Entre el arte moderno y la boludez
Retrato de Shooting into the corner II, de Anish Kapoor. NACHO MERLO.

Crónica introspectiva

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Luz Vitolo estuvo en la muestra de Anish Kapoor que se realizó en la Fundación PROA. El recorrido por la exposición no le despertó demasiado entusiasmo. Sin embargo, mientras observaba las obras con cierto desapego, algo inconsciente se iba gestando en su interior, muy profundamente, sin que ella lo supiera. Esta es la crónica de ese descubrimiento.

Es sábado, la humedad está más alta que el riesgo país y ya no sé de dónde sacar nuevas combinaciones de palabras. No sé si es el calor, el agobio o el contrarreloj, pero no soporto este clima. Entre todo el trabajo que tengo atrasado, una tarea se impone: necesito un título para mi primer libro de cuentos. 

El pensamiento acerca de qué hacer un sábado de calor en Buenos Aires para distraerme me lleva a las salas refrigeradas de la Fundación PROA. Falta un día para que cierre la muestra de Anish Kapoor. En algún momento del año pasado pensé en verla, pero La Boca no forma parte de mi mapa cotidiano y espiritualmente me cuesta llegar hasta ahí.

La muestra lleva el enigmático nombre de «Surge», que hace referencia —en inglés— a una ola que viene del mar y, en español, a una aparición repentina. La recorro entera en veinte minutos y llego al final masticando gusto a poco. Las piezas son pocas y no invitan a quedarse mirando. No me conmovieron las piedras del lecho del río pintadas de un azul ultrasaturado, ni la estructura de cera roja que mancha las paredes con su movimiento imperceptible y parece un prop  sacado de la película «El resplandor». Quizás estoy arruinada para el arte moderno. 

Miro las valijas que PROA entrega a los niños con envidia. Imagino que la experiencia sería mejor si pudiera jugar con la valijita de ellos. Las superficies espejadas son obvias en su comentario acerca de la distorsión de la realidad, aunque es divertido moverse delante y ver cómo se deforman los teléfonos de quienes quieren captar el glitch  visual. La asistente de sala anuncia que el cañón está a punto de ser disparado y trato de hacerme un lugar entre la gente para ver el disparo directamente y no a través de la veintena de celulares en modo grabar. Boom, y la bala de cera roja impacta contra una pared marcándola y acumulándose en el piso. Se han disparado más de novecientas balas en lo que va del verano. Si bien el espectáculo es lindo, resulta anticlimático (y eso que el cañón y la pared son claros penes y conchas).

Desilusionada, entro a la librería a seguir buscando palabras y referencias gráficas en tapas de libros. Ahí me encuentro con un conocido de la época de la facultad, que está trabajando de librero. A él la muestra le gusta mucho. Desde la caja, todos los días mira de reojo «El origen del mundo». Cuenta que el montaje fue bestial. Para ello, un equipo de herreros trabajó durante días para crear la pared inclinada. El círculo negro es en realidad un cuenco enorme que no se ve. Para subir otra de las obras, hubo que abrir la escalera y armar una grúa dentro del edificio, con el riesgo que eso significa. Dice que Kapoor gusta de modificar los espacios en los que expone. Sus obras no solo manchan y modelan los lugares una vez emplazadas, sino que esa modificación empieza desde antes de que las piezas lleguen. Anish Kapoor muestra lo invisible y oculta lo que se ve.

Me siento en la confitería y abro mi cuaderno. Al rato, lo único que tengo son firuletes y caricaturas en los márgenes. Mi verano fue un poco como esa muestra. Tenía grandes planes de productividad: este año iba a quedarme en casa trabajando y escribiendo. Llegaría a marzo con tres proyectos cerrados, un puñado de cuentos y un cuaderno lleno de ilustraciones. Pero el verano fue pasando y no «hice» nada, o al menos no tengo nada para mostrar. No completé ninguno de mis planes. Contra todo (auto) pronóstico, basado en estimaciones astrológicas, fueron surgiendo planes espontáneos y días de playa. Leí un montón de novelas de dudosa calidad que me da pudor confesar, vi casi todas las películas de los Óscar (¡Jo es torta!), me dormí temprano, cuidé mascotas ajenas, empecé a correr, seguí atentamente todas las noticias del coronavirus y la suba de precio de los barbijos en Mercado Libre (aun así nunca apreté «comprar»). Enero y febrero fueron largos y a excepción de un par de fotos en Instagram no tengo nada para mostrar. Ya empieza marzo y no pude completar la más mínima tarea. Tampoco saqué lo que esperaba de ese café en la confitería, mi última ficha.

Cuando me voy, la cola de PROA se extiende media cuadra hacia afuera. No puedo creer que estén parados afuera con este calor. Bordeo el Riachuelo y me acomodo en la baranda. Podría ser un lugar lindo. El agua está baja y del barro asoman cuerpos que no se sabe qué son, como las piedras azules. Pienso en el cañón disparándose, en la cera rebotando sobre otras balas, en el cuenco oscuro que duerme debajo de la pared. Algo de la muestra comienza a crecer e incomodarme. Los patrones rojos de las columnas de PROA como manchas de sangre, similares a las que quedarían en el asfalto después de un choque. Los cuentos del libro también están teñidos de ese color. Pensaba que el hilo conductor eran los accidentes, la violencia de lo inesperado y la sangre. Pero no. Es algo más sutil, más doloroso, lo que a veces se ve y otras veces queda oculto: el daño que hacemos, padecemos y nos toca, la herida profunda de la que solo llegamos a ver la superficie.

De repente, el título emerge como un eructo de inspiración. Algo cobra sentido y se materializa. El trabajo queda oculto. Lo que se ve es la punta del iceberg, un trabajo profundo que parece natural. Las palabras se acomodan una atrás de la otra y consigo eso a lo que anduve dándole tantas vueltas justo antes de que caiga el sol: «La lógica del daño».

Me subo al bondi con la sensación de que en el último minuto logré zafarla. Estoy confundida. Ahora no sé si la muestra me gustó o es que en realidad la entendí. Tal vez Anish sea un capo y yo un poco boluda.