La bronca contra la India se me vino encima
Un tren en la India. IB Times.

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Es la segunda vez que Juan Sklar nos escribe desde la India. Sumido en un debate entre el amor y el odio, el asco y el placer. Una carta con animales, planteos existenciales y escenas de culpa explícita.

Una carta de Juan Sklar

Querido Hernán: estoy sentado en el bar de un hotel cinco estrellas en Guwahati, la capital de Assam, uno de los estados orientales de India que hay entre Bangladesh, China y Myanmar, donde se produce uno de los tés más ricos del mundo. Hermoso.

Pero hace un par de horas, nada más, estaba en un hostal de Jaipur con mucho olor a mierda. Mierda no, porque los soretes tienen un olor particular, intenso y penetrante, fácil de combatir: sacás el sorete y se acaba el olor. Lo que había en nuestro cuarto era un aroma más suave pero más general, un perfume a mierda sumergida que fue creciendo de a poco hasta ocupar todo el edificio y parte de la calle.

Mi mujer es médica y le gustan las metáforas hospitalarias. Su diagnóstico fue «insuficiencia cloacal». Como si la ciudad de Jaipur fuera un paciente con las coronarias tapadas de caca.

Mañana empieza el Brahmaputra Literary Festival, un evento literario que me trajo hasta acá, todos los gastos pagos más un estipendio diario en dólares. Al mediodía me toca moderar una mesa debate sobre el oficio de la escritura, con autores de Estados Unidos, Francia, Singapur y la India.

No sé cuanta guita le cuesta al estado de Assam esta joda, pero no puedo evitar la culpa. Con lo que se gastaron en mí le das de comer a una familia india por dos años.

Ya sé:  sueno como el facho que usa la pobreza de excusa para no gastar en cultura y al final no ayuda a los pobres ni invierte en cultura. En cualquier caso, me estoy tomando el trabajo en serio, preparando mis charlas y leyendo sobre los otros autores.

Pero me cuesta enfocarme. Hace dos días estábamos en el Taj Mahal. Unas horas después, en la estación de tren de Agra y unos monos cagados de hambre atacaron a mi mujer. Todo porque tenía bananas en una bolsa.

En ese momento yo estaba con mi hijo a upa, veinte metros más adelante. Pero mi mujer la tiene clara y no es nada cagona y los espantó golpeando el cochecito vacío contra el suelo. Los monos se llevaron las bananas y corrieron despavoridos.

Bueno, tan valiente mi mujer no es porque al rato subimos al vagón de tercera clase y ni bien vio pasar una rata entre los asientos se parapetó en una cucheta alta y no bajó en todo el viaje. Quise saber cuán grande era la rata.

—How big? —le pregunté a una familia india.

El marido abrió las manos con un espacio de unos cuarenta centímetros en el medio y dijo:

—This little.

En estos días fuimos al Fuerte Rojo y al Fuerte Amber. Por la calle vimos cabras, camellos, vacas, monos, ratas y elefantes. Mi hijo se volvió loco con los sables y las hachas de los guerreros Rajput. Morfé comida callejera con uno de los personajes de mi novela.

Goran meó un árbol en los jardines del Taj Mahal, nos clavamos una siesta en las ruinas centenarias de Haus Khaz y mi mujer intentó sin éxito meterse en un leprosario. Todo rodeado de ruido, mierda y pobreza.

Y de pronto: room service, lavandería y spa. Cuando llegamos, llenos de polvo y roña mochilera, los voluntarios del festival no terminaban de creer que nosotros fuéramos los invitados. Igual nos recibieron con honores, regalos y reverencias, porque la verdad es que no hay gente en el mundo, que sea más hospitalaria que los indios.

Me siento muy agradecido. El país que me hizo parir una novela ahora me trae de vuelta para festejarlo. De pronto veo todo muy diferente. Mi novela «Nunca llegamos a la India» tiene cientos de páginas de bronca contra este país y su gente, la mugre, los mochileros y el clima. Cinco años después vuelvo y todo me parece regio y sensacional. Saco fotos, las subo a Instagram y me lleno de likes.

¡Qué careta! Toda una visión de la India (antes y ahora) basada en mi estado de ánimo. Vine solo, sin un mango, haciéndome la paja para poder dormir y sacaba poemas que empezaban «la India es un asco» y escribí una novela entera bardeando a los yoguinis occidentales. Ahora vengo con mi familia, algo de guita e invitado a un festival y canto las alabanzas del caos bañado en curry.

¡Por favor! Quemen esta carta y todos los ejemplares de la novela. Son la obra de un veleta. Un deforestado emocional que ni siquiera es capaz de tolerar su propio vaivén sin vomitárselo al mundo.

A mi mujer la vuelvo loca. Que la amo, que no la banco, que la adoro, que me escapo. Que tengamos otro hijo, que no me banco al que tenemos, que tengamos tres. Pero bueno, ella me eligió y que se la banque. Además, la mitad de las veces lo que le digo le resbala y eso hace mas fácil las cosas.

El tema es mi hijo. ¿Cómo se vive con un padre intermitente? ¿Cómo se lleva el oscilar «papi te adora, papi no te banca, papi está siempre para vos, papi sueña con irse a la mierda»?

Yo sé que él lo siente. Disfruta cuando estoy conectado y sufre cuando estoy ausente. Todas las otras personas del mundo pueden elegir alejarse de mí, o saben cómo manejarse. Él está clavado conmigo por los años de los años con el inconsciente a merced de mis patologías.

Me gustaría protegerlo de eso (de mí) pero es ridículo. Uno cría con lo que es y con lo que tiene. Más allá del esfuerzo que hagamos, los hijos nos sienten.

Los países también nos sienten y mi bronca contra la India se me vino encima. La pase realmente muy mal acá. Pero veo que ya estamos amigados porque llegó mi asist ente personal del festival y nos llevan a todos a morfar paneer pasanda con un rico naan.

Te mando un abrazo,
Juan 

Una carta deJuan Sklar

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