El sexo de los ángeles
Ilustración de Stella Maris Santiago. ORSAI.

Relato de ficción

El sexo de los ángeles

David Bravo deja el traje de abogado para calzarse un cómodo piyama y escribir como más le gusta. Aunque no eligió un tema sencillo: la pederastia en tiempos modernos.

Escrito por David Bravo

ADVERTENCIA. Aunque los siguientes tres relatos y sus personajes son ficticios, el hilo conductor está basado en hechos reales que tienen que ver con las nuevas formas de la pederastia en tiempos modernos. El caso de los estudiantes detenidos y su posterior puesta en libertad se basa en una historia sucedida en España en 1996. Las citas de periódicos y las del fiscal y el juez del caso son auténticas, así como las leyes citadas en la historia y su evolución. El llamado «Código Penal de Gallardón», que criminaliza la representación visual de sexo simulado entre menores, es un anteproyecto de ley real aunque todavía no está en vigor.

Ramón Sandoval, 2013

Me llamo Ramón Sandoval. Soy un abogado con diecisiete años de ejercicio y mi especialidad —si es que puede llamarse así— es la de llevar los casos que nadie quiere. Ya saben, me refiero a los casos desagradables, los que te obligan a entrar en el fango. Esos son los míos. Mis compañeros, fingiendo escrúpulos donde solo hay miedo al qué dirán, me suelen derivar los asuntos que dejan mancha.

Los casos que a mis compañeros les resultan viscosos, y que alejan de su lado de una patada, son los relacionados con delitos sexuales contra menores. Si tienes una imagen pública y eres de esos que son mitad abogados y mitad políticos, son estos asuntos los que pueden ensuciarte. El caso que les quiero contar me llegó rebotado de uno de estos abogados estrella con miedo a dejar de ser impolutos ante sus fans. Este compañero —que me merece el mismo respeto que un cirujano al que le marea la sangre— me llamó para desembarazarse de dos clientes a los que no quería ni estrechar la mano. La excusa fue que su especialidad eran los casos sobre libertad de expresión e información, pero no puedo evitar pensar que lo que le sucedía era que simplemente se consideraba moralmente superior a mí.

Comprendo que mi actividad no les resultará agradable a muchos de ustedes. Estoy acostumbrado. Es más fácil culpar al que juega sus cartas que cuestionar a la banca, que es la que da opciones de ganar a quienes no deberíamos hacerlo.

El periódico La Vanguardia decía que una niña de unos nueve años aparecía en una de las fotos «sujeta de unas argollas colgadas del techo»

El caso que me llegó gracias a los reparos de mi compañero fue el de dos jóvenes acusados de distribuir pornografía infantil. Viendo las actuaciones ya se podía deducir que el caso no iba a ser fácil de defender. Tenían los correos electrónicos de los imputados, sus conversaciones, sus agendas de contactos y lo fundamental: un disco duro con la mayor cantidad de pornografía infantil hallada hasta la fecha en toda Europa.

En aquellos días, leyeras el periódico que leyeras, ellos estaban allí. Se pueden imaginar además que en las noticias no es que salieran muy bien parados. Según contaba El País, uno de los estudiantes «admitió que la montaña de pornografía infantil era para satisfacer sus deseos libidinosos malsanos» y que «el otro reconoció que se hallaban en fase de acumulación de material para posteriormente venderlo por España y Europa». Por si yo no lo tenía ya lo suficientemente complicado, la policía dio varias ruedas de prensa en las que informaba que las imágenes eran repugnantes y que en ellas aparecían niños de tres y cuatro años practicando la «sodomía y el masoquismo». El periódico La Vanguardia decía que una niña de unos nueve años aparecía en una de las fotos «sujeta de unas argollas colgadas del techo». Mi compañero me entregaba dos cadáveres y era muy evidente que lo que quería era evitar que su historial de victorias tuviera un tachón. Me hice cargo de un asunto imposible de ganar porque acababa de empezar a ejercer y en esas circunstancias se coge todo lo que cae.

Sucedió en 1996 y era el primer caso de este tipo en España. Pueden ustedes hacerse una idea de la expectación mediática que originó un asunto así, con una sociedad todavía virgen en este tipo de delitos y a esta escala. En poco tiempo yo, que era un abogado joven y desconocido, pasé a ser una de las personas más reclamadas por la prensa. Recuerdo las ganas y el esfuerzo que derrochaba por aquel entonces ante los medios. Cómo me exponía en el plató ante toda esa gente que clavaba sus ojos en mí. Eran por supuesto miradas de desprecio, pero que se dirigían con mucha atención a mí, solo a mí. Yo, el abogado de las dos personas más odiadas de España durante todo un mes.

No sé cómo decir esto sin que parezca presuntuoso, pero los dos estudiantes ni siquiera tuvieron que sentarse en el banquillo para enfrentarse al juicio. Encontré una grieta por la que colarnos. El Código Penal español de 1995 castigaba utilizar a menores para crear material pornográfico, pero no poseerlo ni difundirlo entre adultos sin haber participado en su producción. Como en este caso los estudiantes se limitaron a recopilar fotografías que no habían hecho ellos, su actividad no era delictiva. Era un fallo en la ley, un error. Y era también mi puerta de salida.

El juzgado no tuvo más remedio que archivar el caso. Haciendo una profesional diferencia entre el mundo del reproche jurídico y el del reproche moral, la fiscal dijo que «ni los fiscales pedimos penas ni los jueces imponen condenas en base a conductas reprobables moralmente». El periódico ABC recogió las palabras del juez, que declaró que la puesta en libertad de mis clientes «fue correcta» y que «ante la ausencia de estudios de filmación de menores, se desmonta todo».

Vino a echar cemento en el agujero por el que se colaba mi ahora abundante clientela la Ley Orgánica 11/1999, que modificaba el Código Penal para que se castigara al que difundía o ayudaba a difundir pornografía infantil, siendo irrelevante si se había participado o no en la creación de ese material. La reforma era lógica, necesaria y una patada en el estómago para mí.

Pese a mis esfuerzos en su defensa, algunos de mis clientes vieron frustrada su escapada por culpa de ese tapón, pero otros todavía lograron colarse por las rendijas. La reforma solo castigaba la posesión de pornografía infantil para su difusión, lo que quería decir que se podía alegar que las imágenes se tenían para uso particular. La Ley Orgánica 15/2003 cerró el círculo y desde entonces se castiga la posesión de pornografía infantil incluso para uso propio. Antes de que ocurriera eso, yo era un abogado de éxito.

Alejandro Espósito,  2018

Cuando Nabokov quiso publicar su novela Lolita, se encontró con varios portazos en la cara. Las editoriales no tenían ninguna intención de obtener publicidad negativa lanzando un libro contado desde la perspectiva de un pedófilo que se siente atraído sexualmente por una niña de doce años. La sociedad de la época —en mi opinión, no de forma muy distinta a la que podría hacer la actual— armó el previsible revuelo con la publicación del libro. Mientras aguardaba en su celda para ser ahorcado por crímenes contra la Humanidad, Adolf Eichmann —el que fuera Teniente Coronel de las SS nazi— recibió una copia de Lolita para aligerarle un poco la espera. Lo devolvió a los dos días, muy ofendido, porque ese era un libro «peligroso».

El caso era un asunto desagradable: dos estudiantes habían sido detenidos con el mayor repertorio de pornografía infantil de toda Europa.

Siete años después de la publicación del libro de Nabokov, Stanley Kubrick lo llevó al cine y, para evitar el escándalo, esa Lolita pasó de tener doce años a catorce y fue interpretada por una actriz de quince que aparentaba veinte. Culpándose a sí mismo de haber suavizado la historia, Kubrick explicó que no dramatizó lo suficiente «el aspecto erótico de la relación de Humbert con Lolita» por culpa de «las presiones que en aquel tiempo ejercieron el Código de Producción y la Legión Católica de Decencia». El código de producción al que se refiere Kubrick es el código Hays, creado por la Asociación de Productores Cinematográficos de Estados Unidos (MPAA) y que fue sustituido en 1967 por el —tampoco exento de problemas— sistema de clasificación por edades de la MPAA.

Les cuento esto para que entiendan por qué últimamente ha llamado mi atención como abogado el estudio del obstáculo que supone la representación del sexo entre o con menores para la creatividad, de forma incluso mayor que la que existía en la época de Nabokov y Kubrick.

Mi primer caso sobre esta cuestión me llegó en 2016. En febrero de ese año, Ramón Sandoval, un abogado conocido por llevar la defensa de casos de delitos contra la libertad sexual, acudió a mi despacho para que le defendiera de una acusación de un delito de pornografía infantil.

Conocí a Ramón veinte años antes, cuando él apenas acababa de terminar la carrera. Un compañero me dijo que en su despacho había un recién licenciado con poca experiencia y muchas ganas que estaría encantado de recibir un caso en el que yo me sentía muy perdido. El caso era un asunto desagradable: dos estudiantes habían sido detenidos con el mayor repertorio de pornografía infantil de toda Europa.

El Ramón Sandoval que se sentó en mi despacho aquel mes de febrero no era ni parecido al que yo conocí. Estaba en silla de ruedas, con su higiene personal desatendida y con esa forma de hablar lenta y esforzada tan propia de quien está permanentemente cansado.

Ramón me contó aquella mañana que había dirigido un documental en el que se contaban algunos de los casos que había llevado como abogado. La película no tardó en ser retirada de la venta por orden de un juzgado de instrucción. Poco después detuvieron a Sandoval por un delito de pornografía infantil. La razón se encontraba en algunas de las escenas de la cinta, en las que se podían ver a actores menores de edad simulando tener sexo en recreaciones de algunos de los delitos que se documentaban. La portada también llamó la atención de las autoridades. En ella aparecían dibujados un niño y una niña abrazados. La lengua del niño tocaba la lengua de ella y su pene su vagina.

Él, que se comportó como uno de esos clientes sin ninguna experiencia en el trato con abogados, se defendió ante mí como si yo fuera el que le juzgaba y no el que le defendía. Me dijo que solo era una película, que las escenas fueron rodadas con actores y que nada de lo que sucedía era real. Me dijo incluso que los padres de los menores estaban presentes en la grabación para que nada se fuera de las manos y para asegurarse de que en las imágenes no se veía más de lo necesario. Me intentó convencer —estando yo ya plenamente convencido— de cómo habíamos pasado de un extremo a otro, de considerar impune la difusión de pornografía infantil a convertir en delictiva hasta la difusión de material de ficción donde no se había abusado de ningún menor. Aunque vi la película y estaba claro que Sandoval no era Kubrick, resultaba difícil no acordarse ahora de él, de Nabokov y de Adolf Eichmann leyendo Lolita en su celda.

No piensen que este caso era una mera equivocación de un fiscal y un juez que creyeron ver en la cinta sexo real entre menores en lugar de simulado. Eso era algo de lo que todos eran conscientes. El problema de este asunto era que ahora este tipo de obras de ficción que representaban escenas de sexo fingido entre menores tenían tratamiento de pornografía infantil.

La primera semilla de esta regulación se plantó en 2013 con la aparición del Anteproyecto de Ley de Reforma del Código Penal

—popularmente conocido como Código Penal de Gallardón— que definía la pornografía infantil como «todo material que represente de manera visual a un menor participando en una conducta sexualmente explícita, real o simulada». Tal y como advirtió en aquella época el abogado Carlos Sánchez Almeida en la revista JotDown, era necesario reparar en que esa definición «no limita la pornografía infantil a la representación gráfica de actos reales de abuso de menores, sino a toda representación, incluso simulada. Ello incluye (…) a cualquier representación figurativa, sea esta fotográfica o pictórica, real, simulada o digital. Es decir, a toda manifestación creativa que represente a menores en actividades sexuales».

El año en el que salió este anteproyecto de ley transcurría de forma convulsa, y la reforma del Código Penal terminó aprobándose y entrando en vigor en 2014, pasando desapercibida entre noticias sobre crisis económica y corrupción política. El juicio se celebró en 2017. Mientras escribo estas líneas el caso sigue visto para sentencia, aunque el documental y el propio Ramón ya llevan años condenados.

Irene Menéndez, 2013

¿Saben lo que es el Grooming? Es algo así como la mutación de un viejo delito. Se trata de acoso sexual a menores usando nuevas tecnologías. El sistema es sencillo: un adulto contacta con un menor por internet fingiendo ser otro menor, se gana su confianza, su amistad y algo más. Después le pide fotografías en las que aparezca desnudo o realizando alguna práctica sexual. Si cree que le ha persuadido lo suficiente, le pide que conecte la webcam y se grabe, generalmente masturbándose. A veces el menor se niega y desaparece para siempre, a veces consiguen las imágenes y a veces se topan con alguien como yo.

Mi trabajo consiste en fingir ser un menor, entrar en redes sociales o chats frecuentados por estos tipos y ganarme su confianza. Es un poco extraño si imaginan la escena: dos adultos tras una pantalla simulando ser niños y queriendo cazarse mutuamente. Si gano yo y logro que confíe en mí, terminará diciéndome quién es o dónde vive. Después lo denuncio. Cuando la policía se presenta en su casa, a veces descubre que la dirección es falsa, a veces les abre un niño que creía haber encontrado a la chica de su vida en internet y a veces les recibe un idiota con cara de sorprendido que termina esposado.

Cuando llega el juicio, nos encontramos con que el problema legal en España es que el artículo 183 bis del Código Penal solo castiga contactar a través de internet con un menor de trece años si es con objeto de concertar una cita con él para cometer un delito de carácter sexual. Si el acosador se contenta con arrancarle algunas fotos y no pretende sacar al niño del mundo virtual al mundo físico para abusar de él, queda fuera del delito previsto en este artículo. Quejándose de la deficiente redacción del precepto, el Fiscal Delegado de Girona dijo que «en muchas ocasiones el autor de los hechos no pretende un encuentro físico con el menor sino un encuentro virtual a los fines de lograr de este material pornográfico fabricado por él mismo». Esta falta de previsión de nuestro Código Penal hace que muchas veces nuestras denuncias inicien procedimientos que tendrán que buscar su encaje en otros artículos menos específicos.

Mi trabajo consiste en fingir ser un menor, entrar en redes sociales o chats frecuentados por estos tipos y ganarme su confianza. Es un poco extraño si imaginan la escena: dos adultos tras una pantalla simulando ser niños y queriendo cazarse mutuamente.

Cuando yo tenía doce años —la época en la que sufrí este tipo de acoso—, las leyes eran aún más imprecisas. Internet comenzaba a andar y la legislación sobre abuso, agresión sexual y corrupción de menores tenía todavía una mentalidad analógica.

En mi caso supe que Isidoro me había estado engañando durante meses cuando me dijo en el chat de IRC que publicaría en internet mis fotografías desnuda si no le mandaba más. Accedí varias veces, pero cuando la presión del chantaje superó a la de mi vergüenza, se lo conté a mis padres.

Pudimos hacer muy poco. Isidoro, si es que se llamaba así, se dio cuenta de que mis preguntas para descubrir quién era se volvieron demasiado insistentes, y desapareció.

Poco después nos enteramos de que habían detenido a dos estudiantes que tenían un disco duro con miles de imágenes de pornografía infantil que habían recopilado por internet. Cuando salieron absueltos por una laguna legal, el abogado que llevó el caso, Ramón Sandoval, salió varias veces en televisión pavoneándose.

Mis fotos dedicadas a Isidoro también estaban en el disco duro de esos dos estudiantes. Todavía guardo algunas de ellas. La primera que me hice, cuando creía que Isidoro era Isidoro, era muy distinta a la última, la que mandaba ya a mi acosador. Es extraño, pero viendo esas imágenes siento nostalgia de mí. Me veo en esa primera fotografía, desnuda, de pie, riéndome de vergüenza con los brazos abiertos, y me añoro. Me miro ahora a los ojos en esa fotografía y comprendo que esa persona ya no estará más. Era hermosa. Era otra. Parecía un ángel.

Escrito por David Bravo
Ilustrado por Stella Maris Santiago
Aparece en

Temporada 1, Número 15

Edición histórica con portada y entrevista a Stephen Hawking, un relato de Casciari desde Costa Rica, cuentos de Lorrie Moore y Alejandra Laurencich, historieta homenaje a los 40 años de la caída de Allende y un montón de contenidos imperdibles.

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