Somos agentes sanitarios de nuestra pequeña existencia
Una mujer subiendo una escalera. ALE GUYOT.

Crónica introspectiva

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Le preguntamos a Josefina Licitra, nuestra editora estrella, cómo está llevando los días de aislamiento y en su respuesta pudimos observar detalles de su intimidad. En sus palabras, no hace más que confirmar lo que todos pensamos: necesitamos nuestra libertad y no sabemos qué hacer sin abrir la puerta de calle.

Una crónica de Josefina Licitra

—Esto va a ser duro, tenemos que estar fuertes —le dije a Joaquín.

Hacía un día que habían dictado la cuarentena y yo sentía que había que tomar medidas. No sabía cuáles. Me creía Jodie Foster en el cuarto oscuro en esa escena terrible de El Silencio de los Inocentes. La idea del enemigo invisible me llenaba de miedo. No al virus. El fantasma era yo misma. Me preguntaba en qué clase de persona era capaz de convertirme después de tantos días de encierro.

—Nos vamos a organizar —le dije a Joaquín, pero sobre todo me lo dije a mí misma—. Cada uno tiene que poner su parte para que esto funcione.

Mi hijo me miró tranquilo. Nunca sé si sus ojos de estanque son su forma de encubrir el miedo, son la herencia de su papá —mucho más sereno que yo— o son la marca de agua de la adolescencia: una pátina de sinsentido desde la que mira todo, también esta crisis.  

Joaquín se encogió de hombros, como si este fuera apenas el comienzo de una larga lluvia. 

—No me molesta quedarme. Con mis amigos estamos bien así —contestó. Y se fue a su cuarto.

De repente, los juegos en red que desprecié tantos años y por los que tuve infinitas peleas pasaron a ser la balsa que ayudaría a mi hijo a surfear este encierro. Lo dejé ir sin mucho argumento en contra, esperando que él midiera su nivel de ocio improductivo como un liberal que confía tontamente en la regulación natural de los mercados. Por supuesto, sin mi intervención —y sin la ayuda del colegio, que empezó a paso lento el uno de abril— la vida de Joaquín se fue un poco al carajo. Con el paso de los días, cuando vi que cada vez se levantaba más tarde y que una tarde se tiró a dormir la siesta dos horas después de haberse levantado, entendí que el enemigo de la casa era la cama. Y que yo tenía que intervenir. 

Agarré un papel. Armé una tabla de actividades y horarios. Puse una hora para levantarnos —yo más temprano que él—, otra para hacer gimnasia, otra para leer y un horario final para que cada uno se fuera a dormir. En el medio, yo debía trabajar y él podía jugar, pero ambos teníamos que suspender para lavar los platos, ordenar y limpiar la casa, cortar el pasto, sacar yuyos y —en el caso de Joaco— agarrar las pilas de fotos digitales que tenemos arrumbadas en carpetas virtuales y armar videos —los nuevos álbumes de fotos— para que queden organizadas en algún tipo de relato. 

Le leí todo este pergamino cuando lo desperté de la siesta. Con una mano le acaricié la cabeza y con la otra le mostré la lista. Todavía me sorprenden mis modos castrenses. Creo que más de uno, en estos días, habrá descubierto al milico que lleva adentro. Al principio Joaquín se resistió. Hubo gritos, portazos, me dijo «no te soporto», se encerró en el baño y tuve que esconderle las llaves por miedo a que se fuera de casa.

Hasta que pasados unos días, esa rutina tirante empezó a suavizarse y la repetición de tareas se volvió una anestesia. El tiempo era una categoría en suspenso, una nube en la que nos hundíamos, sin dolor y sin placer, mi hijo y yo. Una mañana me desperté cantando Everyday is like Sunday (Cada día es como domingo), un tema de Morrissey, y entendí que mi cabeza había estado buscando —y finalmente había encontrado—la banda de sonido de esta vida que no es otra cosa que un relato que se muerde la cola a sí mismo.

Hace un rato, por vez número quince, armé el plan de gimnasia para que Joaquín y yo hiciéramos juntos. Él eligió una película y se puso a hacer bicicleta fija —tanto me cargaron por comprarla, y ya ven— y yo armé un circuito nuevo para repetir, según mi cálculo, cincuenta veces. El itinerario consistía en dar una vuelta por el patio y subir una escalera que hay en el fondo de casa. Me iba a cansar, pero esa era la idea. Empecé a correr. Las primeras subidas fueron fáciles. Pero pasados unos minutos sentí los primeros músculos, y para la vuelta quince me costaba coordinar el escalón con el pie y retener el número de subida en el que estaba. «Tengo que anotar cada vuelta —pensé entonces—. Tengo que hacer un palote».

Y fue ahí, cuando me encontré evaluando trazar una raya que me ayudara a medir el tiempo, que recordé a las presas de 38 Estrellas: un libro que publiqué hace un año y medio y que narra la historia de treinta y ocho militantes políticas que se fugan de una cárcel uruguaya en la década del setenta. Para contar ese escape hablé con muchas mujeres que no solo relataron su fuga sino que contaron en qué consistía la vida dentro del penal. La forma de resistir, dijeron, estaba en el respeto radical por las rutinas. Tenían horarios para todo. Para levantarse, para hacer gimnasia, para armar los grupos de lectura, para enseñar y aprender, para cocinar y comer, para hacer artesanías en cuero, lana, tela. Para bañarse, dormir, conspirar. Las tupas —eran casi todas tupamaras— habían armado su propio reloj, y sobre ese hilo de tiempo construido por ellas habían caminado, como equilibristas, hasta el final del encierro.

Durante años pensé que esa reacción tan metódica respondía a la disciplina militar de los movimientos de izquierda. Pero ahora, mientras corro fatigada y porfiada por la brevedad de mi casa, veo que las estrellas respondieron al encierro de un modo intuitivo y sentimental. Y que necesitamos el orden, las agendas, las listas, aunque sea para romperlas un día. Y para no volvernos locos hoy. 

Se lo dije por WhatsApp a Rodolfo Palacios, que sabe mucho de presos y se me hizo, de repente, una voz de referencia superior a la de un médico. Y Rodo me dio la razón. «Si no te ponés actividades, la cabeza se va para cualquier lado —dijo—, tira mucho la cama, no hay horario y uno se termina comportando como el preso que está ahí juntando tristeza y malos pensamientos. Yo también tengo una escalera, y la subo y la bajo». 

Nos reímos a desgano y después cambiamos de tema, pero desde entonces vuelvo cada tanto a esa escena común de la escalera. Y pienso en Rodo, en mí, en todos nosotros, y nos veo librando esta batalla diaria y silenciosa contra el peso de nuestra alma, y noto que nadie sale a flote de una forma tan original. Todos revolvemos en la misma caja de herramientas. Cuando tomamos aire para sermonear a nuestros hijos y tratar de rescatarlos de esa peste que no es el coronavirus, sino el pantano de escepticismo que nos chupa, estamos siguiendo el ABC de nuestra especie. Estamos sobreviviendo a la amargura. Por eso a las nueve de la noche, cuando se me da por aplaudir, lo hago también por nosotros: los que no somos médicos ni enfermeros. Los que sin la menor vocación de encierro saltamos sobre nuestra baldosa no como milicos, no como soldados, sino como agentes sanitarios de nuestra pequeña existencia, a la espera de que esto termine y recobremos, al menos, una forma de salud: la de nuestra libertad de abrir todas las puertas y salir a la calle. 

Una crónica deJosefina Licitra