La inspiración transpirada
Ilustración de Alejandra Lunik para el ensayo de Leila Guerriero. ORSAI.

Libros y literatura

La inspiración transpirada

¿Cómo se le ocurren las historias a Leila Guerriero, una de las mejores cronistas de nuestra época? La pregunta es breve y parece simple. La respuesta es un placer.

Hoy, por ejemplo.

Es viernes, hace frío y llevo ya dos horas despierta, dando vueltas por la casa, pensando (como hace días pienso) en cómo escribir esto.

Miro perezosamente los diarios. Respondo mails. Muevo algunos libros que hay sobre mi escritorio. Quiero decir que los muevo: ni los miro ni los leo: los muevo. Voy a la cocina y caliento agua para hacerme un té. Voy hasta el living y miro los muebles, sin hacer nada pero con la actitud de quien está ahí para hacer algo. Acomodo unas sillas, muevo los libros que hay sobre una mesa baja. Quiero decir que los muevo: ni los miro ni los leo: los muevo. Vuelvo a la cocina, preparo el té, voy a mi estudio y dejo la taza sobre el escritorio. Entro al baño y abro un cajón. Compruebo que todavía queda bastante crema en un pote de crema para la cara. Cierro el cajón sin tocar nada más. Vuelvo al estudio, subo a una silla para llegar al último estante de mi biblioteca. Me quedo allí, sin buscar nada pero con la actitud de quien está buscando algo. Abro un libro de Edward Said, lo miro —quiero decir que lo miro: ni lo leo ni lo reviso: lo miro—, lo cierro, vuelvo a ponerlo en su lugar. Bajo de la silla y me siento frente a la computadora. Chequeo los mails. Tomo té. Miro por la ventana. Sobre el escritorio hay algunas hojas de periódico, una de ellas con un artículo acerca de un mercado en el que venden carne y frutas. La separo, la doblo en cuatro, me levanto y voy hasta la cocina. Cuando llego a la cocina me agacho para abrir la puerta de un mueble y saco, de allí, un libro marrón de tapas duras aseguradas por un elástico.

El libro se llama Guía de compras y lo firma Narda Lepes. Lo abro, guardo entre sus páginas la hoja del periódico con el artículo sobre el mercado, lo cierro y vuelvo a ponerlo en su lugar. Y, cuando me incorporo, sé, de una forma tan brumosa como precisa —como si algo pudiera estar en foco y fuera de foco al mismo tiempo— qué tengo que escribir. Regreso a mi escritorio, miro el balcón y, antes de empezar, pienso: «Tengo que regar las plantas». Son exactamente las 12.18 del mediodía cuando escribo la primera frase: «Hoy, por ejemplo».


La pregunta se repite, una y otra y otra vez: «¿Cómo se le ocurren las historias?». 

Escribo durante mucho rato: corto, pulo, corrijo, agrego reiteraciones, las quito, elimino diez líneas, me las arreglo para que el párrafo termine donde quiero que termine: con ese «Hoy, por ejemplo». Son veintinueve líneas, demoro media hora en escribirlas, y, aunque sé que me tomará cuatro o cinco días llegar a una versión definitiva, no me detengo, porque mi método es poco refinado y consiste en avanzar sin detenerse, hasta que llego a este párrafo y estoy por describir otro de esos momentos en los que uno se agacha a guardar un recorte y vuelve con la idea completa cuando me pregunto si escribir acerca de los procesos creativos de cualquier actividad no podría derivar en una larguísima secuencia de escenas vulgares en las que una persona solitaria ejerce tareas estúpidas (mover libros, mirar un pote de crema, mirar los muebles) con las que, en apariencia, no hace otra cosa que perder el tiempo. Sé que no hay una respuesta cabal a las preguntas que plantea este texto —por qué se eligen unas historias y no otras; cómo se llega a escribirlas— porque ¿cómo saber cuándo se puso en marcha el mecanismo que se desató con ese movimiento banal: agacharme, abrir el libro marrón de tapas duras, guardar el recorte, etcétera? ¿Cómo saber si fue lo marrón del libro, o lo negro del elástico, o algo que comí, o un río oculto de pensamientos lo que disparó esa construcción tan sencilla, tan anodina —«Hoy, por ejemplo»— que trajo, con ella, todo lo demás?

Y me pregunto, también, dónde leí esta frase: «Su voz sabía más que ella misma». Me digo que sería bueno recordarlo, porque creo que esa es la única respuesta.

Pero, de todos modos, lo intento.


La pregunta se repite, una y otra y otra vez: «¿Cómo se le ocurren las historias?». Hay una parte que es fácil, porque ya la pensé y la escribí hace tiempo y, aunque odio citarme a mí misma, soy incapaz de encontrar una forma más sincera de responder a la primera de las dos preguntas: por qué elegimos algunas historias. La respuesta es tan pueril que da vergüenza y es esta: excepto que se trate de un artículo por encargo, la elección del tema para escribir un texto de periodismo narrativo es el resultado de los gustos —y los traumas— de uno mismo, combinados con la factibilidad de publicar esa historia en algún medio.

Si tratara de profundizar en la única parte interesante de esa respuesta — aquello de «los gustos y los traumas de uno mismo»— debería hablar de mi método de recorte y acumulación. Es un método poco recomendable, ya que el resultado parece lo que es: una pila deprimente de revistas, folletos y diarios viejos. A lo largo de años —muchos, a juzgar por la data de los recortes más antiguos— he guardado cosas que me interesan para volver más tarde sobre ellas y quizás transformarlas en perfiles o crónicas, pero la temática es tan variada que no logro encontrar un denominador común. En mi pila hay desde ínfimas noticias sobre fiestas de beneficencia hasta ensayos fotográficos sobre gauchos y mataderos, revistas de cultivadores de cactus, folletos de concursos de belleza, publicidades de cantantes cursis, catálogos de artistas plásticos, artículos acerca de futbolistas viejos o de barrios sumergidos en la ostentación. La única materia que unifica todas esas cosas es mi curiosidad. Pero no sé qué la dispara.

Yo no sé por qué elijo las historias que elijo —una adolescente que mató a su hija, una mujer que envenenó a sus amigas, una cronista que inventó la crónica de modas, un matarife, un pueblo de la Patagonia, un festival de bailes folclóricos, un mago manco, un hombre gigante, un cantante popular y posible mitómano, un pintor contemporáneo, un diseñador de joyas, una fotógrafa librepensadora— pero sí podría decir que, en todas esas historias, hay algo que no entiendo y que quiero entender o algo pequeño que, sospecho, podría hacerme entender algo más grande.

Cuando escribí, por ejemplo, sobre Jorge González, un hombre que medía dos metros y medio, que devino jugador de básquet en la selección nacional y llegó a probarse en la NBA solo para mutar en luchador de lucha libre, yo ya había leído cien veces su historia en la sección Deportes de todos los diarios, pero ninguno de esos artículos explicaba por qué alguien que llega hasta las puertas de la NBA y tiene todas las posibilidades de ganar mucho dinero, elige transformarse en un montón de carne de circo y termina paralítico, pobre y ciego en el ínfimo pueblo que lo vio nacer.

Los métodos mecánicos suelen producir resultados más refulgentes, pero son difíciles de controlar y mucho más esquivos. Esos métodos son dos: uno es pasear en auto. El otro es correr.

Cuando escribí, por ejemplo, sobre un pueblo patagónico donde entre 1997 y 1999 se suicidaron doce personas muy jóvenes creí que, en el combo trágico de ese lugar que conjugaba decenas de prostíbulos e iglesias, petróleo, desempleo, violencias y suicidios, había una historia que contaba algo más grande: la historia de un país que se dice federal pero que no se entera de nada que no suceda en Buenos Aires.

Eso, en cuanto a las historias de la gente.

Porque hay otras historias en las que no existe nada como alguien a quien llamar por teléfono, citar un jueves a las cinco de la tarde y hacer unas cuantas preguntas. Esas historias son, por ejemplo, las columnas, o estos textos, en los que, antes que nada, hay que encontrar qué tiene uno para decir. Imagino que, para eso, hay métodos inteligentes, pero yo uso tres: uno, lejanamente racional; los otros, puramente mecánicos.

El primero, el que más uso, es obsesionarme. Durante días o semanas pienso, todo el tiempo —mientras cocino, mientras viajo en bus, mientras miro sin mirar por la ventana—, ¿qué quiero decir, qué quiero decir, qué quiero decir, qué quiero decir, qué quiero decir? Hasta que, en algún momento, antes o después, mientras estoy cocinando, viajando en bus o mirando sin mirar por la ventana, tengo uno de esos instantes —más o menos modesto, más o menos afortunado— parecido a aquel en que me agaché frente al mueble de la cocina y guardé el recorte en el libro marrón y etcétera, y entonces algo se mueve en alguna parte y lo que quiero decir llega bajo la forma nítida de una primera frase o la forma difusa de una idea general.

Los métodos mecánicos suelen producir resultados más refulgentes, pero son difíciles de controlar y mucho más esquivos. Esos métodos son dos: uno es pasear en auto. El otro es correr.

Si voy en auto y suena la banda de sonido adecuada —donde adecuado puede querer decir cualquier cosa, desde una canción italiana del año sesenta hasta Pearl Jam— y hay sol pero la luz no es demasiado intensa, y sobre todo si no sopla viento, puedo verme súbitamente necesitada de meter la mano en el bolso y sacar un papel cualquiera (un ticket del supermercado, una entrada al cine, una tarjeta personal) para anotar apresuradamente algo que usaré después, como me pasó el sábado trece de agosto cuando iba al barrio chino a comprar pescado y en la radio empezó a sonar la voz de un músico argentino llamado Vicentico cantando el tema de amor de una telenovela horrible de los años ochenta y yo, por algún motivo, me hice una pregunta que estaba en las antípodas de cualquier cosa que pudiera ser evocada por la combinación de todos esos factores —barrio chino, telenovela, pescado— y me pregunté: «¿Por qué escribo?». Treinta cuadras después estaba buscando un papel dentro del bolso para anotar apresuradamente algo que usaré alguna vez en una columna. Y, aunque esa euforia primigenia debe ser sometida a un proceso serio de centrifugado para dejar afuera las sensibles exaltaciones producidas por la música, el sol y la ausencia de viento (y el tema de amor y la telenovela), la música, el sol y la ausencia de viento (y el tema de amor y la telenovela) hicieron su trabajo: producir una emoción primaria, una materia torpe pero noble sobre la que se podrá esculpir, después, alguna cosa.

De todos modos, nunca escribo más que cuando corro. En abril de este año, por ejemplo, salí a correr y, mirando la rama de no sé qué árbol, pasando frente a la puerta de no sé qué taller mecánico, escribí, entera, una columna para la revista Sábado, del diario El Mercurio. La columna se llamaba Arbitraria y daba sin dar, y creo que un poco amargamente, respuesta a una pregunta repetida: «¿Qué consejo le daría a un periodista que recién empieza?». Decía, entre otras cosas, esto:

«(…) Corrí al atardecer. Me siento leve, un poco feroz, arbitraria. De modo que, si hoy me preguntaran, les diría: corran. Les diría: sientan los huesos mientras corren como sentirán después las catástrofes ajenas: sin acusar el golpe. Aguanten, les diría. Pasen por las historias sin hacerles daño (sin hacerse daño). Sean suaves como un ala, igual de peligrosos. Y respeten: recuerden que trabajan con vidas humanas. Respeten.

Escuchen a Pearl Jam, a Bach, a Caléxico. Canten a gritos canciones que no cantarían en público: Shakira, Julieta Venegas, Raphael. Vayan a las iglesias en las que se casan otros, sumérjanse en avemarías que no les interesan: expóngase a chorros de emoción ajena (…) Sepan cómo limpiar su propia mugre, hacer un hoyo en la tierra, trabajar con las manos, construir alguna cosa. Sean simples pero no se pretendan inocentes. Conserven un lugar al que puedan llamar «casa» (…) Maten alguna cosa viva: sean responsables de la muerte. Viajen. Vean películas de Werner Herzog. Quieran ser Werner Herzog. Sepan que no lo serán nunca (…)».

No sé de dónde salió. Sé que llegó completa, con su tono de rezo, de mantra, de elegía, con su aire de ilusión desesperanzada, con una iconografía personal oculta entre sus frases. Del día en que la escribí tengo, apenas, el recuerdo de unas hojas moviéndose en un árbol que estaba a mi derecha, la imagen de mí misma corriendo por una calle empinada y, sobre todo, la certeza de estar todo el tiempo en otra parte. Es un estado del que conviene hablar con pudor. No es felicidad, no es euforia. Es algo más parecido a ser el diablo. Es un estado de poder salvaje.


Pero eso pasa pocas veces. Lo que más sucede es el trabajo.

Los días de leer, las horas de escribir, los incomprensibles vagabundeos por la casa, los kilómetros recorridos entre el estudio y la cocina metida en una cáscara de silencio que no permite interrupciones porque, aun cuando parece que no estoy haciendo nada, sobre todo cuando parece que no estoy haciendo nada —calentándome las manos en la estufa, contemplando el vapor de una olla— estoy escribiendo. Estoy intentando cazar un adjetivo, traer una música de fondo, mejorar una escena, entender qué tengo para decir y cómo — cómo, cómo— voy a decirlo.


La segunda de las preguntas plantea cómo funciona el proceso creativo a la hora de construir un texto periodístico. Y otra vez me pregunto dónde leí esta frase: «Su voz sabía más que ella misma». Sería bueno recordarlo, porque creo que esa es la única respuesta.

Pero, de todos modos, lo intento.

Primero, yo nunca me siento a escribir si no tengo la frase del principio.

Al escribir el perfil de Felisa Pinto, una cronista de modas argentina, testigo de un mundo que ya no existe en el que la inteligencia, el instinto artístico y la belleza se mezclaban sin conflicto, pensé que necesitaba un arranque que la presentara con el dramatismo que aún hoy, a sus ochenta años, produce su entrada en cualquier sitio, y que podía usar, para eso, la escena de una fiesta a la que ella había asistido en los años cincuenta. Pero no sabía cómo empezar. Estaba en eso cuando un día, haciendo otras cosas, vi, en mi biblioteca, la novela de Francis Scott Fitzgerald llamada Suave es la noche (que, para más ay, remite a una época de sofisticación dorada y suave decadencia) y me di cuenta de que no necesitaba nada más. Entonces escribí:

«Suave es la noche.

El departamento, un piso en las calles Libertad y Marcelo T. de Alvear, se abre a una plaza con árboles como capullos frescos. La anfitriona es la majestuosa Fanny Llambi Campbell de Ferreyra, una mujer nacida en Bélgica, discípula de Debussy, que acaba de regresar de un viaje en barco y da, en ese departamento que no es suyo porque desprecia respingadamente la idea de tener casas y vive entre París, Nueva York y Buenos Aires, una fiesta. Corre el año 1952, quizás 53. Es verano. El ventanal es un paño nítido por el que entra a raudales la noche clara. Hay brisa y el zumbido lento de la ciudad se cuela en ese piso donde criaturas refinadas como aves del paraíso ríen, fuman, beben.

La mujer entra en cuadro desde la derecha.

Camina como si fuera parte de la tierra, con una gracia épica, serena. Lleva una falda acampanada color azul marino y una camisa blanco óptico, de poplín. No usa tacos sino espadrilles con cintas atadas a los tobillos y el pelo oscuro en un corte carré. Su rostro tiene la belleza de lo que no puede repetirse. Las líneas, que ondulan suaves en los pómulos, se transforman en la altiva arquitectura de las cejas, en la vivacidad elástica de la boca, en el carbón de los ojos. Cuando su figura atraviesa el ventanal con gracia distraída, algo, en el íntimo engranaje de esa fiesta, se detiene. Porque la mujer que acaba de rasgar la suavidad de la noche derrama, sobre los que están allí, la sensación eufórica, y a la vez triste, de estar viviendo ya un recuerdo.

Y también está el nombre: Felisa.

Que significa la-que-siempre-está-feliz».

A veces las soluciones se esconden en cosas tan estúpidas como un adverbio o una conjugación, pero yo no me había dado cuenta y estuve mucho tiempo probando soluciones inútiles.

Lo que sigue a los arranques es un proceso de prueba y error que hace que algunas ideas lleguen a buen puerto y otras, que parecían estupendas, se revelen ridículas. De ese proceso solo puedo identificar momentos esporádicos y decir, en forma más general, que muchas de las soluciones narrativas a los problemas que presenta se me ocurren en dos situaciones: cuando estoy despierta pero sigo en la cama sin ninguna gana de salir de ahí, y en la ducha. Si en el limbo de la duermevela suelo encontrar muchos principios, en la ducha encuentro soluciones. Recuerdo, por ejemplo, una dificultad tonta que me tomó días resolver. Cuando escribí la historia de un grupo de antropólogos argentinos que buscan e identifican restos de los desaparecidos durante la dictadura militar, arranqué de esta forma, con una escena en sus oficinas de Buenos Aires:

«No es grande. Cuatro por cuatro apenas, y una ventana por la que entra una luz grumosa, celeste. El techo es alto. Las paredes blancas, sin mucho esmero. El cuarto —un departamento antiguo en pleno Once, un barrio popular y comercial de la ciudad de Buenos Aires— es discreto: nadie llega aquí por equivocación. El piso de madera está cubierto por diarios y, sobre los diarios, hay un suéter a rayas —roto—, un zapato retorcido como una lengua negra —rígida—, algunas medias. Todo lo demás son huesos.

Son las cuatro de la tarde de un jueves de noviembre. Patricia Bernardi está parada en el vano de la puerta. Tiene los ojos grandes, el pelo corto. Toma un fémur lacio y lo apoya sobre su muslo.

—Los huesos de mujer son gráciles.

Y es verdad: los huesos de mujer son gráciles».

Supe muy rápidamente que el final tendría que remitir a ese principio para decir, sin decirlo, que la tarea de los forenses era interminable. Pero tenía un problema porque, a la vez, el final más adecuado parecía ser una escena en la que los antropólogos excavaban cuatro tumbas del cementerio de la ciudad de La Plata buscando los restos de cuatro mujeres: en un texto casi claustrofóbico, que transcurría en una oficina entre huesos humanos e historias tremebundas, la escena del cementerio, donde los forenses trabajaban con admirable naturalidad, funcionaba como una suerte de alivio y alejaba al texto, aunque pueda parecer raro, de toda sensiblería truculenta. Pero no encontraba manera de conciliar las dos cosas: lograr una estructura circular y, a la vez, terminar en el cementerio.

A veces las soluciones se esconden en cosas tan estúpidas como un adverbio o una conjugación, pero yo no me había dado cuenta y estuve mucho tiempo probando soluciones inútiles. Era noviembre, hacía calor, y un día de tantos fui a darme una ducha sin más intención que la de darme una ducha. Quiero decir que no siempre que uno se da una ducha lo hace para buscar soluciones a problemas narrativos. Sea como fuere, ese día entraba, por la ventana del cuarto de baño, una luz azul. Y entonces escuché algo inusual: el zureo tristísimo de una paloma. Y, de pronto, recordé el baño del conservatorio de música de mi pueblo, teñido de esa misma luz azul, al que llegaba el zureo tristísimo de las palomas, y pensé en una palabra y esa palabra fue «celeste». Y entonces vi la solución, tan fácil. Lo que había que hacer era avanzar brevemente, usar el adverbio «Mañana», conjugar en futuro, contar en dos líneas la escena del principio, y regresar al cementerio. Así que, cuando terminé de ducharme, me senté en mi computadora y escribí esto:

«En otra de las fosas alguien encuentra un suéter a rayas, un cráneo con tres balazos, redondos como tres bocas de pez: los huesos de mujer son gráciles.

Mañana, en un cuarto discreto del barrio de Once, sobre los diarios con noticias de ayer y bajo la luz grumosa de la tarde, se secarán los huesos, el suéter roto, el zapato como una lengua rígida.

Pero ahora, en el cementerio, la tarde es un velo celeste apenas roto por la brisa fina».

¿Cómo fue que esa palabra —que además ya había escrito en la frase del comienzo— sugirió una solución tan simple, tan evidente, tan tonta? No lo sé. Sé que la extraña luz del baño de mi casa me remitió a aquel baño del conservatorio al que llegaban el zureo triste de las palomas y el sonido de los pianos que los alumnos descoyuntaban en las salas, y que todo ese ruido maléfico y esa luz cementicia envuelta en un silencio desdichado me hacían pensar, cuando tenía ocho años, en gente muerta.

Pero no puedo ver la relación entre todas esas cosas.

Y me pregunto, otra vez, acerca de la pertinencia de hablar de todo esto, de esta larguísima secuencia de escenas vulgares en las que alguien pasea en auto, corre, se ducha, parece no hacer más que perder el tiempo.


Y también sucede que no sucede nada: los largos días en los que uno camina por la casa abriendo y cerrando cajones y no hay ni buen ni mal humor, ni luz ni brumas: no hay nada. Cualquier persona que escriba —o que haga música o que pinte cuadros o etcétera— desarrolla, con el tiempo, un antídoto para días como esos: el consumo de ciertas sustancias estimulantes que, si bien no lo garantizan, ayudan a alcanzar un estado en el que puede suceder alguna cosa. Yo hice una lista, somera, de las sustancias que consumo en estos casos. Esas sustancias son:

  • Rodolfo Fogwill, en cualquiera de sus presentaciones, pero en particular en aquella que se conoce como la nota autobiográfica de introducción a su libro Cantos de marineros en La Pampa.
  • Los cuentos de Lorrie Moore, sobre todo los de su libro Pájaros de América, sobre todo uno llamado «Esta gente es la única clase de gente que hay aquí: balbuceo canónico».
  • Ciertos versos de un poeta argentino llamado Héctor Viel Temperley que empiezan diciendo «Vengo de comulgar y estoy en éxtasis/ aunque comulgué como un ahogado».
  • Radiohead, Pearl Jam, Caléxico, en cualquiera de sus presentaciones, pero preferentemente bajo la forma de baladas.
  • El libro de la almohada de Sei Shoganon, especialmente en la parte de las enumeraciones.
  • La voz en off de una película de Terrence Malick llamada El nuevo mundo.
  • Etcétera.

El acto de escribir no puede confiarse solo a esas cosas pero no es mala idea ponerse en movimiento dejándose infectar por chorros de emoción ajena con la clara intención de, después, infectar a otros.


Por lo demás, el periodismo narrativo no es ajeno a las dudas y zozobras que atraviesan otros procesos creativos. Uno siempre se pregunta: ¿logré contar la historia, no me estoy repitiendo, no podría haberlo hecho mejor, no estaré copiando a alguien? Hace poco entrevisté a un escritor argentino llamado Fabián Casas y, por algún motivo, me pareció muy buena idea cambiar radicalmente de estilo y probar con un larguísimo travelling de frases largas que siguiera a Casas en un trayecto entre su casa y la iglesia. Y escribí esto:

«Fabián Casas es ese que va ahí. Ese que cierra la puerta de su casa, un edificio antiguo que alguna vez fue hotel de paso, y cruza la calle Chile llevando en brazos a su hija pequeña —Ana—, y camina hasta la iglesia de la Santa Cruz, en Urquiza y Estados Unidos, barrio de Boedo, Buenos Aires, cercana al sitio donde, hace cuarenta y seis años, nació. Fabián Casas es ese hombre de gafas oscuras —rayban, modelo tradicional— que crean un clima de amable violencia en torno a su aspecto sólido pero flexible, como si no lo movieran músculos sino una íntima comodidad, y que se sienta en el banco de la iglesia a la que iba, de chico, con su padrino Bruno Edgardo Vigano, un hombre que murió hace poco, a los noventa y de su mano, porque asistir a los ritos de la muerte es algo que Fabián Casas hace desde joven, desde que empezaron a morir amigos de su familia o los padres de sus propios amigos; o su propia madre, cuando él tenía veintitrés años».

Entregué el texto con razonables dudas: yo no escribo así. Las frases que uso suelen ser tajantes, cortas, y mi ritmo no tiene nada que ver con ese ritmo envolvente, braceado, largo. Mi editora me escribió diciéndome que el texto era divino, glorioso, impagable, pero que no se entendía nada porque las frases eran demasiado largas. No importa lo que sucedió después. Importa esto: que estuvo bien probar. Que el proceso de escritura nunca es solo hacia adelante. Que escribir implica, cada tanto, un retroceso, una pérdida de lo virtuoso. Ir en contra de la comodidad, tomar el riesgo sabiendo, siempre, que el riesgo puede aniquilarnos.


Dice Hemingway que escribir es, a veces, algo que surge fácil y perfectamente y que, en otras ocasiones, «es como perforar roca y después hacerla volar con cargas».

Escribir un buen texto periodístico es mucho más que encontrar un buen arranque, un gran cierre y regodearse en brazos de frases bonitas. Un buen texto periodístico debe tener información, equilibrio de voces, buenas escenas, datos duros, fechas precisas, fuentes citadas. En medio de todo eso la palabra inspiración parece la prima boba que usa brackets y lee a Gustavo Adolfo Bécquer sentada en el extremo de una cama donde se lleva a cabo un festín porno con doble penetración y sin preservativos.

Pero yo creo que la inspiración existe. Solo que no es una sustancia benéfica, meliflua y rosa que desciende sobre nosotros en momentos de perfecta calma sino una fuerza bruta, traicionera, salvaje, nada sutil, cuya belleza reside, precisamente, en el altísimo riesgo que implica utilizarla, y que no está, no puede estar, separada de la idea de trabajo, de esfuerzo y de preparación.


Creo que la inspiración existe. Solo que no es una sustancia benéfica, meliflua y rosa que desciende sobre nosotros en momentos de perfecta calma sino una fuerza bruta, traicionera, salvaje, nada sutil, cuya belleza reside, precisamente, en el altísimo riesgo que implica utilizarla, y que no está, no puede estar, separada de la idea de trabajo, de esfuerzo y de preparación.

Es todavía viernes y llevo apenas un rato escribiendo esto, que terminará llevándome muchos días, cuando levanto la vista y veo en mi biblioteca el lomo de un libro que se titula El deseo nace del derrumbe. Lo firma Roberto Jacoby, un artista multifacético y argentino, y todavía no lo he leído pero el título me llama la atención. Entonces me levanto, lo saco del estante y el libro se abre —juro— en la página cuarenta y seis donde un texto de apenas diez líneas dice: «El relato del proceso por el cual a uno se le ocurre una idea es siempre una construcción retrospectiva. En la narración pareciera que existió una lógica necesaria que se impuso. Pero lamentablemente no funciona así».

Lo único que puedo decir, entonces, es que Roberto Jacoby tiene razón. Que lamentablemente no funciona así. Que pueden considerar todo esto que he escrito como una honesta mentira.

Y que ojalá pudiera recordar dónde leí esa bendita frase: «Su voz sabía más que ella misma». Porque esa es la única respuesta.