Encuentro con madre biológica en un prostíbulo
Mujer mayor en un burdel. Getty.

Relato de ficción

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Durante seis semanas, Alejandro Seselovsky imaginará posibles encuentros con su madre biológica, Clotilde, una mujer que lo abandonó al nacer y que el periodista todavía no conoce. Las escenas de fantasía surgen de un texto principal, y verídico, que ustedes pueden encontrar en Revista Orsai muy fácilmente. Este es el cuarto episodio.

Viene de un texto principal llamado: ¿Cómo busca a su madre biológica un periodista de investigación?

No esperaba que fuera así. No esperaba, el tipo, encontrarla convertida en una puta vieja trabajando en un privado al que se llega mediante un papelito arrancado de un poste de la calle. “Yenny madurita” dice el volante junto a la foto de una mujer que vende su deterioro con una brevísima tanga piel de leopardo y dos pezoneras colgantes, bijou de fantasía. 

Es la primera vez que la ve, es su primer encuentro con ella, con su madre, con la madre que lo parió y que lo regaló apenas parido. Nació de esa concha, el tipo. La atravesó como la pija de un cliente circunstancial la atravesará esta noche en sentido contrario. Yenny madurita, lee. Ya sabe, el tipo, a dónde ir a buscarla.

Antes de tocar el timbre mira una vez más a la mujer con la que se va a encontrar apenas suba, apenas sea recibido, apenas pague la tarifa correspondiente, el servicio, un bucal, dos participaciones: el tipo pagará lo que haya que pagar porque desde hace cuarenta años viene pagando con el cuerpo y con el alma la posibilidad de quedar un rato a solas con ella.

El sonido del timbre le resulta el anuncio de lo real, el pasaje de fantasear con encontrarla a encontrarla, de fantasear con estar ahí a estar ahí. Una voz de portero eléctrico le da la bienvenida desde alguno de todos estos departamentos. Vengo a ver a Yenny, dice el tipo. Pasá, dice la voz. 

Mientras sube, no se le ocurre al tipo el pronóstico de su temperamento, quién será cuando esté ahí: la voy a hacer mierda, por hija de puta, por haberme regalado como un paquete. O le voy a agradecer, por santa, por haberme dado la vida, por haberme llevado nueve meses encima. El ascensor ya está detenido y el hijo todavía no sabe qué hijo será cuando la tenga enfrente.

Siempre le tuvo miedo a esas puertas tijera, a esos hierros negros que se cierran y que si te descuidás te arrancan un dedo. Su verdadera madre, es decir, la persona que lo crió, siempre le decía que guarda los dedos y él ahora cierra con ese cuidado aprendido. Después busca la puerta correcta y toca el timbre correcto. 

Abre la recepcionista, que es todo lo indolente que el tipo se imaginaba. Es una chica en horario de trabajo recibiendo a un cliente más que, como cada uno, paga por venir a coger. Pasá, infeliz, siente el tipo que la chica le dice aunque no se lo diga, aunque solo le diga: pasá. Y él pasa con la suficiencia del que sabe a lo que viene. Busco a Yenny madurita, dice él. Está ocupada, dice la chica recepcionista. La espero, dice él. Tiene para media hora, dice la chica recepcionista. La espero igual, dice él otra vez.

Desde un cuarto descuidadamente cerrado llegan unos ruidos inconvenientes. En realidad el cuarto está bien cerrado pero las paredes que separan los ambientes no son paredes de verdad, es todo durlock y melanima, está todo construido con materiales símil que reemplazan materiales reales. Se escucha todo porque las paredes no son paredes, hacen de paredes. 

El tipo está sentado en una sala que revienta de humedad esperando que su madre termine de coger con un desconocido para que venga finalmente a conocerlo. Mientras tanto, buscando parecer el cliente que no es hojea una revista. 

Mientras lee, el tipo escucha el gemido bruto, masculino, de un hombre que ha pagado por darse el gusto de cogerse a su madre, y el gemido de su madre, más teatral, un gemido en acto y que tampoco es un gemido, hace de gemido.

El cliente paga y goza. La madre gime y factura. El hijo lee la revista, la chica recepcionista juega al solitario en su celular. Sobre el machimbre hay un póster de Roxette. 

De golpe, unos segundos de silencio y enseguida un caballero que viene caminando desde el fondo y aprovecha los últimos metros de pasillo para terminar de levantarse la bragueta.

Atrás viene ella y antes que ella, anticipándola, llega el estruendo de sus tacos sobre la madera. El hijo la ve venir escuchándola. La mujer no sabe que aparecer es aparecérsele a él. Tiene puesto casi nada.

Cuando le pregunta a la chica quién sigue, la chica señala con un rápido movimiento de la cabeza al único hombre que permanece ahí sentado y ella mira a su cliente que no es su cliente, hace de cliente, en realidad es su hijo y es a su hijo al que le dice:

—¿Vamos corazón?

El hijo se levanta y la sigue, camina detrás de ella. La mujer avanza como cualquier otra mujer en el mundo que se dirige a su trabajo. Él, no. Él avanza hacia el fondo de su propia historia, avanza como nunca  avanzó hacia ninguna otra cosa. La mujer que le marca el camino es la mujer que le dio la vida y en unos instantes sabrá quién es ella y quién es él delante de ella.

El cuarto es un cuadrado húmedo con un colchón sobre un catre de hierro, una banqueta baja y una mesa de luz con preservativos del hospital público. 

—Sacáte, corazón —dice ella.

—Pagué dos horas —dice él.

—¿Y pagaste para que charlemos vestidos? —pregunta ella.

—Pagué para conocerte —responde él.

—Ah, sí, me recomiendan mucho —dice ella.

Él no dice nada más.

Con desgano la mujer se sienta en el borde de la cama, levanta del piso una cartera pequeña y saca un paquete de cigarrillos. Es una mujer de sesenta años aguantándole el mambo a un tipo de cuarenta que la mira, que no le saca los ojos de encima pero que se queda ahí quieto, con los zapatos puestos. Mientras, la mujer le da rosca a un encendedor que no funciona.

—¿Me das fuego? —pregunta.

—No fumo —responde él.

La mujer hace una pausa, se queda con el cigarrillo sin encender entre los dedos, trata de comprender qué busca el tipo que tiene ahí adelante.

—¿Viniste a mirarme?

—En un sentido, sí.

—¿Qué sos, mirón?

—¿Vos querés decir voyeur?

—No, quiero decir mirón.

La mujer lo intenta de nuevo pero no consigue encender el cigarrillo. De la rueda sólo sale una chispa inútil y después de un rato la mujer siente un pequeño ardor en la yema. El que ahora pregunta es el hijo.

—¿Quién te puso Yenny?

—Yo me lo puse. 

—¿Y por qué?

—¿Cómo por qué?

—Que por qué te lo pusiste.

—Por el negocio ese de los libros. Trabajé ahí.

—¿Vendías libros?

—Los limpiaba.

—¿A los libros?

—A los libros, a los estantes donde van los libros, a los baños donde se mete a cagar la gente que va a comprar libros.

El hijo permanece sentado en la banqueta, no responde. Se quedan los dos en silencio esperando que algo se explique solo. De pronto, con un movimiento rápido la mujer se le pone enfrente, en cuclillas, buscando quedar en el camino de su mirada. Ahora es ella la que lo encuentra a él:

—¿Vos quién sos? —pregunta la mujer.

—Un error —responde el hijo.

—¿De quién?

El tipo no responde así que la mujer vuelve a preguntar: de quién. El tipo encuentra por fin las tres palabras que vino a decir:  

—Yo soy tuyo. 

La mujer se queda mirándolo. No entiende. Después se acuesta sobre el catre y levanta las caderas para sacarse la bombacha. Después, como hace cuarenta años, abre las piernas para él.


Viene de un texto principal llamado: ¿Cómo busca a su madre biológica un periodista de investigación?