Adiós a la retrospectiva de Le Parc con unas secas de porro
Julio Le Parc. Un visionario. PRENSA CCK.

Crónica narrativa

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Luz Vítolo estuvo a punto de pasar por alto la muestra del artista mendocino, pero se arrepintió a último momento. Fue algo fumada y vestida como para no encontrarse con nadie. Pero entre esculturas lumínicas y laberintos de espejos terminó chocando con un ex al que hacía diez años que no veía. Este encuentro fortuito terminó siendo más importante, en impacto, que la propuesta del propio Le Parc.

En tres horas termina la retrospectiva de Julio Le Parc en el CCK. Anteriormente, había tenido la intención de ir dos veces, pero —si mal no recuerdo— abandoné el plan por algo que involucraba cerveza.

La de Le Parc es de esas muestras que «no te podés perder» y que viste tanto en Instagram que te da la sensación de que fuiste. Pero como en Buenos Aires, con su amplia oferta cultural, siempre te estás perdiendo de algo, no me parecía demasiado grave dejar pasar esta… hasta que vi volver a mi novio alucinado del CCK el lunes anterior al cierre. Me tomo muy en serio sus recomendaciones, sobre todo cuando insiste. Cuando no le hago caso, como cuando me dice «ese libro no te va a gustar» y yo me enojo porque qué sabe lo que me gusta y no me gusta, termino puteando.

Llego al CCK con el porro que él me había armado y una playlist con lo mejor de Boards of Canada que me había hecho descargar en el celular. Pongo play y me fumo unas secas a los pies de Juana Azurduy, con una persecuta poco digna.

Como es el día que cierra la muestra, y hay mucha más gente que personal, no se puede ir al subsuelo. De cualquier manera, mis instrucciones me mandan directamente al sexto piso. La Gran Lámpara debo dejarla para el final. La muestra, de más de ciento sesenta piezas, recorre la carrera de Le Parc desde sus primeras obras realizadas a fines de los cincuenta hasta algunas más recientes.

La primera conclusión se hace evidente a los cinco minutos: me pasé la vida yendo a los museos mal. La música en los auriculares es un elemento clave para la experiencia. Si todavía no existe (quizás sucede en Copenhague pero todavía no se popularizó) ahí hay otro campo laboral para curadores y DJ’s.

Es difícil distinguir si lo que pega son las flores o los cuadros de Le Parc. Los diálogos entre la luz, los colores y el movimiento se acumulan y se tuercen de todas las maneras posibles. Las pinturas te invitan a colgarte y ladear suavemente la cabeza de un lado a otro, mientras que los reflejos en los vidrios móviles te mantienen fascinado como si fueras un gato persiguiendo un láser. 

Lo más alto del viaje coincide con la entrada a la Gran Lámpara, que alberga telas enormes con investigaciones cromáticas e instalaciones lumínicas. Mi parte favorita son las hojas cuadriculadas en las que Le Parc probaba los colores. Muchas de las obras son afectadas por las corrientes de aire que genera el espectador; otras se mueven mecánicamente. La sensación es la de una inestabilidad controlada.

Postales de la muestra Julio Le Parc. Un visionario. PRENSA CCK.

En la sala que alberga un arcoíris doblado me parece sentir un par de ojos en la nuca. Veo pasar a un chico alto que me parece familiar, pero no me detengo en eso: estoy tratando de decidir si las pinturas también se moverían tanto si no estuviera fumada. El segundo piso de la Lámpara está a oscuras para poder apreciar mejor las obras que juegan con la luz. Me siento en un banco delante de un círculo enorme que contiene un haz que se descompone en hilos brillantes como si fuera algodón. Cada tanto alguien me interrumpe la visual para sacarse una selfie de su perfil oscuro recortado en la obra. No me molesta que lo hagan sino que tarden.

En una sala pequeña hay una especie de laberinto para adultos: espejos que te deforman como si fuera un juego de carnaval y un camino de paneles espejados que cuelgan y giran. Hay algo que me incomoda en el espacio. No puedo precisar qué es. Frío o ligera paranoia. Me paro en una de las esquinas y trato de filmar mi reflejo que se escapa. Detrás de mí, veo aparecer una cara familiar que también se fragmenta y se mueve. Me doy vuelta pero la persona no está exactamente atrás sino que está perdida entre las repeticiones de su imagen. Busco un poco y nos encontramos. Apago la música. Me quito los auriculares. Me inclino para saludar con un beso, pero él me abraza. No nos vemos hace por lo menos doce años. Hace seis meses me mandó una cadena de mails a mi casilla vieja para promocionar sus servicios de masajista, en Córdoba. Eso es lo último que supe de él.

Postales de la muestra Julio Le Parc. Un visionario. PRENSA CCK.

Salimos durante todo mi CBC. Ese año yo cursaba tres materias por semana y hacía de secretaria un puñado de horas más en un consultorio médico. Nos veíamos muchísimo. En esa época él trabajaba en el Museo de Bellas Artes como cuidador de sala. Pasaba horas parada al lado suyo hablándole de pavadas y retando a la gente que con disimulo tocaba las esculturas. Me divertía acercarme sigilosa por detrás y asustarlos con un «¿qué estás haciendo?». Cuando se terminaba su turno, íbamos a franelearnos a la Floralis Genérica de Figueroa Alcorta con la intensidad de dos adolescentes a los que parecía que había que manguerear para que no se abotonaran. Todo esto con Attaque 77 de fondo en el auricular compartido.

Me dio gracia volver a decir su nombre de señor mayor tantos años después. Tratamos de hablar entre los espejos pero hay chicos jugando en el laberinto. Los paneles nos embisten. Me agarra del hombro y me lleva afuera. No le veo bien la cara, pero me la acuerdo de memoria. Sigue sin poder hacer crecer su barba. Flasheo un café seguido de secas en alguna plaza y besos húmedos. Siento que podría pasar. Él me resume esta última década en cinco oraciones que no puedo retener. Me río en un momento inapropiado. Cuando es mi turno solo atino a sonreír y decir: «Qué bueno, che. Muy bueno». No quiero contarle nada de mi vida. Seguramente estoy con los ojos entrecerrados, despeinada, vestida como para no encontrarme con nadie.

Nos despedimos y doy una vuelta más por la sala hasta que veo que él se va. Quiero evitar la contingencia de darnos cuenta de que vamos para el mismo lado en subte y tener que charlar hasta la otra cabecera. Me resulta insoportable esa sensación de una intimidad menor a la que compartíamos. Es un desconocido que no lo es. Prefiero que los ex se evaporen en el espacio y no saber más de ellos. Una amiga me dice que esa actitud es una tontería, que me estoy perdiendo de una —posible— gran amistad. No me importa tanto. En Buenos Aires siempre nos estamos perdiendo de algo.