Los plateístas de la vida ajena
Joven y vieja pareja en la playa. Getty.

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En su carta de esta semana, Juan Sklar pone la lupa en quienes militan el deseo ajeno para reforzar sus propias convicciones. ¿Por qué quieren transformar su goce en una visión de mundo? Y sobre todo, ¿para qué quieren convencernos?

Querido Hernán, llevo casi quince días viviendo con mis suegros en la costa. Convivir con una pareja es asistir a una obra de teatro de una sola escena, que se repite al infinito, con mínimas variaciones. El otro día mi suegra entró a la casa sonriendo:

—Conocí a un alquimista —dijo.

Mi suegro no pudo esconder la sonrisa.

—Me dijo que hace queso de kefir —dijo ella.

—Seguro que está envenenado —respondió él.

—Bueno. Le compré medio kilo.

Mi suegro se rió y su esposa también. Esta es su escena: ella se copa con algún plan delirante y lo arrastra a él, que se queja o se burla, pero termina comiendo queso de kefir, viajando a la India, haciendo equinoterapia o cultivando cannabis medicinal.

Al mismo tiempo, luchan. Ella trata de que él deje de ser un cínico, y él trata de bajarla a la realidad. Un poco ceden, pero en el fondo nunca aflojan. Y son felices.

Tanto nos han roto las bolas con crecer, madurar y transformarnos, y al final la clave del amor pareciera ser no claudicar nunca. Porque el día en que ella acepte que el mundo no tiene arreglo o que él se vuelva creyente, se separan.

Mis viejos son parecidos pero al revés. Él solo ve lo bueno, incluso en la mierda más abyecta. Ella tiene una queja hasta en las playas del caribe. Y llevan juntos treinta y seis años.

En mi última sesión de terapia me estaba quejando de que en mi pareja la experimentación sexual, si bien sucede, no sucede tan seguido como yo quisiera. Mi psicólogo, un viejo amargo como la vida, me dijo:

—¿Y por qué no se busca otra? Seguro que entre sus lectoras está lleno de perversas con ganas de hacer todo eso que usted fantasea.

Me quedé callado, buscando una respuesta honesta. Pero el tipo no me dejó hablar:

—Lo que pasa —dijo— es que a usted lo enamora pervertir a la mujer moral —lo miré con un poco de bronca—, y ella es su cómplice. Porque lo que quiere es eso, que la arrastren. Todo mientras fantasea con enderezarlo. No quiere un hombre recto, quiere rescatar al cachivache.

—¿Y cuál es el problema? —respondí.

—Ninguno, pero por favor: deje de quejarse de lo que lo hace feliz. Usted y su mujer.


Ni ella ni yo vamos a claudicar en nuestras posiciones. No mientras estemos juntos. Va a haber entregas y concesiones, pero la lucha va a seguir hasta el final.

La madurez es una mentira. El amor, el que a mí me interesa, es una batalla silenciosa por cambiar a un otro que, en el fondo, no queremos que cambie. No es un vínculo sano. Es, en el mejor de los casos, patologías complementarias.

No sé cuánto hay de cierto en lo que digo, pero yo lo necesito. Estoy cansado de pensar que hay que crecer para sentirse bien. O aceptar. O resignarse. O peor, transformarme en alguien a quien detesto. Necesito saber que así como soy puedo dar y recibir amor. Que con esta personalidad fallada puedo ser feliz.

Me tienen cansado los discursos de la madurez y los consejos en boca de gente igual de rota que yo. Me tienen aburrido los plateístas de la vida ajena. Los que te bajan línea a vos para darse ánimo a ellos mismos y militan el deseo ajeno solamente para reforzar sus propias convicciones. ¿Por qué quieren transformar su goce en una visión de mundo? ¿Para qué quieren convencernos? Y sobre todo, ¿por qué les doy bola?

Algún día me voy a sacudir la mirada ajena de encima. Solo espero que cuando suceda, yo no esté tan viejo.

Te mando un abrazo,
Juan

Una carta deJuan Sklar
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