Columna de opinión
Imaginemos que se acaba el mundo, ¿qué libros elegiríamos salvar?
Gabriela Wiener imagina el apocalipsis y que podemos guardar en una cápsula una docena de libros amados para que el hombre del futuro sepa quiénes fuimos.
La última noche en Barcelona, antes de mudarnos a Madrid, organizamos una fiesta para despedirnos de los grandes amigos. También invitamos a algunas personas. El piso está pelado y nuestras cosas empacadas en maletas. Lo único que queda a la vista son los libros, una pila de libros que no vamos a llevarnos. Hemos decidido realizar una mudanza sencilla, vender todos los muebles, viajar ligeros. Eso incluye abandonar buena parte de nuestra biblioteca, que pasará a manos de personas interesadas. El resto al contenedor. Para parte de mis libros eso equivale a una segunda hecatombe. La primera había ocurrido hace exactamente nueve años, cuando abandonamos Lima y nuestra biblioteca tuvo que ir a parar a casa de mis padres, repartida en cajas que, pensamos, algún día no muy lejano, volveríamos a abrir para devolverle su antigua dignidad. Iban a ser estanterías relucientes, en las que nuestros futuros hijos descubrirían las obras que habían conmovido la juventud de sus padres. Pero eso nunca sucedió, y una biblioteca paralela fue formándose en nuestra ciudad de acogida, y dejando a la otra para siempre en el limbo de la emigración. Nuestra nueva biblioteca se formó con otros volúmenes muy diferentes, casi todos novedades, libros escritos por los grandes amigos que haríamos y hallazgos recientes. Contaba una historia incompleta, como si hubiéramos empezado a vivir mucho más tarde. Y ahora nos proponemos desmontarla para seguir nuestro camino. He logrado catalogar los desechos en 1) libros que nos gustaron, pero que ya hemos leído y sabemos que no volveremos a leer, libros que por más que lo hemos intentado no leeremos jamás, 3) clásicos que se pueden leer gratis en internet o pueden comprarse por dos duros, 4) ejemplares repetidos de libros de mi papá (por lo general cada vez que publica un libro, y esto ocurre varias veces al año, me manda diez ejemplares), y 5) basura.
La fiesta de despedida es un éxito. En esta hoguera de las vanidades, algunos de mis libros se van con los colegas en bolsas del Carrefour y otros tantos tenemos que tirarlos. Sin compasión. Muchos se lo merecen. Pero este nuevo holocausto me deja un amargo sabor de boca, y vuelvo mentalmente, con insistencia, no a estas cajas que acabo de abandonar, sino a las antiguas urnas selladas que atesoraban mi —ahora se me presenta como tierna— educación literaria. Todo esto ocurre a muchos kilómetros de aquí, como cuando a una mujer que fue niña le da por recordar las viejas muñecas que amó e imagina desolada qué fue de sus tristes destinos, sin su cuidado. Inmersa en esta Toy Story libresca —mi Book Story personal— me propongo ir al rescate de mis viejos libros, pero no sé cómo hacerlo lejos de la vulgaridad. ¿Debería hacer cruzar el charco a un par de decenas de obras metidas en sus cajas? ¿Los libros deben viajar en barcos o en e-reader? La hecatombe reproduce la dinámica de los tiempos. Moverse es aprender a dejar atrás parte de uno mismo. ¿Cómo podemos viajar con semejante peso? Cada desplazamiento es un ritual electivo, un baile de opciones, y a la larga aprendemos que es menos probable que todo lo que llevamos con nosotros nos haga falta, que el hecho de que irrumpa la nostalgia por aquello de lo que nos hemos despojado.
La nueva mudanza tiene que ser muy selectiva; que al final acaben en la estantería o en un disco duro es lo de menos, tengo que salvarlos del olvido.
¿Debería hacer cruzar el charco a un par de decenas de obras metidas en sus cajas? ¿Los libros deben viajar en barcos o en e-reader?
Todo empieza por confeccionar una lista. La lista no de los mejores, sino de los que me hacen temblar con algo parecido al amor y la vergüenza. Una lista definitiva, quizá la que yo dejaría, suponiendo que alguna vez, este año 2012 por ejemplo, se acabara todo y no existiera nada más después; y así un día no muy remoto, cuando volviera a asentarse la vida sobre la Tierra, su contenido fuera un punto de partida para una nueva humanidad. O un cargamento para un viaje interestelar que nos aleje del fin del universo. En suma, como no pienso momificar a mi perro, ni a mi marido para que me acompañen al más allá, confecciono esta lista para mi ajuar funerario, mejor dicho, mi ajuar literario. Aquí va una breve muestra.
En un cargamento tan sentimental como el que pretendo para emprender la travesía, tienen que estar unos cuentos que solo funcionan si los lee en voz alta la voz dulce de una madre que quiere dormir a sus hijas. Y la madre lee este libro no apto para diabéticos, ni para críticos literarios, y solo consigue hacerlas llorar. Pero el llanto acerca al sueño. Corazón, diario de un niño, de Edmundo de Amicis, sería mi contribución a la supervivencia del melodrama. La vida siguió en esa dirección. Inoculada por el virus de la lágrima fácil casi desde la cuna, por las historias de sacrificio y los niños héroes; esta historia me reveló tempranamente que las personas no están hechas solo de carne y hueso, sino también de palabras. Mi predilección por las historias de aprendizaje llegaría a su punto más alto con la lectura de Los ríos profundos de José María Arguedas, donde otro niño héroe, Ernesto, trasunto del verdadero niño Arguedas, descubre las desigualdades en que están basadas las relaciones de poder en el mundo andino, ese mismo que él había aprendido a amar por su cosmovisión mítica, lírica y simbólica.
A los doce años leí Cien años de soledad tendida en el sofá de casa. Los días pasaban detrás de las persianas, sol y oscuridad y sol, y yo seguía tendida leyendo este triunfo de la imaginación. El primer libro que mi padre me enseñó a amar.
Un episodio triste de mi biografía que he contado mil veces: yo recitando a César Vallejo de memoria en las actuaciones del colegio, delante de una multitud indiferente que hace escarnio —lo siguió haciendo incluso después del colegio— de mi capacidad para la declamación, esa que conseguí gracias a los años que pasé haciendo fonomímica de temas de María Conchita Alonso ante mis abuelitas. Nada de esto debe pasar a la posteridad. Lo que no debería perderse el futuro es Trilce, el poemario que más lejos ha llegado en su radical experimentación con el lenguaje. Si hay algo que recuerdo con mayor intensidad de mis años en la facultad de Lingüística y Literatura son los días en que aprendimos a «traducir» la extraña pero tan humana lengua de Vallejo. Su odumodneurtse.
A los doce años leí Cien años de soledad tendida en el sofá de casa. Los días pasaban detrás de las persianas, sol y oscuridad y sol, y yo seguía tendida leyendo este triunfo de la imaginación. El primer libro que mi padre me enseñó a amar. Se sabía varias partes de memoria. Pero El segundo sexo de Simone de Beauvoir y Así habló Zaratustra de Nietzsche hicieron que me volviera vieja de golpe. Estaba por llegar mi etapa existencial, la extrañeza que, creo, me acompañará hasta la muerte. No he superado ninguna de las lecturas de esos días. El extranjero de Albert Camus me enseñó a escribir y a saberme otra. Fue la mejor medicina para neutralizar al menos en parte los vicios de mi infancia. Ese arranque en que el hombre desapasionado cuenta el viaje hacia el funeral de su madre debe preservarse por el bien de la civilización. Contra el absurdo y el aburrimiento, sea salvado.
Hay un libro raro, Final de partida, de Beckett, un drama duro y desasosegante lleno de frases que apunté en cuadernos. Es la única obra de teatro que realmente me ha dado ganas de interpretar. De hecho lo hicimos, aunque en la intimidad: yo era Hamm y él era Clot. Me pareció que la pugna entre este amo y su sirviente se parecía mucho a mi idea de una gran pelea amorosa. En esa época yo era muy fan de las peleas de pareja con diálogos prodigiosos.
Madame Bovary fue durante años mi modelo de conducta, la vida de Emma, aunque ficticia, fue mi leitmotiv como mujer que vive en el folletín y que a continuación lee los Diarios de Anaïs Nin y sueña con tener dos maridos y tres amantes. Pero esa mujer no lo consigue, entonces lee Ariel de Sylvia Plath y descubre que la poesía puede ser un arma contra la asfixia de la vida doméstica y el horno a gas.
No puedo dejar este mundo sin una novelita, aparentemente marginal en la obra de su autor, pero que para mí tuvo un lugar central. Las escenas de sexo entre chicas jóvenes y ancianos decrépitos, entre chicas jóvenes y perros rabiosos, de La marquesita de Loria de José Donoso, orientaron mi gusto hacia el porno freak. En esa línea algo perversa, rescato con urgencia Lolita de Nabokov, Trópico de cáncer de Henry Miller y El teatro de Sabbath de Philip Roth.
He dejado uno muy especial para el final: después de leer Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, soñé durante mucho tiempo con reeditar el mito del escritor latinoamericano en Europa que había alimentado algunos de los libros de mi lista, para confirmar poco después que ya nos quedaban muy pocas reservas de romanticismo. Ese libro fue mi guía de Barcelona, la ciudad que estoy dejando atrás, la ciudad en la que he tenido una biblioteca que ahora se llevan otros a jirones. Y ya no queda la menor duda, el fin del mundo está muy cerca. Y el amanecer tiene quinientas páginas.