Una foto con mi padre
El autor, a los dos años, junto a su padre. Familia Casciari.

Crónica introspectiva

Una foto con mi padre

Larga y catártica crónica de Casciari para la revista Orsai. Inicia con una foto en Facebook, un desayuno en Costa Rica y la historia de un duelo tardío. Vale llorar.

Escrito por Hernán Casciari

Estoy en San José de Costa Rica y llueve. Acabo de pedir un café y abro la portátil. De repente aparezco etiquetado en una foto de Facebook y pienso que se trata de un error, porque a primera vista no me veo en la imagen. Es nomás un segundo, menos incluso de un segundo, hasta que entiendo. Me quedo mirando la foto con los ojos abiertos y sin pestañear; pasa un rato, después otro rato, y mi gesto sigue congelado. Me defiendo de la inminencia con la inmovilidad ridícula de las liebres, que se quedan quietas en el medio de la ruta cuando ven venir un camión de frente. El camarero del hotel debe pensar que estoy viendo porno en tres dimensiones, un porno nuevo y genial, porque ni siquiera reacciono cuando llega con el café. Hago un esfuerzo tremendo para que no se me note ninguna reacción, porque estamos en un espacio público y no quiero que nadie me vea así. El asunto es que desde que murió, en julio de 2008, esta es la primera vez que miro una foto de Roberto sin desenfocar los ojos. Puto Facebook y las etiquetas intrusivas. No hubo tiempo para armar el gaussian blur; no me lo esperaba.

Las muchas veces que fui a Argentina pasé de largo por casa, porque quiero mantener en la memoria otras imágenes de esas habitaciones, unas imágenes más inofensivas y cotidianas en las que nadie se muere en el sillón del comedor.

Un segundo golpe me subraya el desconcierto. Yo creía conocer todas mis fotos familiares, pero esta no estuvo nunca en los álbumes de la infancia, ni en los portarretratos de la casa donde crecí. En la foto hay un cielo limpio de verano, con una nube inofensiva recortada por un edificio que recuerdo bien, frente a la playa más famosa de Mar del Plata. ¿Dónde había estado esa foto todo el tiempo? La respuesta es simple: en ninguna parte. Más tarde sabré que no es realmente una foto, sino una diapositiva. Mi abuelo Marcos hacía diapositivas y las guardaba en cajones que nadie vio desde su muerte. Mi tía Ingrid decidió, este mes, digitalizarlas a todas antes de que el tiempo las volviera inservibles. Cuando encontró esta foto se la mandó por mail a mi mamá, y mi mamá la subió a su Facebook por la mañana de Argentina. Dos horas después estoy en este bar, con la guardia baja, pensando en cuánto nos gusta a los gordos el buffet libre de los hoteles, y entonces la imagen me asalta sin que me pueda defender. Por eso estos párrafos, desordenados y sin estructura, se arman en mi cabeza contra toda lógica, y por eso me acuerdo instantáneamente de Fernando y de León. Y de otra foto marplatense. Pero eso será después, cuando el llanto haya arrasado. Ahora contengo las lágrimas y me dejo invadir por estas ideas inconexas. No las escribo, las veo pasar como vagones de un tren lechero. Son frases sin gramática interna que se redactan solas y que pasaré en limpio un poco más tarde, en la habitación 1010, cuando ya no sea necesario fingir serenidad. Pero ahora estoy todavía en el bar y la foto ocupa tres cuartos del monitor, y la miro fijo. Y busco un mail que hace cinco años me mandó Fernando Luna. Busco ese mail como antídoto del llanto.

Antes de eso tengo que explicar que no es exacto que nunca he visto una foto de mi papá después de su muerte. En realidad, cuando no hay más remedio entreveo alguna —en la entrada de la casa de mi hermana hay dos retratos—, pero antes de pasar a la cocina preparo muy bien el Photoshop mental y desenfoco los ojos a un sesenta y cinco por ciento. Si hay que mirar fotos de Roberto, me digo, por lo menos que sea con filtro. Ojo: no me da miedo verlo ni es que tema ponerme a hacer puchero. Es más parecido a una superstición. Una noche Dolina dijo algo en la radio que me quedó grabado. Dijo que en las fotos donde aparecen muertos queridos, los muertos saben que están muertos y te miran, desde el papel, con un gesto cómplice y triste, como diciendo «qué le vamos a hacer». No sé si será verdad —en el fondo creo que sí— pero cuando andan dando vueltas fotos de Roberto las esquivo por las dudas. Es un artilugio cobarde, supongo, pero también es una forma de preservación. El mismo mecanismo me impidió, durante todos estos años, pisar la casa de Mercedes donde nací y en la que él murió. Las muchas veces que fui a Argentina pasé de largo por casa, porque quiero mantener en la memoria otras imágenes de esas habitaciones, unas imágenes más inofensivas y cotidianas en las que nadie se muere en el sillón del comedor. No sabría qué hacer en esa casa, si la recorriera hoy, del mismo modo que ahora no sé qué hacer con esta foto de Facebook que se aparece sin preaviso en Costa Rica, cuando estoy tan sin filtro y todavía no desayuné. Busco en Gmail el correo de Fernando, con desesperación, y no lo encuentro. Pero como sé qué día me lo envió, la asociación de ideas me lleva a un recuerdo peor.

Me acuerdo, esta vez sí con pánico, de otra foto que sé que existe y que no veré jamás, ni que me pongan un revolver en la cabeza. Cuando se murió Roberto, en julio de 2008, yo tenía las valijas hechas para viajar a Buenos Aires a presentar mi segundo libro. Al conocer la noticia intenté adelantar el vuelo unos días pero fue imposible, por lo que no llegué a tiempo para estar en el velorio, ni tampoco en el entierro. Es raro decir no llegué a tiempo cuando el objetivo no es ver a tu padre vivo por última vez, sino verlo por primera vez muerto. Chiri fue mi corresponsal de guerra. Él estaba en el cementerio de Mercedes y me llamó por teléfono a Barcelona. Me fue relatando todo, me dijo que había muchísima gente, que mi mamá se mantenía firme, y también me contó detalles del velorio, que la vigilia había durado una noche entera, etcétera. Fue una conversación telefónica extraña, porque hablamos como si fuéramos grandes. Me acuerdo de eso y de casi nada más. No teníamos planeado hablar así; nadie tiene planeado hablar así. Por suerte —a veces la distancia sirve para algo— nunca vi por primera vez a mi padre muerto. Sin embargo una semana más tarde, cuando al final presenté mi libro, estaba mi tío Toto en la platea del teatro. Al terminar la charla se acercó, ojeroso, porque la muerte de su hermano mayor lo había afectado, y me susurró en la oreja algo que me dejó sin palabras:

—Como no pudiste llegar al velorio —me dijo—, le saqué una foto en el cajón. Estaba tranquilo, estaba en paz. No sé si querés tener la foto ahora, o si la querés después. Yo la tengo acá en el auto. Pedímela cuando te parezca, yo te la guardo.

Conozco esa sensación, la de tener a tu primer hijo en brazos y creer en la eternidad. Tengo que llorar.

No se la pedí, ni entonces ni después. Pero desde aquel día el solo hecho de saber que existe esa imagen, y que además me está esperando en alguna parte, me hace sentir una zozobra parecida al vértigo. No hay gaussian blur que valga con esa imagen. Papelera de reciclaje urgente. Prefiero esta que acaba de asaltarme en Facebook, donde hay un cielo y unas nubes y una Pepsi. Esta foto de cielo marplatense es nueva, además. Mucho más flamante que la foto de mi padre muerto. Es nueva, quiero decir, en un sentido muy amplio, porque yo nunca había visto, ni antes ni ahora, una imagen en la que estuviéramos los dos tan cerca, tan al principio de nuestra historia. Puede ser enero o febrero de 1973, supongo, no más que eso, y mi papá me tiene en sus brazos. En la foto yo estoy a punto de cumplir dos años y nos estamos mirando. Él de frente, yo un poco de reojo. ¿Yo ya sé que es mi padre?, me pregunto, mientras se enfría el café de Costa Rica. Supongo que sí; a los dos años uno ya intuye relaciones intensas. ¿Y él ya sabe que soy su hijo, quiero decir, en el sentido más profundo y absoluto? Su sonrisa pareciera indicar que no. Todavía no sabe que nunca seré un buen tenista. No tiene la menor idea de que en el futuro se quedará muchas noches en vela, sin saber a dónde estoy ni a qué hora volveré, si es que vuelvo. No sabe que un día me iré a vivir lejos y que no estaré cerca cuando se muera. Es verano, es Mar del Plata, no tiene por qué saber nada de eso. ¿Qué sabe de mí, entonces? ¿Qué quiere de mí esa tarde? ¿Fantasea, en ese momento, en cómo serán nuestras charlas del futuro, como yo pienso en mis charlas futuras con Nina? ¿Entiende, o por lo menos se imagina, que mi mano derecha, regordeta y flexible, ya está en posición dactilográfica? ¿Sabe ya que escribiré a veces sobre él, cuando crezca, y que cuando se muera tardaré cinco años en llorarlo de verdad, y que lo haré en un hotel de Costa Rica y no en su entierro, ni siquiera en nuestra casa, a la que no puedo volver?

El tren lechero de las preguntas pasa veloz por encima de la mesa y hace que tiemblen todas las cucharas. No soy yo quien llora, todavía, es un tren sin ventanillas y nocturno que se percibe más de lo que se ve. Por eso nunca he querido ver sus fotos ni entrar de nuevo al comedor de casa. Porque no me gustan las preguntas que aparecen cuando estoy con la guardia baja. ¿Qué pensará el camarero costarricense al ver a un gordo que empieza a llorar en silencio mientras mira porno en tres dimensiones? Trato de calmarme, pero no puedo. Ahora pienso que voy a cumplir dos años en la foto, pero me llama más la atención su edad que la mía. Roberto está a punto de cumplir veintinueve, tiene catorce menos que yo ahora. Es un chico joven con su primer hijo en brazos. Conozco esa sensación, la de tener a tu primer hijo en brazos y creer en la eternidad. Tengo que llorar. Alguna vez tenía que hacerlo, pienso, lo jodido es que sea en Costa Rica, tan lejos de todo, y que haya una pareja de holandeses viejos mirándome de reojo. Lo jodido es que se me haya cerrado el estómago justo en un buffet libre. Ojalá sea verdad que Facebook quiebra en dos o tres años. No era acá, ni ahora, donde había que llorar.

Había que llorar la noche que llamó mi hermana para avisar que Roberto se había muerto, pero no pude. Yo estaba jugando con Nina y con Cristina en el estudio de casa. Las ventanas del verano estaban abiertas. Cuando supe lo que estaba pasando mi primera reacción fue hacerle señas a Cris para que se llevara a Nina a otra parte. En ese momento tuve miedo de quebrarme y que ella, con cuatro años, se asustara. Ese llanto no resuelto me duró media década. También lo postergué una semana más tarde, la noche de la presentación del libro, en Buenos Aires, cuando salimos con Chiri al escenario y Roberto no estaba en la primera fila. Pasó algo más esa noche, un rato después de que mi tío Toto me ofreciera la fotografía que nunca acepté. En un momento, antes de empezar a firmar libros en el hall del teatro, Fernando Luna me llamó aparte. Fernando es un viejo amigo de Mercedes que había ido a ver la presentación del libro. Pero tengo que contar algo antes, por eso digo que estos párrafos no tienen estructura ni lógica.

Tengo que contar que hace muchos años, en 1993, yo trabajaba en una revista de Mercedes y viajé a Mar del Plata a hacerle una entrevista a Fernando Luna. Él hacía un programa de televisión, muy visto en la ciudad, en donde interceptaba mercedinos en la playa y les hacía notas. Su esposa era la camarógrafa, y sus hijos los tiracables. Fernando tenía dos hijos. El menor, León, había cumplido o estaba por cumplir diez años. Esos días que estuve con la familia Luna en la costa pude ver de cerca la relación de Fernando con su hijo: tenían una complicidad brutal, sobre todo en temas futbolísticos, y los dos me hicieron acordar a la mía con Roberto. Una mañana Fernando me estaba contando, para el reportaje que yo le hacía, que había ido con León a ver un Boca-Independiente por la copa de verano, y que se perdieron con el auto, se pasaron de la cancha y llegaron para el segundo tiempo, cuando Independiente ya ganaba uno a cero. Después hubo un gol de Boca y lo anularon. «No sabés qué bronca», me decía Fernando, «nos perdimos el primer gol y el único que sí pudimos ver ni siquiera fue gol… Había un tipo que puteaba en la platea, que le tiró una botella al árbitro, ¿te acordás, León?». Y entonces León lo miró y le dijo, muy serio: «Eras vos, papá». Me acuerdo de muchos pimpones verbales así entre los dos, como si los hubieran planeado de antemano. Y yo pensaba que si esos pasos de comedia eran espontáneos estaba muy bien, pero que si los habían preparado para hacerme reír, entonces era todavía mejor.

Un tiempo después, creo que un año más tarde, León murió de repente, a los once años, de una enfermedad fulminante. Yo vivía entonces en Buenos Aires y el que me avisó de la desgracia fue mi papá, por teléfono. Esa mañana, cuando colgué, lloré de una manera descomunal, muy parecida a la de Costa Rica. Me dio un ataque de espasmos cortos, como hipos gigantes, y creí que no iba a poder parar nunca. El modo en que Roberto me dio la noticia por teléfono fue demoledora, creo que la causa del llanto fue esa. No dijo nada especial, porque era muy tímido para las situaciones graves, pero había algo en su voz que intentaba decir: «Estoy asustado», había una inflexión en el teléfono que decía: «Nunca me hagas eso».

Pasó otro año, y con Fernando Luna fundamos un periódico en Mercedes que se llamó El Domingo. Charlamos mucho en esa época, y un día me contó que la foto que está en la tumba de León la había sacado yo, aquellos días en Mar del Plata. Y me preguntó si quería ir a verla. Le dije que no, aunque recordaba la foto perfectamente. Es una donde León está con una cámara VHS, filmándome mientras yo lo fotografío. Fernando también me dijo, esa tarde, que podían cicatrizar ciertas heridas menores después de la muerte de un hijo, pero que nunca se podía volver a ser feliz.

Hacía muchos años que no veía a Fernando, cuando lo vi aparecer en el hall del teatro esa noche de 2008, una semana después de la muerte de Roberto. Me llamó aparte. Sospeché que me daría el pésame, como ya habían hecho otros mercedinos durante esos días, pero solamente me saludó y me dijo: «Esta mañana te mandé un mail, ¿lo leíste?». Le dije que no, que había estado todo el día de un lado para el otro. Y me dijo «Leélo.» Releer ese mail, que es una especie de foto verbal, me serviría mucho tiempo después, en una habitación de Costa Rica, para calmar el borbotón.

—La semana pasada —me decía Fernando en el correo, con fecha dieciséis de julio de 2008—, yo salía de lo de Magadán con un CD de Sabina y me crucé a la librería Chelén para ver si ya había llegado tu libro, y en el cordón de la vereda estaba tu viejo con tu libro en la mano. El tipo estaba mirando la vidriera, porque Andrecito Monferrand había puesto un montón de libros tuyos apilados, como si fueran bestseller. Un día Nina va a ser grande y vas a entender mejor esto que te cuento. Te lo escribo y se me pone la piel de gallina como si estuviera en la Bombonera. Nos pusimos a hablar, con tu viejo, creo que me dijo que Chichita me estaba buscando para ver si yo quería venir a la presentación en la Combi, y en un momento se hizo un silencio. Ahora me doy cuenta de que yo quise decirle algo y no encontré las palabras. Yo quería decirle que siempre te vi como un gordito terrible. Yo quería decirle que siento un placer enorme cuando en Boca aparece un jugador nuevo y en la tercera jugada vaticino: «¡Este va a ser un crack, este en Boca la va a romper!». Me pasó con Riquelme, con Bati y con Márcico. Y hace unos años con tu hijo. Eso le quise decir, pero no le dije nada. Igual él debe haber entendido algo, porque las personas también somos instinto, por eso me miró a los ojos, como hacía tu viejo, medio de costado, y me dijo: «Bueno, nos encontramos allá en el teatro y charlamos». Creéme que nunca hablé tanto con él de cosas importantes. Esa noche —y esto lo sé ahora que creo en Dios y que no tengo hijo que escriba libros, porque el mío se fue antes— confirmé que tu viejo era un gran tipo, y eso, gordo, es mucho más difícil que escribir libros. Cuando me fui él se quedó ahí, enfrente de la plaza, con tu libro en la mano y mirando la vidriera. Al otro día me dieron la noticia y no lo podía creer. Te lo tenía que contar porque es la verdad, no es una frase… Lo hiciste feliz hasta el último día de su vida, no sabés cómo estaba ese hombre ahí parado, mirando tus libros».

Ya está, era eso. Había que llorar. Y llorar hace bien. En esta habitación de Costa Rica, cuando por fin llega la calma, cuando ya no queda agua en la represa que ha estado contenida cinco años, y cuando terminan de pasar —por fin— los vagones del tren lechero a la velocidad de la luz, entiendo que la foto entre Roberto y yo, la de Mar del Plata, es la primera de una historia que duró casi cuarenta años. La quiero elegir como la primera. Y elijo como la última foto de esa historia la que me regaló sin querer Fernando en ese mail, la que me sirve ahora para cerrar el duelo. Desde hoy, supongo, podré mirar a mi viejo otra vez de frente, sin desenfocar.

Escrito por Hernán Casciari

Temas relacionados

#Muerte #Padre #Hijo #Recuerdos