El tour de los muertos vivos
Apertura de la Bienal de Arte Joven. PRENSA BIENAL DE ARTE JOVEN.

Crónica narrativa

Audio RevistaOrsai.com El tour de los muertos vivos

Un recorrido por las tumbas de una antigua necrópolis puede deparar muchas sorpresas y algún que otro descubrimiento importante. La escritora Luz Vítolo se embarcó en una visita guiada por el Cementerio de la Recoleta de la mano del escritor Luciano Lamberti. No se pierdan este viaje gótico y revelador.

Esta es la última Bienal Arte Joven en la que no  voy a quedar seleccionada. En un mes cumplo la edad que me excluye de participar en la siguiente edición. Al parecer, en un mes voy a dejar de ser joven. 

En vez de estar bailando lentos debajo del gomero de La Biela, tomando cerveza gratis adentro del Centro Cultural Recoleta o escuchando una banda que no conozco, estoy en el cementerio. La última vez que estuve acá, traje a unos turistas de paseo; la primera, enterré a mi hermana.

De las más de cien actividades del programa, elegí hacer «El tour de los muertos vivos» de la mano de Luciano Lamberti. Soy ese tipo de persona. Por un rato, el autor de La Masacre de Kruguer  y El asesino de chanchos  se convierte en un Virgilio morboso encargado de guiarnos a través de las historias asociadas a los mausoleos de las familias patricias de Buenos Aires. 

Me pregunto si acostumbra buscar en los cementerios de la ciudad la inspiración para sus cuentos y novelas fantásticas. Algo en este lugar le sienta muy bien; Lamberti camina como si estuviera en su casa. Tiene puesta una remera con la leyenda «Normal Person» y una no puede más que sospechar de esa necesidad de enunciarlo. 

Para la primera parte del recorrido contamos con los últimos rayos del atardecer; terminaremos en penumbra. La primera parada se encuentra cerca de la entrada de la calle Junín. Nos juntamos alrededor de una joven de mármol acostada en la posición de Blanca Nieves. Lamberti narra los detalles de su muerte. La chica de rasgos aniñados tenía quince años cuando murió de leucemia a comienzos del siglo XX. La familia consiguió un permiso especial para dormir en el cementerio a los pies de la cripta y la madre se pasó meses llorando hasta quedarse dormida agarrada al vestido duro de su única hija.

La chica, conocida como La dama de blanco, es la protagonista de la leyenda urbana de la muerta de vestido níveo que besa jóvenes incautos en los escalones del Palais de Glace  y se escapa antes de que el reloj dé las doce. La historia no asusta a nadie, excepto a mí. La dama de blanco  se llama casi igual que yo. Luz María. Hay una pequeña diferencia de orden.

El grupo sigue a Lamberti hacia la próxima parada, pero yo me demoro. Quiero leer la inscripción en el costado. Luz María nació el mismo año que mi abuela, quien llegó a vivir hasta los noventa pero que también descansa cerca, en un mausoleo prestado, donde se acumulan los muertos familiares a la espera de una mudanza que nunca llega. Quizás de noche ambas se junten en la entrada, la Dama de Blanco  y mi abuela, la dama de negro duelo.

Luz María y María Luz. Nos parecemos en más de un aspecto. A los quince años yo también regalaba besos nocturnos en fiestas a chicos desconocidos que nunca más volvería a ver y eso que le grabaron en la pared del mausoleo («Eras como tu nombre») es algo que escucho seguido, pero no sé bien qué quiere decir. No somos tantas las Luces de la ciudad y esta noche me toca conocer a una a la que le doblo la edad.

Los restos de Liliana Crociati descansan en esta bóveda.

La segunda parada la hacemos delante de la figura de Liliana Crociati, muerta a los veintiséis años en Austria a causa de un alud. Ese mismo día, a catorce mil kilómetros de distancia también moría su perro Sabú. Debajo de la escultura de ambos, los padres de Liliana reprodujeron su habitación de soltera con la cama, sus pinturas y objetos fetiche. A Sabú le llevaron el plato de comida y algún hueso. La figura verde estilizada de Liliana es hermosa; su perro tiene el hocico dorado de lo mucho que lo soban. Dicen que Sabú es fiel para conceder deseos.

La noche ya es total en el cementerio. La música que llegaba de la plaza es bloqueada por la oscuridad. Cada tanto se oye el llanto de una ambulancia. Los nervios comienzan a incomodar a la comitiva. Los faroles son pocos y las sombras de los gatos se proyectan como panteras. Leo los frontispicios para ver si reconozco la casa donde moran mis familiares. Lo que no puedo reconocer de día tal vez se me presente solo durante esta noche. Creo recordar el apellido del pariente lejano de mi abuelo que les dio asilo. Le preguntaría a mi mamá, pero Lamberti nos prohibió los celulares. Una necrópolis no es lugar para selfies. Y si durante el día es lo único que sucede en este rincón de la Recoleta, de noche es desafiar a los muertos.

El mausoleo de Rufina Cambaceres. Foto: RHM Buenos Aires.

El recorrido sigue por los mausoleos de Evita, a quien Lamberti denomina la «primera zombie argentina», y el de Rufina Cambaceres, otra hija de poeta muerta demasiado pronto. La visita termina en esa esquina iluminada, donde la bella Rufina lamenta su entierro prematuro con la mano en el picaporte. Debido a su catalepsia fue enterrada viva. Lamberti cuenta que cuando abrieron el ataúd, Rufina estaba llena de rasguños en la cara que se hizo ella misma por la desesperación.

Luciano Lamberti nos suelta la mano y nos pide que sigamos solos el camino iluminado hacia la salida. Le sugiero a mi acompañante que nos perdamos en el cementerio y aprovechemos esta oportunidad. No le digo que quiero pasar a saludar a mi hermana (a quien nunca fui a ver, pero a quien quiero agradecerle el sacrificio de ser ella la que murió joven), no digo tampoco que estoy segura de que si doy algunas vueltas y me dejo llevar, el encaje arrastrado de mi dama de negro doblando en las esquinas me va a llevar hasta el lugar exacto.  

Me contesta, con mucho tino, que una necrópolis no es exactamente un cementerio, que hay que pedir permiso para deambular. Tiene razón y no lo fuerzo. Negocio, sin embargo, una visita a Sabú. A excepción de Evita, soy mayor que todas las mujeres que visitamos. Froto el hocico del perro para hacerlo más dorado, pido mi deseo tres veces como si fuera la torta de cumpleaños que pronto voy a soplar. Hoy tengo solo un deseo.

Como ser joven entre estos muros significa estar muerta, cuando salgo recorro como maniática las actividades de la Bienal. Bailo un lento, intento unos pasos en la clase de swing, escucho un poema en el auricular que cae del árbol, tomo cerveza y llego a ver el final de La Delio Valdez. 

No ser más joven no es estar muerto y eso es algo.

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