Cartas
Abstinencia de fama
Está casi confirmado que Juan Sklar va a volver de la India con más preguntas que respuestas. El eje de esta carta es «la fama» y la cuestiona todo lo que puede: «Si me gusta y la tengo, ¿cuál es el drama?»
Querido Hernán:
Estoy en Hampi, en el sur de la India, en la capital del antiguo reino Vijayanagara. Cuando estuve acá hace cinco años dormía en el techo de una hostería, en un colchón de aromas muy polémicos, dentro de una red para mosquitos, por un dólar y medio la noche. Esta vez estoy parando en una especie de estancia en las afueras del pueblo, con cabañas tradicionales y un casco colonial. Hay palmeras, bananos y árboles de mango. Toda la propiedad está rodeada de campos de arroz y caña de azúcar. Para cualquier cosa que necesito hay un indio muy solícito dispuesto a ayudarme (o dos o tres o seis indios. Acá siempre hay gente dando vueltas por todos lados y nunca sabés muy bien qué es lo que están haciendo). Hoy mientras comíamos con mi mujer y mi hijo a la sombra de un gazebo de paja, disfrutando de la brisa del mediodía, nos miramos con mi mujer y dijimos: «Así vivían los ingleses».
No es difícil imaginar a un lord de morondanga que en Londres se moría de frío, acá cómodamente sentado en el balcón de este casco sorbiendo un chai mientras los indios laburaban para él.
Cada noche en esta hostería, con desayuno incluido, sale más barato que lo que sale alquilar una casa en el partido de La Costa en enero. Si a eso le sumás el alquiler de una carpa y lo que sale la carne en el Coto de Mar del Tuyú, verías que es más barato estar acá entre ruinas centenarias que pasar un mes en Las Toninas.
Desde mi última carta hasta hoy, participé o moderé cinco mesas de debate en un festival de literatura, leí poemas a dúo con un escritor indio que tiene parálisis cerebral, me metí al mar de noche en Goa, recibí una propuesta de casamiento y pasé el peor día del viaje.
Estábamos en Palolem, un pueblito tranquilo sobre el Mar de Arabia, donde te alquilan cabañas en la playa misma, donde hace calor todo el tiempo, el agua es transparente y no llueve nunca. Durante el día empecé a tener las primeras ráfagas de ansiedad y a la noche, que es cuando peor la paso, llegué a sentir punzadas de dolor físico y tensión en la mandíbula.
Mi mujer, que ya está acostumbrada a estos episodios en Buenos Aires, me dijo:
—Ya sé que te pasa. Tenés abstinencia de fama.
Ni bien terminó de decir eso la mande a cagar y fui a darme un chapuzón. Durante la cena, sin embargo, terminó de desplegar su teoría.
—Mirá —dijo—, venís de cuatro días de vivir con chofer y asistente, de sacarte selfies y firmar autógrafos a gente que ni siquiera leyó tu novela, de dar charlas, de ver tu foto en carteles por toda la ciudad, de leer poesía en un auditorio explotado y de discutir con autores de todo el mundo sobre colonialismo, traducciones y apropiación cultural. No sé si es «fama» pero me parece que te quedaste un poquito manija. Para mi tu ansiedad es el síndrome de abstinencia de esa adrenalina.
Lo bueno de vivir con una médica es que para ella no existen los problemas sino los pacientes mal diagnosticados.
En la idea que yo siempre tuve sobre lo que debería ser «un escritor» la fama es algo que habría que despreciar o por lo menos ignorar. Y si es fama social mediática, todavía más. En esa idea un poco antigua pero que todavía sobrevive en mí, el escritor debería trabajar sin darle importancia a los aplausos, movido solamente por una urgencia interior. Y fijáte que si leés las notas a autores argentinos contemporáneos vas a ver que todos dicen más o menos lo mismo. Que no les importa el reconocimiento ni la fama, que ellos hacen esto por otra cosa. Y probablemente sea verdad, escribimos por otras razones. Pero cuando el halago aparece no conozco a ninguno de mis colegas que sea inmune.
Verás, la fama es un droga dura de acción muy rápida. Intensa y de efecto cortísimo. Su ausencia se siente muy rápido. El viaje que te pegás con el aplauso no dura nada y enseguida querés un poco más. Encima ahora la falopa de la fama es barata. Cualquiera con redes sociales puede acceder a un cierto nivel de reconocimiento externo que lo vuelve adicto. ¿Cuántos de los que están leyendo esta nota, ahora en internet, miran sus redes antes de desayunar? Ni un pucho, ni un café; hoy la gente se despierta y busca su dosis de likes.
El problema entonces con esto de la fama es que me gusta. Y que me pega. Y que bajo la excusa de difundir mi trabajo, le doy rienda suelta. En Guwahati, en el festival de literatura, le saqué una foto al cartel que tenía mi cara y lo subí a Instagram, a ver si quemándome los dedos podía sacarle a la tuca de la fama una sequita más.
Pero si me gusta y la tengo, ¿cuál es el drama? A disfrutarla y chau. Lo único que necesito es silenciar a ese puaner progresista pseudo intelectual que habita en mi cráneo y listo, a gozar de los likes.
El problema es que bajo los efectos del halago, no escribo. O escribo mal. O escribo corto, en el mejor de los casos. Es imposible escribir una novela, por lo menos para mí, si una vez por semana me aspiro una raya gorda de likes.
«Nunca llegamos a la India», mi última novela, la escribí de viaje y la corregí en otros tres veranos, en una quinta y en la casa de mi tía en Tilcara, casi sin actividad de red social. «Los catorce cuadernos» la escribí en una isla del Tigre y en una cabaña en el sur sin señal de celular.
En el medio escribí otras cosas (como los textos de La Agenda o los de Orsai) pero hay cierta extensión y con ello cierta profundidad a la que solo accedo si apago el teléfono. Esta misma carta la estoy escribiendo a mano, con el celular apagado a treinta metros de distancia.
En mi taller tengo una caja donde los alumnos tienen que dejar el teléfono apagado. Durante las tres horas que escribimos ni los tocan. Pero apenas se abre la caja se lanzan como reventados a ver si pueden jalar un mensajito de WhatsApp.
Vos Hernán sos uno de los escritores argentinos vivos con más exposición, por lo menos de los que yo conozco. Esa fama, la radio, las redes, ahora encima la tele, ¿no te afectan a la hora de escribir?
Supongo que en el fondo hay algo de la escritura que no puede, ni siquiera en estos tiempos, separarse de la soledad. Que leer y escribir implican un desconectarse del mundo para entrar en otro vínculo, un diálogo silencioso con un amigo ausente. Una habitación tranquila donde no importa cuánta gente mira tus stories.
Llevo dos horas con esta carta. Miro mi cuaderno, miro las palmeras y miro las cabras. Me gusta este lugar.
La escritura también es una droga con efectos concretos sobre el cuerpo de quien la consume. Pero a mí por lo menos no me deja manija, ni vacío. No me vuelve un ególatra, ni me da envidia ni me hace sentir mal.
Pero tampoco es quiero irme a vivir a una cueva a escribir poemas que nadie va a leer. Me gusta la exposición. Quiero la electricidad del reconocimiento, la energía del público. Solo quisiera que la mirada ajena no me deforme. Y no aplaste mi escritura. Quiero poder compartir lo que hago con el mundo sin que ese viaje destruya todo lo demás.
Te mando un abrazo,
Juan