a su bar preferido, reencontrarse con sus amigos de siempre. Me rehúso a acompañarlo. Principalmente porque sé que, a diferencia del establecimiento descrito por la madre en el libro, mi amigo Camilo llevará su libertad a límites insospechados. Ingerirá la mayor cantidad de cocaína posible para después hacer un recorrido por los cuartos oscuros buscando tener sexo sin protección. La segunda sesión de quimioterapia es más severa. Mi amigo Camilo ya no sale con el ánimo de costumbre, aunque no deja de ir al bar y darse algún par de toques. En la tercera va del hospital directamente a casa de su madre, quien trata de atenderlo lo mejor posible prestándose incluso —después de seguir un curso improvisado por las mismas enfermeras del hospital— a inyectar ella misma a su hijo las sustancias revitalizantes necesarias para alguien que ha pasado un proceso semejante. La madre en una ocasión se pinchó un dedo durante el proceso. Camilo no aguantó la cuarta sesión. Sus órganos dejaron de funcionar. Fue desahuciado en el hospital. Sin embargo, sigue con vida. Acaban de descubrir que el cáncer se ha extendido por todo su cuerpo. Esperan que se recupere de este viaje de ida y vuelta a la muerte para que, en sus cinco sentidos, diga si quiere vivir o no. Mientras tanto, siguen apareciendo fosas clandestinas en la parte norte del país. Acaban de apresar a un grupo de niños sicarios, y a un hombre que reconoció haber hecho desaparecer con ácido cerca de trescientos cadáveres él solo.

Escrito por Mario Bellatin
Ilustrado por Matías Tolsà

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