Un padre y un hijo solos, en un motorhome, a orillas del mar de Tasmania
Dos hombres encima de un motorhome. Getty.

Cartas

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La segunda y última carta de Guido está fechada cinco días después de la llegada de su papá a Nueva Zelanda. Y también cinco días después de que nosotros, en la radio, hiciéramos viral una historia que emocionó a mucha gente.

Escrito por Hernán Casciari

El papá de Guido estaba a punto de embarcar cuando leímos la historia. Por eso no pudimos ponernos en contacto con él. Y todo quedó en suspenso. ¿Le pudo preguntar Guido a su padre si estaba orgulloso de él? ¿Se enteró el papá de lo que pasó en la radio antes de embarcar? ¿Salió todo bien entre los dos? Les dejo acá, textual, la segunda carta de Guido:


Hernán, tengo que contarte el final de la historia, aunque creo que no tiene final. Anoche mi viejo y yo charlamos de nuevo. Ya pasaron cuatro días desde su llegada. Pasó un kilo de yerba. Pasaron horas, horas enteras, de conversación.

Hablamos de todo; de cómo cambiaron los precios un año y medio después; de cómo anda el bar que puso el hijo del Toto en el pueblo; o en qué quedó el tractor al que no le conseguían el repuesto.

Me sentí como cuando te encontrás con el compañero de secundaria que sabe la vida de todos, y entonces te enterás del que fue papá…, del que lo echaron de Telecom…, del que toma de más.

Y tomamos mate, mucho mate. Alquilamos un motorhome así que no tengo escapatoria; los días se viven enteros, y los vivimos juntos. Todo es diálogo. Hasta el silencio habla.Pasaron los primeros tres días y yo no encontré el momento. No pude preguntarle nada.

Ya en el primer contacto visual, en el aeropuerto, a las cinco de la mañana, tuve la esperanza de que ocurriera una de estas dos opciones:

Opción uno. Que mi viejo, al verme, me abrazara llorando, y me dijera que alguien ya le había contado lo que pasó en la radio la noche anterior.

Y Opción dos: Que mi viejo, al verme, me puteara de arriba a abajo porque medio Buenos Aires había hablado de su vida (mi viejo es un Vasco de campo sin vueltas) y que después de putearme me dijera: “Claro que estoy orgulloso de vos, Cochito”.

Pero no pasó ninguna de las dos opciones, y eso todavía me resultó peor.

Hicimos el viaje del aeropuerto al motorhome en silencio, y llegué a la conclusión de que mi viejo nunca se enteró de lo que había pasado en Argentina. Es raro. ¿Los amigos no lo llamaron diciendo que escucharon la historia? ¿Diciéndole, por WhatsApp, “tu hijo salió en la radio hablando de vos”?

El primer día puse de excusa el jet lag y no le pregunté nada. No le saqué el tema. Pensé que podía estar cansado por el viaje y otro montón de excusas que me puse yo mismo.

El segundo día, sencillamente, no me animé. Llovía. Me dije a mí mismo que esa clase de charla tenía que ser con mate, sentados al sol. El problema de la lluvia era, además, que teníamos que vernos la cara todo el día, en una habitación de tres metros cuadrados, en un camping. Una situación tan incómoda como cagar en casa ajena.

Entonces llegó esta tarde. Es el cuarto día. Dejó de llover y está anocheciendo en el camping. Es confuso; rueda el cuarto termo de mate, pero yo a la vez estoy tomando birra. Los dos estamos, o parecemos, aburridos. Mi viejo me dice que hoy cumpliría años su padre, que murió hace 26.

Decido aprovecharme de esa conversación y le pregunto sobre el abuelo y su vida; el abuelo como esposo, como amigo y, finalmente, como padre.

—¿Estaba orgulloso tu viejo de vos, papá?

Me dice que sí, me dice que no se lo dijo nunca pero que él lo veía en su cara.

Entonces, envalentonado por la birra, le cuento que dos semanas antes yo corría de noche, por Hamilton, escuchando historias en los auriculares, y que caí en la historia de un escritor al que se le había muerto el padre. Y que una vez muerto este escritor supo que su padre estaba orgulloso de él.

Y le cuento a mi papá, en un camping de Nueva Zelanda, que en ese momento yo me puse a llorar y corrí a mi casa para llamarlo.

—¿Te acordás una mañana que te llamé muy temprano?

—Sí, claro —me dice.

—Fue por eso.

Le cuento lo qué pasó esa noche en Hamilton. Le cuento que fue un antes y un después para mí; le explico hasta qué punto llegó a ser para mí una revelación.

Él no me interrumpe, me mira. En silencio me mira y yo creo que él ya está preparado para la historia completa. Entonces saco el teléfono del bolsillo y pongo el programa del viernes. Aparecés vos leyendo mi mensaje de instagram, después Andy y los chicos empiezan a buscarme, Florencia me despierta, aparezco al aire, buscan a mi papá, no lo encuentran, nos despedimos, los oyentes llaman por teléfono emocionados.

Mi papá escucha todo y no hace gestos.

Yo cada tanto lo miro a los ojos pero él no me mira. No sé lo que piensa. Cuando el programa termina pongo pausa y guardo el teléfono. Vuelvo a mirar a mi viejo y, en vez de ver emoción en sus ojos, veo dolor.

Juega con los dedos hinchados de hacer fuerza en mañanas heladas campo patagónico y en un momento junta un poco de aire y me dice:

—En algo debo haber errado en mi vida si mis hijos piensan que no estoy orgulloso de ellos…

Eso me dice. Entre ofendido y triste.

La charla dura muy poco más. No puedo decir cuánto. Es como una nebulosa y en un punto los temas se acaban. Entonces cada uno se inventa una razón para acostarse, para hacer ondear la bandera blanca.

Estamos agotados.

Así que no hay final, Gordo. Hace tu ciencia; inventá un final porque esta historia se sigue escribiendo con el paso de las horas. Ponele un moño, o reescribila, porque hoy a mi viejo no le brillan los ojos y está callado.

Ojalá no tome esto como un fracaso suyo, ojalá lo viva como un aprendizaje. Ahora estamos desayunando. Él me mira y, sin palabras, sin un gesto, yo sé que me ama.


La carta de Guido termina así. Cuando leí esta el final de la historia respiré aliviado, porque no me hubiera gustado nada el final cursi del abrazo, el final con moraleja simple.

Este final es buenísimo porque no es literario. Se nota mucho cuando lo que se cuenta es la verdad. Ese padre y ese hijo patagónicos, en un motorhome a orillas del mar de Tasmania, sin saber cómo relacionarse, son la verdad. El lado B de la literatura. Lo que les pasó a ellos no se escribe: ocurre.

Y la moraleja de esta historia es mucho mejor que lo que estaba previsto. La moraleja no es «tenés que hablar con tu viejo».

La moraleja de esta historia es: «tenés que decirle a tu hijo, a cada rato, que estás orgulloso de él», porque esas van a ser sus herramientas en la vida. Tenés que decírselo, desde el principio, para que nunca ocurra que un día vos seas grande, seas viejo, y descubras con horror, que tu hijo no sabe si estás orgulloso de él.

Escrito por Hernán Casciari