Encuentro con madre biológica detrás de la puerta

Relato de ficción

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Durante seis semanas, Alejandro Seselovsky imaginó posibles encuentros con su madre biológica, Clotilde, una mujer que lo abandonó al nacer y que el periodista todavía no conoce. Las escenas de fantasía surgieron de un texto principal, y verídico, que pueden encontrar en Revista Orsai muy fácilmente. Este es el sexto y último episodio.

Un hombre peina su más gorda raya de cocaína en lo que va de la noche y lo hace sobre la base del aparador en el que su madre solía guardar la vajilla fina. Con su tarjeta del transporte público pica y acomoda la línea que se va a meter en la nariz, pero ya no puede mantener el pulso y la línea se deforma, se angosta demasiado en las puntas, se tuerce en el medio, se descompone un poco a lo largo. No importa.

Eso importaba al principio, cuando había una ceremonia que cuidar. Ocho horas después lo único verdaderamente importante es que la cosa ésta le perfore la mucosa y llegue cuanto antes al torrente sanguíneo. Así que el tipo se deja de confituras, aparta un poco la botella de whisky y jala con fuerza, y cuando ya la tiene adentro, cuando percibe el difusor amargo en el borde final del tabique donde ya se hace garganta, ahí jala todavía un poco más, y mira el techo para tragar, se curva un poco hacia atrás y mira el bronce oscurecido de la lámpara, la sombra larga de los caireles que se estira por el cielorazzo. Todavía es de noche, pero pronto va a amanecer.

Siempre que toma cocaína compra también una botella de whisky que queda ahí al lado como un decorado, sin abrir, porque la cocaína se queda con todo de él, hasta con sus sobreactuaciones. El whisky es una sobreactuación, detesta el whisky. El mueble sobre el que corta, toma y desparrama es un pesado aparador de cuatro cuerpos que su madre, la madre que lo adoptó cuando todavía no había nacido, la madre que lo estaba esperando ver aparecer por entre las piernas de la chica aquella que había quedado embarazada y lo quería tener pero no se lo quería quedar, recibió como regalo de boda. De eso, hace cuarenta años. Ahora la madre murió y la vajilla fina ya no tiene sentido. 

El tipo se llena de euforia y soledad en este departamento que fue su casa y ahora es su cueva. 

Sobre estas alfombras gateó, caminó, se puso de pie. En estas habitaciones debutó clandestinamente con un pibe; volvió a debutar, no tan secretamente, con una piba. En este living su madre le contó que la chica aquella se fajaba el vientre en el que lo llevaba porque nadie debía descubrir su embarazo, porque su embarazo era una vergüenza, y le contaba también que la chica aquella se parecía tanto a él. En esta casa los cumpleaños y en esta casa las navidades. En esta casa encontró a su madre ya anciana caída en el piso, rota, enchastrada de sus propios desperdicios, no hace mucho. De esta casa salió su madre, no hace mucho, una tarde a bordo de una ambulancia para no volver nunca más. 

Ahora es un sujeto algo desorientado que tiene una madre muerta y una madre viva. La madre muerta lo convirtió en esto que es, un intransigente que se defiende con lo que escribe. La madre viva, en el caso de que siguiera viva, no sabemos dónde está.

Hace una semana lo llamaron de la inmobiliaria. Le dijeron que había una oferta por este departamento que ahora le sirve para drogarse tranquilo. La oferta es buena. Ya decidió que vende, es decir: ya decidió que va a despedirse de todo. La llamó a su hermana, arreglaron los números, después él dijo, propuso, que antes de firmar la escritura mejor tiraban por el balcón las cenizas de la madre que los había adoptado a los dos, y así cerraban una historia, que tal vez eso les permitiría escribir una historia siguiente. 

La hermana le respondió como se le responde a un pelotudo que se enamora de sus propias cursilerías, así que vendieron. Y mañana a la mañana, cuando llegue su hermana con el cofrecito, van a arrojar el polvo de esa mujer por el balcón del departamento en el que vivió siempre. Mañana a la mañana ya es hoy a la mañana y el tipo sigue. El Vat69, intocado. El plástico fino abierto y, adentro, cada vez menos cocaína. Al lado, unos pañuelos de papel endurecidos con la costra de la sangre que le enrojece las fosas y el canuto de cien pesos que se desenrrolla todo el tiempo. 

Cuando toma, es otro sujeto, uno desprendido de la conciencia. Es decir, no alucina, la realidad está ahí como se le ha presentado siempre: su cara es su cara, su casa es su casa, su madre es su madre. Pero algo en sus autodefensas se ablanda y él se permite un doble faz de la personalidad: de golpe, la cocaína lo pone rubio, lo pone polaco y se masturba pensando en su madre joven, que es la misma madre que debió levantar del piso pero mucho tiempo antes.

En lo rubia que fue, piensa. En que a los veinticinco le decían La Polaca. Se masturba pensando en que un hombre la viola, que un hombre recio, con un sobrante de masculinidad, viola a su rubia madre adoptiva cuando su madre adoptiva es joven, es decir, cuando todavía no lo ha adoptado, cuando todavía no es su madre. Siente culpa de estas prácticas. Culpa y vergüenza. Y se aterra de que alguien alguna vez se entere del tipo en el que se convierte después de pasar por el puesto de flores de su transa, cuando se va de ahí con una bolsa de dos y medio.

Sabe que en un rato va a tener que cortar, pero ¿cuánto mide un rato en el tiempo a contrapelo de la merca? Cortar, además, sería  encontrarse con él mismo, con su condición peregrina en un mundo donde su madre ha muerto. Mientras se reconozca como un habitante del campamento del morbo no hay problema, pero siempre, como con el chocolate, llega el momento en el que no hay más cocaína, el momento en el que no hay más chocolate. 

Está desnudo, con una tanga de su esposa metida todo lo que pudo en el orto. Está preparando un lagarto tan blanco y tan sexy que ya se imagina disuelto en el líquido de su voluntad, convertido en un charco de humanidad en el fondo de sí mismo, derrotado una vez más por el laboratorio del cuerpo y sus mandatos. Ya se imagina, mientras aplasta  la piedra contra este pesado mueble que la semana que viene habrá que salir a rematar en Internet, mientras llena de merca la banda magnética de su VISA débito, se imagina listo para cualquier ferocidad; si es una ferocidad que lo degrada, mejor. 

Le gusta, cuando alcanza la cima de su locura, perder allí un poco de tiempo. Como los villanos de las películas que tienen la situación dominada y se permiten una última frase triunfal y tardan demasiado en disparar y algo sucede antes de que disparen y el guión los traiciona y pasan en un segundo de ser villanos triunfales a villanos vencidos. Se toma mucho tiempo, demasiado, para contemplar la espuma blanca que brilla lascivamente sobre el Blem caoba del aparador de su madre, la madre que ya no es más su madre porque se murió; la madre que tal vez nunca fue realmente su madre porque si hubiera sido él no se excitaría como un pajero psicótico pensando en cómo la viola un indio calchaquí. 

El tipo mira el fulgor plateado que lo espera ahí recién peinado y piensa: qué bueno que soy para destruirlo todo

En ese exacto momento alguien golpea la puerta y recién ahí el tipo se da cuenta de que unos segundos atrás escuchó el batido de las puertas del ascensor. Son esas puertas tijera de hierro negro, así que suenan fuerte.

Convencido de que colocado como está tendrá que enfrentar a su hermana y al cofre con las cenizas de su madre que su hermana seguramente trae en la mano, se acerca a la puerta y cierra un puño transpirado sobre el picaporte.

—¿Sos vos, Laura? —pregunta, esperando que su hermana al otro lado de la puerta responda un sí, tarado, soy yo. Pero nadie responde. 

El tipo grita el nombre de su hermana y vuelve a preguntar quién es. Entonces escucha la voz de una mujer pero que claramente no es su hermana, ni tiene la edad de su hermana en la voz.

La que habla es una señora, una mujer más grande, con la voz más reposada, no hay trip de cocaína que le impida reconocerlo. La mujer insiste y deja caer un nombre y un apellido. El tipo reconoce entonces su propio nombre y su propio apellido. Sabe que al otro lado de la puerta hay una mujer que lo busca y que parece haberlo encontrado. Clava un ojo dilatado en la mirilla y entonces la ve. La ve.