La familia es un flagelo que elegimos por propia voluntad
Juan Sklar y la mezquita azul de Estambul de fondo. Tashi Iwanow.

Cartas

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Quinta carta de Juan Sklar, y la primera que escribe desde la India, el país menos recomendable para viajar con niños. ¿El autor se arrepintió tan pronto? Escuchemos.

Querido Hernán: estoy en un hotel de Estambul. En un rato sale nuestro avión a Nueva Delhi. Mi mujer y mi hijo duermen. Nunca los amo tanto como cuando los veo dormir. Me siento un buen padre, responsable y protector.

No es que sea mal padre, pero cuando el nene esta despierto a veces lo amo y a veces quiero romperle la cara de una piña. Pobre. Se portó de maravilla en los dos aviones que nos tomamos hasta ahora. Ni siquiera lloró. Lo más cerca que estuvo de hacer quilombo fue cuando vio una señora de burka y dijo: «Mirá papi, un ninja», y tiró unas patadas al aire.

A mi mujer tampoco la amo todo el tiempo, y mucho menos cuando el nene nos está saltando en la cabeza o estamos discutiendo sobre algo de la casa. A ella también la adoro cuando está dormida.

La familia es un límite a mis deseos y a mis caprichos.

Yo, a este viaje, podría haber venido solo. Vengo acá, a la India, a presentar mi novela «Nunca llegamos a la India», o sea: estoy trabajando. Y en noviembre mi mujer se fue tres semanas a África, a una misión humanitaria. Mientras tanto, yo me quedé en Buenos Aires cuidando al nene.

Yo tenía todo el derecho del mundo a venir solo. Pero elegí viajar con ellos a ese país desquiciado que casi me destruye, y que solo pude atravesar escribiendo una novela de cuatrocientas paginas.

La familia es un flagelo que elijo voluntariamente porque me hace feliz. A contramano de los tiempos, que piden soltar  y ser libre, la familia es un límite a mis deseos y a mis caprichos.

Ese límite no es solo algo que hay que soportar para poder recibir amor. Es el regalo más grande que tiene una familia: no dejarme hacer todo el tiempo lo que yo quiero.

Porque yo sé cómo termina la búsqueda imparable del deseo. Vacío, pánico y gente lastimada. 

Hace poquito salió una nota sobre mis tres libros. El crítico decía que, en todos, el único límite al discurso del deseo era la familia o la muerte.

Se lo lleve a mi psicólogo. Se río. Y me dijo: «¿Tiene que salir en el diario para que usted me escuche? La familia es lo único que se interpone entre usted y la autodestrucción».

Entonces, me quedé pensando: ¿qué es lo que me frena, qué es lo que me ata al mundo, qué es lo que le pone correa a mi deseo?

Lo que pesa. Lo que atrapa. Las cadenas voluntarias. Ahí está mi posibilidad de satisfacción. Porque el deseo no para nunca. Siempre quiere más, y en esa búsqueda yo he puesto en riesgo mi trabajo, mis afectos y mi cuerpo. Y ni siquiera me hace del todo bien.

Tratar de ser feliz solamente siguiendo el deseo es como tratar de llenarme la panza solo comiendo mostaza.

Pero no seamos caretas. Tampoco se puede renunciar al deseo. ¿Entonces qué hacemos? Porque de alguna forma hay que intentar tener las dos cosas. O por lo menos hacer algún tipo de equilibrio entre eso que nos excita y nos vuelve locos, y eso otro que nos tranquiliza.

Así que acá estoy. O, mejor dicho: acá estamos, a punto de llegar a India, el país demente donde a mí se me ocurrió cruzar el deseo con el amor, y la aventura con la familia.

Te mando un abrazo,
Juan

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