Carta abierta para una puta de mi juventud
Un grupo de prostitutas en las calles. BBC Mundo.

Crónica introspectiva

Audio RevistaOrsai.com Carta abierta para una puta de mi juventud

Camila Sosa Villada, escritora y actriz transgénero, recuerda en una carta conmovedora a una amiga prostituta de sus primeros años. Les recomendamos la lectura de la carta acompañada por el audio, sensible y desgarrador, de la autora.

Hermana, dulce puta de juventud, compañera de parques y paredones: hoy me acordé de vos, mientras preparaba un té con leche al calor de las hornallas siempre prendidas en invierno. Ya ves, sigo siendo pobre. No sé si me recordarás, si habrás vuelto a pensar en mí. Ya no sé cuántos años tendrán tus hijos. Qué imbécil pude ser la primera vez que te vi, embarazada y atendiendo clientes solitarios en bicicleta, que te grité:

—¡M’hija! ¿Con esa panza hacés caridad?

Y vos te reíste toda con tu pelo lacio cayendo sobre tu espalda llena de pasto porque a veces ibas al medio del parque a atender a tus clientes y ellos nunca valoraban la hierba en tu pelo, ni el olor a monte de tu ropa. Ellos nunca valoraron nada, esa es la verdad. Ni los clientes ni los hombres que a veces nos esperaban en casa.

Vos ya sabés, en esa época también tenía a un galán que me hacía la guardia en las rejas de mi balcón. Y yo venía con dinero fácil, que nunca era suficiente. Éramos casi de la misma edad, vos un poco más grande que yo, no te ofendas si desnudo tu coquetería.

Las travestis, las reinas, ellas todas reconstituidas, eran enormes pechos que sabían lo que había que cobrar.

¿Qué edad tienen tus hijos? Pero si casi los vimos nacer. Imagináte ese pesebre, lleno de travestis y putas recibiendo en el (ahora tan bien iluminado) Parque Sarmiento a los frutos de tu vientre. ¿Qué nombres les pusiste? ¿Eran gemelos nomás? Mentían que llegaban en cualquier momento, pero vos siempre tenías un resto para atender a otro y a otro cliente. Hermana, eso era admirable.

Nunca supimos dónde se nos fue el dinero. Porque había que ver qué manera de desprender braguetas. Era una fiesta. La fiesta de la abundancia, nuestro banquete secreto, braguetas abriéndose, bolsillos lloriqueando. Pero nunca nos alcanzó más que para las compras del día. ¿Porqué habrá sido así? Éramos las más baratas. Yo porque no tenía tetas, vos porque eras mujer. Las travestis, las reinas, ellas todas reconstituidas, con pechos por todos lados, ellas eran enormes pechos que sabían lo que había que cobrar.

¿Sabés algo de Gabriela? La rubia que corría con tacos de acrílico cuando veíamos al flaco de la cuarta con sus luces. Todas desaparecíamos en el corazón del parque. Lo cierto es que esas noches que compartíamos una petaca de whisky para calmar el frío, y nos subíamos a esos autos que nunca iban a ser nuestros, y cabalgábamos sobre maridos que nunca iban a ser nuestros, y esperábamos que alguno nos tendiera una mano o una propina generosa, yo siempre pensaba: todas son mis amigas.

—Vos decí que andás trotando —me gritaban y entonces yo le agarré el gusto a la maratón. Qué manera de correr y con qué desesperación.

¿Y la vez que el policía me mostró la identificación después de haberle hecho un servicio memorable? Y me dijo «ahora te tengo que llevar» y yo repliqué con toda mi retórica y todos mis miedos que no me quedaba otra… No sé si supieron que el tipo después me llevó a mi casa y me pidió el teléfono. Pero nunca me llamó.

Tampoco te pregunté por la pelirroja, la trava que medía como diez metros, que siempre andaba tosiendo porque el bicho ya le había picado. Una vez me la crucé en la calle, venía con bolsas del supermercado. Le pregunté qué iba a cocinar y me dijo que asado. Y me mostró toda la vaca fragmentada adentro de las bolsas. Tenía unas manos de oro, nunca vi manos más bonitas, ni tan grandes.

¿Cuántas éramos en total? Cinco, a veces se sumaba la loca de los perros, la que vivía en una carpa con sus perritos, que había sido psicóloga y nos convidaba empanadas. Puta madre, che, me hace llorar pensar en ella. La más linyera nos traía el morfi.

Perdonáme si te mando esta carta ahora, después de diez años, sin mucho para contarte. Me viste en la tele, me dijiste esa vez que nos vimos en el parque y yo iba corriendo y me preguntaste para qué volvía y yo te dije, a estas pistas no volvía más. Nunca me habían dado un abrazo tan lindo. Vos estabas otra vez embarazada, pero no por eso dejabas de sonreír, ni de acariciarte la panza cuando mermaba el tráfico. Qué tipos de mierda, la verdad. No nos vieron nunca. Yo a veces me pregunto si alguno tendrá memoria como para acordarse de mí y verme ahora tan bien vestida y viajando en avión.

Una vez, cuando se estrenó Mía, de Javier Van de Couter, un tipo me mandó un mail diciéndome: «Pensar que antes pagaba diez pesos para que me la chupes y ahora tengo que pagar para verte en el cine». ¡Eso es arte, carajo! Como tu manera de acariciarte los ocho meses de purrete que tenías dentro la última vez que te vi.

Qué salvajes fuimos compañera. Tengo todavía el par de aros que me diste para que te guardara porque te estaban infectando la oreja. Son un amuleto enorme. Los conservo para no olvidarme nunca de vos, porque eso sí sería imperdonable.

Cuando voy a trotar al parque, ahora con el culito duro y la panza llena de comida sana, siempre te busco con la mirada, pero desde esa última vez ya no te volví a ver. Y pensé: «¿Se habrá subido al auto equivocado?» No creo… lo sabría por los noticieros. Aunque los noticieros nunca cuentan cuando las putas nos subimos a los autos equivocados. Ni cuando vamos al departamento equivocado. Ni la cantidad de veces que nos pagaron con dinero falso. Esos crímenes quedan ahí, al borde de lo salvaje, donde anduvimos siempre y de lo que cuesta tanto escapar.

Me daba vergüenza ser lo que éramos. Pero hoy miro con nostalgia aquellos años de juventud. Tan fácil era creer.

Angie Desirée y su jabón con una gilette dentro te lo pueden contar. Si habrá tajeado camisas de marca y bracitos de niños bien. A ella nadie le hacía daño ni le vendía gato por liebre. Una vez me invitó a comer en su casa de Alta Gracia. En las ventanas tenía macetas llenas de flores. Hizo una comida no tan rica, pero no por eso menos noble. Se había puesto silicona líquida en las caderas y una le había quedado más alta que la otra, pero ella se reía de sí misma y te decía «tocá, tocá», y te servía un poco más de esos fideos pasados con esa salsa insalubre llena de carne picada. No sé si te molesta que te hable de ella. Yo sé que habían tenido problemas por un tipo, un cliente de esos amorosos, que no deja de ser cliente.

No sé qué nombre le habrás puesto a tus hijos. ¿Ya te pregunté? Me gusta saber el nombre de la gente, esa carta de presentación. Solo el nombre ya te dice todo del otro. Tu nombre era dulce, como masticar una flor silvestre. No te lo digo porque no quiero que nadie sepa cómo se llamaba la puta más dulce de todas las putas. La única que me mandaba mensajes cuando no aparecía por el trabajo. Que cómo estaba, que si necesitaba algo, que qué estaba haciendo.

Me daba vergüenza ser lo que éramos. Pero hoy miro con nostalgia aquellos años de juventud. Tan fácil era creer. Hoy ya no creo en nada, o en casi nada, parezco una vieja olvidada, aunque busco la credulidad de la que era capaz hace unos años y que era inmensa, y me entran unas ganas de no haber perdido la inocencia…

¿Porqué habré perdido la inocencia, compañera? ¿Habrá sido Sebastián? Hace ya dos años que no sé nada de él. Se casó, tuvo una hija, los suegros le regalaron una casa. La última vez que lo vi, sin embargo, estaba triste. Me gustaba más en nuestra época, ¿te acordás cuando me fue a buscar al parque y todas se orinaron en los pantalones con sus ojeras y su metro noventa? Ese día me dijo que me amaba, y después desapareció. Tanto miedo que hemos visto. Y tanto miedo que sentimos.

¿Sentís miedo alguna vez? Yo vivo horrorizada, mientras más grande, más pelotuda.

Compañera, pienso en una mañana con tus hijos, con vos, en tu querido barrio Yofre, y me entran ganas de reirme a carcajadas. Tal vez ya ni nos entenderíamos, tal vez cuando me fuera de tu casa, la una y la otra pensaríamos que la vida nos cambió demasiado y eso sería cierto.

Pero las cuerdas son siempre las mismas, y te aseguro que no están desafinadas. Puedo tocar la misma canción con vos que hace diez años, doce años. Cuando me escondía tras los árboles para que no me viera ningún conocido.

Aún te quiero, es la verdad. Y a las otras: a Gabriela, a Angie Desirée y a la pelirroja que siempre terminaba cacheteando a algún cliente. Pero con vos, no sé, siempre fuimos hermanas, siempre fuimos las que no teníamos tacos altos. Siempre nos quedábamos menos tiempo. Las putas del parque. Hermana, compañera, ¿a vos también el tiempo te ha pasado por encima? Yo me veo nuevas arrugas cada día, y cuesta más desnudarse dignamente, por suerte la luz nos regala la penumbra.

Me gustaría contarte algo distinto, pero lo cierto es que también sigo siendo melancólica, mi pelo sigue enloqueciendo en los días de humedad, sigo siendo nostálgica y llorona. Sigo estando sola, esperando algo de mí que no sé si seré capaz algún día de darme. Pero a mi ventana, cuando tiro migas en el balcón, vienen los pájaros y me hacen compañía. El otro día una se metió a casa y fue un tremendo susto el que me pegué. Me fui y la dejé sola. Cagó sobre el escritorio, pero cuando volví ya no estaba.

Bueno, compañera, es domingo, son las dos de la tarde y sigo en cama. No sé qué se me dio esta mañana por escribir.

Pescadora de hombres, sirena fosforescente, pelo con olor a hierba, maldigo los días que nos vieron llorar por la pobreza y la ignorancia, y los años de pobreza e ignorancia que pesaban sobre nuestros hombros, y que nos hacían terminar en ese parque ahora iluminado. Ahora convertido en un paseo familiar.

Te voy dejando, tengo que cocinarme algo. Quizás por la tarde con un amigo vayamos al teatro. Eso sí, vos no estás, pero vieras qué buenos amigos supe conseguir. Cuando leas, esta tarde, mirá el plomo del cielo entristeciendo la ciudad y pensá que alguien te abraza con la memoria.