La Pepu persigue en taxi a Maradona
Maradona almuerza. Clarín.

Folletín

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Una chica se entera de que es hija no reconocida de Maradona y, aprovechando el regreso del astro a la Argentina, hará lo posible para encontrarse con él. En esta crónica, la escritora Agustina Zabaljáuregui narra la historia de «la Pepu» y su agitado periplo hacia la estrella que la trajo al mundo. Esta es la tercera entrega.

← Viene del segundo capítulo.
Esta es la tercera entrega del reencuentro entre «la Pepu» y Diego Maradona, su padre.


La Pepu tiene la cabeza afuera de la ventanilla como un perro, va siguiendo el auto de su viejo que va bastante adelante nuestro. 

—No te preocupes, piba, yo sé adónde van— dice Alfredo, el amable hincha del Lobo que nos está llevando a conocer a Maradona.

Dicho y hecho. El auto se detiene frente a una parrilla. Es más bien un espejismo de humo y grasa en medio de la nada. Mirás ese parador mugriento y no das dos mangos. Pero Alfredo habla del lugar como si tuviera tres estrellas Michelin.

—Te dije, no podía fallar —se jacta—. Acá vienen muchas figuras internacionales. El último fue Travolta. Dicen que acá probó el choripán por primera vez y que se le piantó un lagrimón en el primer mordisco.

Quiero decirle que a Travolta también lo vieron comprando facturas en Las Medialunas del Abuelo  pero me parece innecesario, así que me limito a agradecerle el favor de llevarnos hasta ahí.

Enfrente nuestro, los jugadores van entrando a la parrilla de a tandas pero Pepu ni los mira. Está muy atenta al auto de su viejo del que aún no se bajó nadie. Los vidrios polarizados no dejan ver nada y yo por un momento me pregunto: «¿Y si no está en el auto?». 

Las puertas traseras se abren. De una se baja Méndez y de la otra Adrián González, su otro ayudante de campo. También se baja el conductor, al que no reconozco. Los tres van hacia la entrada charlando a paso lento.

Alfredo no para de hablar. Sobre su mujer, su reciente jubilación, el precio del dólar, el futuro del país y hasta nos da la receta del tiramisú de su vieja. Yo pierdo las esperanzas pero Pepu no. Mira fijo el auto como si fuera a moverlo con la mente. De pronto la puerta del copiloto se abre y asoman las piernas rechonchas del Diez que se baja hablando acaloradamente por celular. Yo suspiro aliviada pero la Pepu se baja para encararlo. Sin embargo no cruza, vuelve a entrar al auto.

—¿Cuál es el plan, Gringa?

—No sé, Pepu. No podemos entrar a comer como cualquier cliente.

—No, no pueden. Lo cierran al público cuando viene algún equipo —acota Alfredo al tanto de todo. De pronto agrega: 

—Pero al asador lo conozco, si quieren hablo con él.

La Pepu, desbordada, abraza a Alfredo desde el asiento de atrás. Parece más una toma de Jiu-Jitsu que un abrazo, pero él se ríe a pesar del susto y la falta de aire. Acto seguido, saca un celular prehistórico del bolsillo y se baja del auto para hablar. Pero lo hace a los gritos así que escuchamos todo. 

Camina, gesticula y tarda diez minutos en convencer a su amigo Rubén de que nos deje pasar. Los términos son los siguientes: podemos mirar al Diez desde la abertura que conecta la parrilla con el salón. Cuando termine y si está de acuerdo, nos acercamos a saludarlo fingiendo ser las sobrinas de su mejor amigo. Alfredo aprovecha la situación y suma al trato que Diego le firme su camiseta del Lobo.

Entramos por la puerta que da directo a la cocina. La Pepu se acoda en la abertura y observa a su viejo fijamente. Cuando Maradona entra en su campo de visión las luces del resto del mundo se apagan.

—Miralo, Gringa. Le pone criolla de los dos lados, como yo. 

De repente la cara de la Pepu se deforma. Le pregunto qué le pasa pero no contesta. Me asomo y lo veo. La piel de la cara de Dios está virando al violeta y se lleva las manos a la garganta. La gente que lo rodea parece no darse cuenta. Cuando miro a la Pepu ya no está al lado mío, está entrando al salón al grito de «¡se ahoga! ¡se ahoga!».

El revuelo es instantáneo, parte del plantel se pone alrededor de Maradona. Algunos intentan ayudarlo. Spinelli, uno de los delanteros, le levanta los brazos sin mucho resultado. Alexis Martín Arias, con sus manotas de arquero, le da golpes en la espalda, que suenan como un bombo viejo. De pronto Diego logra toser y escupe en el plato parte del hilo del chori enredado en un ovillo. La Pepu se queda dura frente al Diez, que le da un largo trago a su vaso de vino para pasar el susto.

Enseguida el Diego levanta la vista y la ve.

—Gracias, si no fuera por vos no la contaba. La propina es toda tuya, no la compartas con nadie porque acá son todos una vergüenza. Llamame al dueño.

La Pepu no dice nada. Retira el plato de Dios como si trabajara en la parrilla. Rubén entra al salón agitado deshaciéndose en disculpas. Pero Maradona deja caer su ira implacable sobre él. Yo veo venir a la Pepu arrastrando la mirada vencida por el suelo. Ni bien entra la abrazo.

—Me quedé dura, Gringa, no pude decirle nada. Empecé a pensar tanto que me hacía ruido la cabeza. ¿Y si no me cree? ¿Y si se enoja? ¿Y si piensa que soy hija del dinero o de la equivocación? 

En el salón reina el escándalo. Los comensales indignados se retiran de la parrilla. La Pepu no habla, se mueve por la cocina abriendo cajones y alacenas.

—¿Qué buscás, Pepu?

—Una bolsa.

—¿Para qué?

La Pepu saca, triunfal, del bolsillo el hilo del chorizo que casi mata a su viejo.

—Con la baba que hay acá seguro que es suficiente para hacer una prueba de paternidad. Así que la próxima vez que lo encare, lo hago con el resultado puesto, Gringa.


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«La Pepu» se hace un ADN.

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