Encuentro con madre biológica en un set de televisión
Mujer anónima en un set de TV. El Periódico.

Relato de ficción

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Durante seis semanas, Alejandro Seselovsky imaginará posibles encuentros con su madre biológica, Clotilde, una mujer que lo abandonó al nacer y que el periodista todavía no conoce. Las escenas de fantasía surgen de un texto principal, y verídico, que ustedes pueden encontrar en Revista Orsai muy fácilmente. Este es el tercer episodio.

Viene de un texto principal llamado: ¿Cómo busca a su madre biológica un periodista de investigación?

Un tipo está en un set de televisión. La producción lo tiene esperando en un costadito, le dieron un café y una silla plástica, de las blancas, para que se siente. Al otro lado de las cámaras, saliendo en vivo desde el centro exacto del estudio, un conductor habla de él, lo nombra, en realidad lo anuncia para después del corte. Dice mal su nombre y alguien lo alerta. El conductor revisa los papeles que tiene en la mano, se corrige, se disculpa, lo vuelve a nombrar, esta vez correctamente. Después clava los ojos en la cámara que lo poncha y pide que nadie se mueva de ahí porque la historia que hoy cierra el programa es una historia única, increíble. Lo dice así: única, increíble. 

El tipo sobre la sillita blanca se siente rematado en el mercado de la noticia sentimental y la prensa del corazón, pero no le importa nada siempre que alguien le ponga enfrente a su madre, a la mujer que lo ha parido, a la mujer que apenas lo parió decidió darlo en adopción, a la mujer por la que se ha preguntado estos últimos cuarenta años. La quiere tener ahí adelante y está dispuesto a negociar la intimidad que tenga que negociar, la que sea necesaria. 

Única, increíble, se queda murmurando el tipo, que en otro momento se hubiera indignado con la escasez de los recursos lingüísticos de los conductores de televisión, con la televisión entera se hubiera indignado, en especial con estos programas de la tarde, con este montaje pornográfico de la pobreza que ahora mismo él está por alimentar con la historia de su vida. Suena una cortina musical, unos arreglos rápidos y un poco torpes y todos se mueven de sus lugares. Vamos a la tanda. 

El conductor se deja caer en una silla con rueditas, se desploma. Una maquilladora lo aborda inmediatamente. El conductor cierra los ojos y la maquilladora le corrige asuntos de la cara. Una chica pasa con apuro y le dice al tipo que ya venimos. No se queda a esperar ninguna respuesta la chica, y el tipo, con el cafecito en la mano, le responde que sí, claro, y permanece quieto, hundido en los fondos de un estudio junto a un revoltijo de cables y un decorado.

El lugar es frío, impersonal. Por dentro es fácil comprobar las costuras de la televisión, el timo que se deja intuir por fuera. La misma chica con el mismo apuro ahora pasa en dirección contraria y le repite que ya venimos, aunque esta vez agrega: la estamos poniendo linda a tu mamá, ¿sabés? Un flaquito de remera se le acerca y le pregunta: ¿vos estás microfoneado ya? El tipo no reacciona y el flaquito le dice: a ver, parate. No, no estaba microfoneado. El tipo tiene que levantar los brazos como en los cacheos de la cancha y de su cinturón el flaquito cuelga un aparato negro, rectangular, que tiene una luz verde encendida y del que sale un cable que termina en un micrófono corbatero. A ver, hablá, dice el flaquito. El tipo dice hola, hola. Perfecto, dice el flaquito. Y se va.

Ahora el tipo está sentado en la silla con rueditas donde hace unos minutos el conductor de este bodrio televisivo era maquillado mecánicamente. Ahora está de este lado de las cámaras, de este lado de las luces. Ahora está saliendo al aire en vivo y la diferencia la siente en el cuerpo, es como un vértigo, la ostentación de una circunstancia boba pero única: está en la televisión, todos lo están mirando. 

El conductor habla, se toca el nudo de la corbata, habla, se mira los puños de la camisa, habla y sobreactúa el agobio porque en televisión lo que no está sobreactuado no se ve, no se nota. Dice el conductor que ahora este hombre va a conocer a su madre, que detrás de esa puerta está la señora que lo ha parido hace cuarenta años y que en un momento nada más madre e hijo van a reencontrarse y usted, amable teleaudiencia, será testigo de este momento único, increíble. Hace una pausa dramática, gira, conductor e hijo se miran en silencio porque el relato en pantalla tiene sus obligaciones, el melodrama tiene sus obligaciones y todos están acá para cumplirlas. 

El conductor le pregunta cómo se siente. El tipo responde que un poco nervioso. El conductor le pregunta si está nervioso. El tipo responde que sí, un poco. El conductor se acerca simulando una confidencia. ¿Sabe quién está detrás de esa puerta? pregunta. El tipo dice que lo único que espera es que sea ella. El conductor le habla sobre los esfuerzos de producción, sobre el trabajo que llevó encontrarla, sobre una cantidad de cosas que el tipo de golpe deja de escuchar. Bla, dice el conductor. Mueve los labios y dice: bla. 

Cuando termina, gira aparatosamente, busca la cámara y grita que vamos a una nueva pausa, que por favor nadie se mueva de ahí. Otra vez el hormigueo, la maquilladora, la cortina musical y la sensación creciente en el corazón del tipo que está ahí sentado esperando conocer a su madre de que todo es mentira, de que no hay nadie detrás de esa puerta; o si hay, es alguien que no tiene nada que ver con ella. Qué hago acá, se pregunta. Se pregunta, el tipo: cómo llegué hasta acá. 

Un vómito de hartazgo le viene desde el fondo de sí mismo. El flaquito de remera pide que le chequéen a la señora. Está ok, ahí paradita, detrás de esa puerta de durlock emparejada con dos manos de verde. Entonces el tipo siente que ha pasado mucho tiempo. Demasiado. Y se pone de pie. Nadie lo está mirando cuando enfila para la puerta detrás de la cual está, dicen que está, la mujer a la que vino a buscar. La chica productora de golpe lo ve y se le avalanza: no podés abrir esa puerta, le dice. Le dice: tenés que esperar a que volvamos de la tanda. El tipo la empuja con violencia y la chica productora rueda por el piso. El flaquito de remera lo toma de un brazo, le dice pará qué hacés, quedate ahí sentado. El tipo saca su mejor golpe y la remera del flaquito se gotea de una sangre repentina. El conductor retrocede, pide que llamen a seguridad. El tipo avanza, loco y decidido. Desde el control una voz metálica ordena volver al aire ya: ya. Los cámaras lo toman, las tres cámaras del piso ponchan ahora el mismo cuadro. El tipo, destrazado, con la camisa desarreglada después del forcejeo con los productores, manotea el picaporte y abre la bendita puerta de un tirón. Del otro lado, ahí parada, una mujer regordeta vestida con ropitas modestas lo mira, le sonríe y le dice: tranquilo, hijo, soy yo. 


Viene de un texto principal llamado: ¿Cómo busca a su madre biológica un periodista de investigación?