Encuentro con madre biológica en un cementerio
Un deudo limpia una tumba en el cementerio. New York Times.

Relato de ficción

Audio RevistaOrsai.com Encuentro con madre biológica en un cementerio

Durante seis semanas, Alejandro Seselovsky imaginará posibles encuentros con su madre biológica, Clotilde, una mujer que lo abandonó al nacer y que el periodista todavía no conoce. Las escenas de fantasía surgen de un texto principal, y verídico, que ustedes pueden encontrar en Revista Orsai muy fácilmente. Este es el quinto episodio.

Escrito por Alejandro Seselovsky

Viene de un texto principal llamado: ¿Cómo busca a su madre biológica un periodista de investigación?

Un hombre encuentra a su madre, a la madre que lo ha parido, a la madre que lo entregó en adopción apenas después de haberlo parido. Muerta, la encuentra. Porque su tumba es lo que encuentra. Llegó hasta las profundidades de este cementerio municipal sabiendo que la forma de quedar frente a esa mujer sería quedar frente a su nicho, y que eso sería todo. Después de corroborar un largo pasillo de muertos que no son los muertos que busca, alcanza, por fin, a la muerta que sí, a su propia muerta.

No hay muerta que le pertenezca más que esta, la que está ahí adentro, encofrada en el rectángulo de granito del muro que la guarda, hecha un residuo de polvo, hueso, cabello y uña dentro de un cajón dentro de una pared. 

El hombre le habla a su muerta. La muerta que es su madre. Qué hiciste, le pregunta el hombre a la muerta. Qué nos hiciste a todos. 

Está solo, rodeado de nada que le importe, hablándole a nadie. Qué le hiciste a mi historia, le pregunta el hombre a la muerta. Qué le hiciste a la historia de mis hijos. Qué le hiciste a tu propia historia. 

Llegó hasta el subsuelo de este cementerio municipal preguntándose a qué venía, pero no poder responderse sólo le hizo acelerar el paso.

¿Llegaste a verme? Le pregunta el hombre a la muerta. 

¿Me conociste la cara? Le pregunta el hombre a la muerta.

O ni siquiera. 

El hombre le pregunta si ni siquiera. Si prefirió no mirarlo cuando lo hizo nacer para que fuera más fácil soltarle la mano, dejarlo ir, como hacen las madres corridas por la miseria que se hacen embarazar por gringos rubios para parir hijos rubios y rematarlos en el mercado negro del tráfico de la maternidad imposible porque saben que un rubio paga lo que un negrito nunca pagará. 

El hombre conoce que fue dado a luz a la 20:25, así que le pregunta a la muerta cómo se sintió a la mañana siguiente, cómo fue despertar y qué soñó la primera noche del día en que lo dejó ir. Qué fue lo último que pensó antes de cerrar los ojos y dormir y si pudo dormir y que no se le ocurre, dice el hombre, que no se le ocurre, cómo fue que pudo dormir esa noche, la noche siguiente y el resto de las noches de su vida.

Y qué hizo el resto de la semana, le pregunta el hombre a la muerta. El hombre conoce que nació a las 20:25 de un martes así que le pregunta a la muerta qué hizo el miércoles, qué hizo el jueves, cómo fue su primer domingo a la noche antes de un nuevo lunes antes de un nuevo martes. 

No responde la muerta en qué se fueron transformando los días porque no responden los muertos las preguntas de los vivos, tal vez esa sea la principal diferencia entre unos y otros, el verbo de unos, el silencio de otros. El hombre se queda con las preguntas en la boca. Después le dice: hija de puta.

Es venir a no verla, piensa el hombre frente al nicho de la madre que lo parió ya adoptado, que lo entregó de feto, que cuando lo parió ya lo tenía prometido. Frente al lugar donde descansa el cuerpo de su madre, el cuerpo que le dio placenta y líquido amniótico y que ahora no es más un cuerpo sino los restos de un cuerpo, el hombre piensa: es venir a no verla, venir a encontrarse con todo lo que no fue, con lo desaparecida que estuvo siempre, es venir a encontrarse con una vieja desaparecida, con una no madre, con una no mujer, con un no amor. 

Verla muerta es lo mismo que no haberla visto viva. Nada ha cambiado, todo sigue siendo igual. Un hombre la habla a una muerta, un hombre le pide explicaciones a una muerta, un hombre incrimina a una muerta, un hombre culpa a una muerta.

Está de pie frente al rectángulo que le informa nombre, apellido, año del nacimiento y año de la muerte. Todavía no ha podido acercase, todavía está en el lugar donde se detuvo cuando la encontró.

No ha visto, no le ha interesado ver, ni las fechas, ni la pequeña foto ni leer el puñado de palabras talladas sobre el material. Fue hallar el nombre que buscaba y petrificarse. Fue petrificarse y abandonarse al interrogante y a la injuria. Está lejos de comprender que ninguno de los dos le dará nada.

Dos madres, las dos muertas, piensa el hombre y no comprende qué parte de su cuerpo es capaz de fabricar, en este momento y en este lugar, la estúpida media sonrisa que ahora le gana las comisuras. De golpe se ríe con un soplido rápido de la nariz y recuerda a la otra muerta, a la madre que sí tuvo, la que sí lo eligió, la que lo eligió como ninguna otra mujer, muerta o viva, lo ha elegido nunca.

Vos sos mío, le dijo su madre adoptiva antes de morir: vos sos mío le dijo su madre antes de morir, lo de adoptiva es un modificador innecesario: vos sos mío, le dijo, su madre a secas. Yo soy tuyo, le respondió él: más tuyo que de nadie, le respondió él. Y después la dejó descansar. 

El hombre conoce que la mujer que lo llevó nueve meses en el vientre y que ahora descansa no necesariamente en paz ahí adelante, era la muchacha de la limpieza en la casa de una familia judía con buenas razones para sentirse rica.

Y que su madre siguiente, la mujer que lo adoptó al nacer, llevaba orgullosamente a la Italia del Norte en la sangre y el nombre de la patria nueva en su propio nombre. Las dos mujeres cruzaron sus vidas el día que el hombre echó a rodar la suya. Dos madres, las dos muertas, piensa el hombre y no comprende qué parte de su cuerpo es capaz de fabricar, en este lugar y en este momento, la estúpida media sonrisa que le gana las comisuras.

Dar un paso adelante lo recupera, como si avanzar hacia la tumba de la muerta fuera avanzar hacia más preguntas. ¿Quién fue tu confidente? Pregunta el hombre. Porque a alguien se lo tenés que haber contado, piensa el hombre. Nadie soporta sola algo así, piensa el hombre. Nadie sobrevive sola a algo así, piensa el hombre. ¿Quién lo sabe todo? ¿A quién tengo que buscar? 

Hablá.

Hablame.

Nadie habla, así que el hombre vuelve a preguntar. ¿Y cuándo empezaste a olvidar lo que habías hecho? ¿Cuándo fue la primera vez que volviste a preguntarte por mí y qué vida tuviste después y quién fui yo en esa vida? ¿Cómo fue volver a parir? Porque habrás vuelto a parir. O será que tengo que entenderte, ser comprensivo, sólo porque siempre desconocí la circunstancia íntima de tu decisión. O tal vez pensaste en mi futuro, en el futuro de ilustración y accesos que la parejita aquella te prometió que me daría y entonces tengo que entender que te sacrificaste por mí, que entregaste al hijo de tu cuerpo calculando educación y oportunidades. ¿Qué se supone que te diga: gracias? Además de haberme dejado una ciénaga en el pecho ¿te la tengo que agradecer? 

¿Tengo que agradecerte la buena fe del desprendimiento, el acto de amor de haber sido regalado por la mujer que debió amarme más que ninguna otra mujer? ¿Te debo, acaso, la gratitud de no haberme elegido, de no haberte quedado conmigo? Tuve una vida de amores y desamores, y te repetiste en cada mujer que sacó los ojos de mí.

El tipo vuelve a pensar el insulto, pero ya no lo dice.

Un paso más y la distancia que ahora queda entre el hombre y su muerta es la suficiente para apreciar el detalle de una foto y un epitafio. La foto: una cara de pómulos indios, unos ojos chinos, un pelo fuerte bien enraizado desde la frente, una boca desparramada en todo el ancho de la cara, unos de labios de churrasco, la cicatriz, la condescendencia, la miseria de un gesto que se obliga a sonreír y fracasa.

Y el epitafio: «Siempre te recordaremos. Con amor, tus hijos». 


Viene de un texto principal llamado: ¿Cómo busca a su madre biológica un periodista de investigación?