Los viajes de falopa mística no se hacen en familia
Juan Sklar y su hijo Goran en la India. Orsai.

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En su última carta desde la India, Juan Sklar nos pregunta: «¿Tenemos una 'vida fantasma', un existencia posible que en nuestra fantasía es mucho más feliz?»

Querido Hernán:

Todavía no me toca mandarte la próxima carta, pero me pasó algo que me obliga a sentarme a escribir. No quiero que este sentimiento ni estas ideas se me escapen.

Fuimos a Kudle, una playa donde hace cinco años me pegué un viaje de bhanglassi. El lassi es una especie de yogur bebible, dulce o salado, en general preparado con frutas. El bhanglassi es eso, pero preparado con hachís y pega bastante.

Ese viaje de bhang  (que está narrado en mi libro «Nunca llegamos a la India») fue uno de los momentos decisivos de mi viaje y tuvo una influencia enorme en lo que siguió de mi vida. Este año vine a India dispuesto a repetirlo.

Yo ya había hablado con mi mujer para tener un día entero para mí. La idea era tomar el bhanglassi  a la mañana, estar en el viaje todo el día y levantarme a la mañana siguiente más o menos rescatado como para hacerme cargo de mi hijo.

La otra razón para ir a Kudle (y a las otras playas que están alrededor: Om, Halfmoon y Paradise) era porque yo quería hacer una pooja, una especie de ofrenda, para Kavita, uno de los personajes centrales de mi novela.

Llegamos a Kudle y ya algo andaba mal. Yo la recordaba amplia y tranquila, pero también habitada por hippies, mochileros, yoguis, surfers, malabaristas y toda clase de personajes. Ahora la playa estaba vacía y sin alma. Los bares y los hostales estaban ahí —de hecho había más que cuando yo había estado—, solo que faltaba gente.

Entramos al hostal que habíamos reservado por Booking.com: unos cuartuchos apiñados, oscuros y húmedos. Abrimos la puerta de la habitación y Goran dijo:

—Papi, acá hay olor a pedo —y después se rió porque pedo y culo son sus palabras favoritas y las dice todo el tiempo.

Nosotros también nos reímos, pero después de confirmar que el hostal tenía un sutil pero constante olor a pañal usado —bastante parecido al de Jaipur—, decidimos irnos. Goran estuvo de acuerdo.

Nos instalamos en otro hotel, apenas más caro pero mucho más lindo. Nos metimos al mar, nos bañamos, comimos, y en la cena mi mujer me dijo: 

—Che, medio que todo el pueblo tiene olor a culo.

No era algo que se sintiera todo el tiempo, pero cada cinco o seis minutos se venía el barandazo y era indisimulable.

Esta vez Tashi lo bautizó efecto Montañitas  en honor al pueblo costero de Ecuador que, de tan hermoso y copado, se llenó de mochileros y hostales aunque sin una red cloacal que administrase eficazmente los soretes que salían de sus culos. Algo parecido pasa en algunos lugares de de Koh Tao en Tailandia (donde también estuvimos, y sentimos un poco de olor a culo).

Verás, Hernán: el turismo mochilero, aunque tiene una narrativa de aventura, exploración y libertad, respeta muy fielmente las leyes del mercado. Si el producto que los mochileros consumimos que es «lugar con onda» está barato, la demanda sube. Entonces o bien suben los precios (y los mochileros desaparecemos) o bien crece la oferta de alojamiento y consumo hasta destruir lo que sea que llamáramos «onda».

La mayoría de las veces el turismo mochilero persiste y convive con el turismo así llamado comercial: los mochileros eligen sus propias zonas y sus propios comercios con precios más bajos y mas «onda». Pero el mochilero nunca deja de comportarse como un nicho de mercado en la gran industria del turismo mundial.

Un experto en marketing diría que el mochilero consume una épica de la precariedad. Del mismo modo que los precios altos le aseguran al careta que los indeseados no entren a su mundo de consumo, el mochilero confía en que la incomodidad y cierta roña dejen afuera de su viaje a todos los que no son como él.

Kudle daba la sensación de haber crecido mucho en poco tiempo. Parece que subieron los precios, la voz se corrió por TripAdvisor y la demanda de turismo mochilero, tan sensible y elástica a los precios, salió rajando. Y encima dejaron reventados los pozos ciegos.

—¿Qué hacemos? ¿Nos vamos?

Mi mujer quería volver a Palolem, en Goa, donde habíamos estado muy a gusto. Una playa tranquila y cómoda elegida por familias y jubilados europeos, donde Goran tenía amiguitos y jugaba a la lucha con los empleados de las cabañas.

En esa playa superé mi ataque de ansiedad escribiendo en mi cuaderno, nadando hasta las rocas y cavando pozos con mi hijo. Estaba bien, podíamos volver.

Pero en Kudle estaba el bhanglassi. Y estaban los recuerdos de mi novela y también los recuerdos de mi último viaje de soltero, el último verano con todo el tiempo para mí, para escribir, y para drogarme y tirotear europeas (casi siempre sin éxito); para tener novias de viaje que duraban tres ciudades, para el bhang, para la keta, el chillum y el ácido, para gozar y sufrir de mi soledad y para no hacerme cargo ni preocuparme por nadie. Es verdad que en Kudle había olor a culo, pero era el olor a culo de mi adolescencia tardía.

—Quedémonos si querés —dijo Tashi—. Este es mi regalo para vos.

—No, no. Vamos, vamos —respondí poco convencido—. Si querés nos vamos.

—¿Pero vos qué querés hacer? —dijo mi mujer.

—Mi amor, si vos no estas cómoda, tranqui, nos vamos.

—No —dijo—. No vamos a hacer eso. Porque si nos vamos a Palolem vas a decir que fue porque yo te lo pedí. Y no. No quiero otra vez el cuento donde vos sos el copado que quiere pegarse viajes de falopa mística y yo la amarga que se lo lleva a una playa linda y limpia para estar en familia. Kudle o Palolem, lo que vos quieras, te acompaño. Pero la decisión es tuya.

Tashi se fue a dormir con Goran. Yo me metí al mar. El agua estaba caliente y reflejaba la luna casi llena. Me sequé. Fui a un bar. Pedí una Kingfisher, la menos fea de todas las cervezas que se fabrican en India. La última vez que había tomado Kingfisher solo en Kudle había quebrado en la orilla y mi vómito de panner butter masala  se había ido con las olas del mar de Arabia.

Me senté en la barra. Cerca mío había un grupo de mochileros israelíes, cada uno mirando su celular. En la otra punta de la barra un pelado de cuarenta y cinco años, tatuado, en cuero y babuchas, fumaba un tabaco armado y miraba la nada. Una vaca paso por la playa. Frenó, se echó un cago en la arena y siguió su camino. La torta de bosta tenía muy buena altura.

En el bar sonaba un trance oscuro y monótono y el tatuado movía la cabeza al compás.


Escribo esta carta desde Palolem. Goran juega con Misha y Nikka, dos hermanitos rusos con los que anda todo el día, aunque no les entienda una palabra. Al lado mío Tony y Paulette, dos jubilados británicos, sorben el tercer mojito de la tarde. Están ahí sentados hace cuatro meses.

Tashi duerme la siesta en una reposera. A la noche vamos a ir al centro a comprar artesanías.

El fantasma de mi soledad estuvo presente durante todo mi viaje, dejando flotar la pregunta sobre lo que podría haber vivido si ellos no venían.

Pero es un fantasma, nada más. Me cuesta aceptar que esa etapa de mi vida quedó atrás y que ni siquiera puedo culpar a mi mujer y a mi hijo por la supuesta falta de libertad. Yo elegí esto y con muy buenas razones.

Supongo que todos tenemos una vida fantasma. Una existencia posible que no elegimos y que en nuestra fantasía es completa y feliz.

A los treinta y cinco elegir pesa diferente, porque viene con la certeza de que hay una vida paralela que ya nunca vamos a vivir.

Todo esto lo digo bronceado y en cuero, rodeado de afecto, con sal en la piel, viendo el sol ponerse sobre el mar, haciendo lo que más me gusta, y cobrando por ello. Estoy adentro de la foto con la que alguna vez soñé. Lo que no se suponía que iba a pasar es que, acá también, adentro de esta foto, iba a seguir soñando con otra foto.

Quisiera decir que mi vida fantasma quedó enterrada en algún lugar de Kudle entre el tatuado y la pila de bosta. Pero sería falso y un poco ridículo. Yo no escribo para hacerme el sabio y declarar por ahí que ya superé mis conflictos y la tengo clara. Escribo para recordar que esta es la vida que elegí, mi vida real, la vida que quiero.

Te mando un abrazo,
Juan

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