Cartas
Las críticas y el botón de «no me gusta»
Aún no estamos convencidos de que Sklar haya aprendido a cicatrizar rápidamente ante la crítica para convertirla en experiencia, pero hay algo que es cierto: está madurando.
Querido Hernán: esta semana se publicó en la revista Ñ una crítica de mi última novela, «Nunca llegamos a la India». Subí esa crítica a las redes y enseguida empezaron a llegar los mensajes. Los que felicitaban por aparecer en un medio así, los que celebraban las partes positivas y los que querían ir a cagar a trompadas al crítico.
Me producen un placer muy intenso esas declaraciones violentas. Me hacen acordar a cuando yo estaba angustiado en el colegio y mis papás fueron y, en una reunión de padres, hicieron llorar a la maestra de quinto grado. Todavía hay una parte de mí que cree que el amor se expresa lastimando a los que lastiman a los tuyos, sin importar quién tenga razón. Y lo disfruta. Supongo que así funcionan las tribus.
Una tarde en la plaza estábamos jugando con Goran y unos nenes. Yo era el monstruo y ellos me perseguían. En un momento me dejé atrapar y los chicos hacían como que me clavaban espadas. Goran, que hasta ese momento era del bando de los perseguidores, los empezó a fajar. Paré el juego y le expliqué que no me estaban atacando de verdad, que él también me estaba persiguiendo. Mi hijo me dijo: «Pero papi, al que te ataca, yo lo mato».
Esa defensa irracional de lo que amamos genera un goce profundo y al mismo tiempo tiene consecuencias nefastas. Alrededor de lo que queremos y nos da sentido (la familia, los ideales políticos, la religión, el fútbol, la patria y, por qué no, los artistas) se genera un efecto tribal que convierte al crítico en enemigo. Rompe la dinámica del juego y convierte todo en guerra. Para pelearte en Twitter está bien, pero para ser escritor es una mierda.
El crítico que escribió sobre mi novela en Ñ, Flavio Lo Presti, tiene fama de jodido. Usa un tono condescendiente con las obras que critica, no dispensa mucho halago y hay pocas cosas que lo convenzan del todo. O directamente ninguna. Pertenece a una raza en extinción: la de los críticos que dicen todo lo que piensan, sin preocuparse por caer bien o hacer amigos.
Una de las personas que me escribió por Instagram me dijo: «No le des bola, es un pelotudo». Se puede decir que Lo Presti es un soberbio, un engreído o un busca roña, pero jamás que es un pelotudo. Tratarlo así es una manera de neutralizar un discurso que, de alguna manera, nos jode.
El rol del crítico no es solamente elogiar un libro. Para eso están los blogs de recomendaciones. El crítico tiene un trabajo creativo: iluminar defectos y virtudes de una obra de arte que suelen estar ocultos incluso al escritor. Agrega capas de sentido, interpretaciones. Inscribe una obra en una corriente actual, lo hace dialogar con la tradición. Una crítica no es un artefacto de mercadotecnia editorial ni es un post de redes sociales.
La lógica tribal del aliado y el enemigo nos impide a escuchar a los que no opinan como nosotros y así se van formando islotes de ideales compartidos donde nadie escucha a nadie, salvo a su propia hinchada.
El único interlocutor que se permite la lógica tribal es el enemigo, al que necesita ubicar en las categorías de forro o pelotudo. Pero el mundo está lleno de gente buena y gente brillante que no opina como yo y eso es difícil de manejar.
Lo Presti escribe con un tono altanero que roza la mala leche y ahí radica su poder como crítico. Las críticas elogiosas tienen sus virtudes: te reafirman en tu camino, te acercan a lectores y, a veces, aportan ideas nuevas para tu escritura. La crítica negativa te da energía. La energía de la bronca, la sed de venganza. Te da ganas de cerrarle el orto al crítico con tu próximo libro. Esa fuerza en el escritor solo se logra en las fronteras de la mala leche.
El estado actual de cosas es un reflejo de Instagram: no hay botón de no me gusta. Ha triunfado cierta visión del mundo, la de los llorones, donde los artistas quieren ocupar espacios públicos, abrirle la puerta del halago y cerrar la de la crítica. Somos como nenes que hacen puchero ante la primera voz disidente. Y si nos duele mucho, atacamos.
Esa agresividad socialmediática es el signo de debilidad más evidente de nuestros tiempos. Aspiramos a la visión totalitaria del niño: todo tiene que producir placer. Cualquier elemento que raspe debe ser silenciado. O peor, combatido.
Soñamos con un mundo de juguetes, de muñecos, de criaturas imposibilitadas de expresar desacuerdo. La crítica negativa te salva de achancharte en el pantano del halago, cosa que puede suceder muy rápido si bloqueás a todos los que te hacen comentarios que no te gustan.
Me encantan los halagos. De los críticos, de los periodistas y del público. Disfruto muchísimo de los mensajes de los lectores. Pero no quiero vivir en un mundo sin críticos ásperos.
Ojo: no siempre pensé así. Cuando leí una reseña negativa de mi primera novela me dieron ganas de ir a cagar a trompadas al crítico. Dolía como si dijeran que mi hijo es feo. El tema es que si tanto te va a doler que hablen mal de tu nene, no lo subas a una pasarela. Publicar implica aceptar las reglas del combate cultural. Tu libro no es tu hijito.
Hace cinco años me hubiera encantado romperle la cara al crítico. Hoy creo que su discurso soberbio y rayano con la mala leche me hizo mejor escritor. Que su crítica le dio potencia a mi trabajo. Que la bronca devino en energía y que el abismo que separa a «Nunca llegamos a la India» de «Los catorce cuadernos» también nació de ese ataque. Que ahora su silencio es mi victoria. Que la cerrada de culo ha llegado, años más tarde, en forma de novela.
Te mando un abrazo,
Juan.