Encuentro con madre biológica en el fondo de una villa
Mujer de espaldas en la Villa 31. Wikimedia.

Relato de ficción

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Durante seis semanas, Alejandro Seselovsky imaginará posibles encuentros con su madre biológica, Clotilde, una mujer que lo abandonó al nacer y que el periodista todavía no conoce. Las escenas de fantasía surgen de un texto principal, y verídico, que publicamos en Revista Orsai. Este es el primer episodio.

Viene de un texto principal llamado: ¿Cómo busca a su madre biológica un periodista de investigación?


Un tipo encuentra a su madre biológica después de buscarla durante años. Tanto tiempo lleva fantaseando con que la encuentra que ahora, acá parado frente a esta construcción precaria en las profundidades de este barrio de emergencia, el tipo tiene ganas de salir corriendo. No se banca, el tipo, el peso del momento, el vértigo de estar doblando el codo de su historia. Igual, se queda. Son cuarenta años de hacerse la misma pregunta. Irse sería haberlos vivido al pedo.

Como no hay timbre, el tipo aplaude. Con cierta vacilación, primero. Con un poco más de decisión, después.

Mientras espera que salga la mujer que lo parió el tipo recuerda que, de chico, a los doce, a los trece, soñaba despierto con que llegaba a su casa y su madre, —la madre que lo adoptó— le abría la puerta con la cara de quien tiene algo que decirle. En su fantasía, que era siempre la misma, él se daba cuenta enseguida de que algo anda mal: 

—¿Qué pasó, má? 

Entonces su madre —la madre que lo crió— le decía que alguien había llegado, alguien que quería conocerlo. Y él entraba en su living de toda la vida, en el living en el que había crecido, y antes de mirar a la persona que lo estaba esperando, miraba primero el empapelado de las paredes, los caireles de la lámpara. Miraba, primero, como para afianzar una pertenencia, el palo de agua que cosquilleaba en el vientre del cielo raso y recién ahí, recién después de verificar quién era y cuál era su vida y sus posesiones, se tomaba la molestia de mirar a la pobre mujer que lo visitaba. 

Siempre la imaginó pobre. En tantos sentidos, la imaginó pobre. Ella lo dio en adopción apenas después de haberlo parido y siempre quiso tomarse su revancha, el tipo. Después se fue curando de todo ese resentimiento, aunque no sabe hasta qué punto. Como sea, ahora está acá; ahora la ha encontrado. 

La mujer que sale a recibirlo es ancha de caderas y camina con una inocultable renguera. Tiene puesta una remera que evidencia uso y lavado, uso y lavado. Por debajo de la remera le salen unas calzas ajustadísimas que terminan en la desnudez de sus tobillos. Escucha, el tipo, mientras la mujer avanza hacia él, el crujido de la piedra bajo la ojota. 

Se miran.

Ninguno de los dos necesita decirse nada para comprender de inmediato, como se comprende con el cuerpo, quién es el otro. Pasan la tarde hablando dentro de la casucha. Ella lo convida con mate y bizcochos. Él come más que nada para no despreciar y cuando se hace de noche propone pedir una pizza. Ella se ríe con fuerza, como se ríe la gente cuando queda frente a la torpeza ajena. Él reconoce su ingenuidad, pedirunapizza murmura, y se ríe también. Hasta acá no llega el delivery, dice la mujer, pero lo dice sin usar la palabra delivery, porque no le pertenece. Dice, en cambio, hasta acá no traen. Delivery es una palabra que nadie dijo, que él solo se inventó escuchar.

El tipo propone entonces ir a comer una pizza por ahí, a donde se pueda, él la invita. Bueno, vamos hijo, le dice ella. Entonces el hijo se siente hijo solo de haber sido nombrado. 

La mujer le pide unos minutos para arreglarse, para darse un baño, me pongo linda, le dice. El hijo la ve irse y le responde por supuesto. Cuando queda solo se siente algo incómodo y por eso se mueve un poco sobre la silla de tubo en la que estuvo sentado toda la tarde. Después varea la mirada por el ambiente y siente que lo descubre, que lo ve por primera vez. Hay un televisor gigante cuya desproporción no hace más que subyarar la pequeñez que lo rodea, y un equipo de música que no para de hacer luces.

Lo sacan de su contemplación unos ruidos que llegan desde otra habitación, algo que se parece a la queja de un ropero. Después escucha agua corriendo, una lluvia. Entonces el hijo se pone de pie y siente que ha pasado mucho tiempo. Demasiado. Camina, el hijo, hacia los ruidos que le llegan. El baño no tiene puerta y la ducha no tiene cortina. Además, no es una ducha sino un macizo chorro de agua que cae desde un caño empotrado en el alto de una pared. La mujer se sorprende cuando el hijo se le aparece. Un reflejo de pudor la lleva a cubrir su desnudez. Con delicadeza, el hijo le descorre los brazos y le chupa desesperadamente las tetas.


Viene de un texto principal llamado: ¿Cómo busca a su madre biológica un periodista de investigación?