Mi India personal
Juan Sklar y su familia en la India. Orsai.

Cartas

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Esta es la última carta de Juan Sklar, que volvió a sobrevivir un viaje a la India. De su largo periplo llegó con la certeza de que, en algún punto, la propia familia es nuestra India personal.

Querido Hernán: son las seis de la tarde en mi casa de Palermo y todos duermen. Los hizo mierda el jet lag. En Delhi son las dos y media de la mañana. Desde mi balcón no se escucha casi ruido y el cielo está limpio. Si estuviéramos en Delhi habría bocinazos y una fina capa de niebla y contaminación. Así y todo, extraño India. Extraño la gente feliz en la calle. Que tiene una vida de mierda que aceptan vaya a saber uno por qué, pero que sonríen y te tratan bien.

Extraño también la atención y el cariño que recibía mi hijo de los desconocidos. Delhi es un bardo pero si aparecés con un cochecito, seguro alguien te va a ayudar. Además de que en India nunca me hicieron sentir que mi hijo era una molestia para los demás. Los saltos, los gritos, todo el quilombo que hace un nene siempre es bien recibido en India.

El que más extraña es Goran, que cada dos o tres horas dice que quiere volver a la India. Ayer le preguntamos por qué y dijo porque allá están papá y mamá.

Tardamos un rato en descifrar que su deseo era volver al país donde sus padres estaban disponibles para él todo el tiempo, jugando y flasheando con las mismas cosas.

En India viajábamos en tuk tuk jugando a quién encontraba la primera vaca. Acá, si vamos en el auto, yo pienso en el laburo y él mira por la ventana en silencio.

Qué país extraño, bestial y adictivo que es la India, qué estado cerebral hermoso que es viajar.

Igual ni en pedo viviría allá y tampoco viviría viajando. Me gusta mi vida occidental, liberal y pagana. Me gusta mi mundo de deseo y libertad sexual. Me gusta mi carrera, mis ambiciones y mis libros. Me gusta mi casa. Me gusta mi taller lleno de perversos, dolidos y excéntricos. Me gusta esta ciudad del orto, escaparme y volver para abrazarla.

Vuelven a mi cabeza muchas imágenes del viaje.

El bondi donde creímos que nos matábamos. Los campos de arroz entre las rocas de Hampi. Hundir un pedazo de naan en la salsa del paneer sagwalla.

Pero hay una charla que me revolotea con más insistencia.

Yo estaba en el bar del hotel que nos pagaba el Bramhaputra Literary Festival, terminando de escribir la primera carta que te mandé desde la India. Al lado mío había un escritor indio tomando té. Me preguntó de qué estaba escribiendo. Le conté de Orsai, de la cartas, de mi novela en la India y de mi regreso cinco años más tarde. El olor a culo, las ratas, el país que casi me destruye y me trajo de vuelta.

—¡India! —dijo—. Qué placer infinito es quejarse de vos.

Ensayé unas disculpas pero el tipo me paró en seco.

—No, no, no. Yo también trabajo de amar y odiar a la India.

Me contó que era de la región del Punyab y que toda su vida había soñado con vivir en Occidente. Estaba harto de vivir con su familia extendida, que detestaba la idea de un matrimonio arreglado y que no soportaba más a su madre opinando de todo y de todos. Entonces, se fue a vivir a Londres, trabajó de lo que pudo, tomó, se drogó, comió carne de vaca y garchó. Incluso con hombres y hasta con mujeres no indias. Hasta que a los veintisiete tuvo su primer ataque de pánico. Me dijo:

—Vivía solo, comía mal, me la pasaba fumando hash. Tenía toda la libertad que siempre había soñado, pero me sentía mal y había dejado de escribir.

Entonces el tipo agarró sus ahorros y volvió a la India. Pero no al Punyab sino al sur, de mochilero.

—Que es la India pero no es la India —me aclaró.

Y en el viaje volvió a escribir cuentos cortos sobre la vida en esas familias que son tan presentes que sofocan, sobre comunidades que protegen pero asesinan. Se mudó a Mysore, en el sur, se casó con una inglesa de familia sikh y ahora estaban esperando su primer hijo.

—Es raro, ¿no? —me dijo—. Yo extrañaba el ruido. El apretuje. Me gusta la incomodidad de la India.

Algo parecido me había pasado a mí. A los treinta, yo vivía sin pareja ni hijos, en un departamento casi de arriba (porque le alquilaba una habitación a turistas) y con un laburo que manejaba a placer.

Cada quince de diciembre me iba a la mierda y hasta marzo no volvía. Mis padres se habían ido a vivir afuera y no había nadie en esta ciudad que me rompiera las pelotas. Tenía un nivel de libertad total y al mismo tiempo, me levantaba todas las noches con ataques de ansiedad. El pico de libertad y angustia fue mi viaje a India. Cuando volví me reencontré con mi mujer y un año después ella quedó casualmente embarazada.

La familia es mi propia India personal. Un país incómodo y sucio que no puedo abandonar porque acá está el padecer que me ancla y da sentido a mi vida. Esa incomodidad toca el cuerpo, lo ata para no dejarlo caer en espiral.

«Nunca llegamos a la India», mi novela, es un libro sobre la familia perdida. Recién ahora, a meses de haberlo publicado, puedo entenderlo. Volví a India para contarle a ese país desquiciado que yo había formado mi propia familia. Que de alguna manera la familia perdida había sido recuperada. Solo ahora, en mi balcón de Palermo, puedo empezar a verlo.

En la mochila me traje un Ganesha de bronce de cinco kilos y la decisión de tener otro hijo. De algún modo en este viaje y en estas cartas decantó el deseo de agrandar mi India personal.

Te mando un abrazo,
Juan