La Pepu quiere una foto con su papá
Hinchada de Gimnasia con fotos de Maradona. OLÉ.

Folletín

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Una chica se entera de que es hija no reconocida de Maradona y, aprovechando el regreso del astro a la Argentina, hará lo posible para encontrarse con él. En esta crónica, la escritora Agustina Zabaljáuregui narra la historia de «la Pepu» y su agitado periplo hacia la estrella que la trajo al mundo. Esta es la segunda entrega.

← Viene del primer capítulo.
Esta es la segunda entrega del reencuentro entre «la Pepu» y Diego Maradona, su padre.


La Pepu y yo vamos por avenida 60, todavía faltan unas cuadras para llegar al estadio Juan Carmelo Zerillo. Es el día del debut del Gimnasia de Diego. La cita es contra el Racing de Coudet y el Bosque es una ebullición de orgullo tripero. La Pepu está callada desde que nos bajamos del tren y para colmo la humareda de los puestos de choris le dan un aire misterioso. Se parece tanto al Diez que impresiona. 

Es él sin las canas, la barba ni los años de fiesta encima. Incluso camina igual, balanceando las piernas como hacen las embarazadas a punto de parir. La Pepu se mueve como D10S. Ensanchando la espalda, ocupando todo el espacio posible. Con el pecho inflado como si siempre estuviera por parar una pelota. La Pepu además se hizo los mismos tatuajes. En la espalda, la flor celeste y el «Tota te amo». En los brazos, el Che y los nombres de Dalma y Gianinna.

Avanzamos hasta la entrada de Avenida Centenario. Ahí nos espera Esteban, mi compañero de laburo, con dos pases de prensa. Nos separa a un costado de la entrada y cual DT nos explica con precisión qué tenemos, pero sobre todo, qué no tenemos que hacer.

—Diego no va a contestar ninguna pregunta antes del partido. Se ubican con el resto de la prensa y cuando termina vemos cómo hacemos porque hay un quilombo bárbaro. ¿Estamos?

Las dos asentimos y cuando nos quedamos solas le digo:

—¿Sabés que no podemos encararlo y decirle que sos la hija, no?

—Tranqui, Gringa, él se va a dar cuenta solo. 

Yo quiero explicarle que es más probable que Maradona piense que es un imitador antes que su propia hija, pero no me da el corazón para decírselo.

—Ni bien termine el partido nos acercamos con el resto de los periodistas, yo pido la palabra y le hago unas preguntas. Vos te quedás cerquita de la entrada por donde se van los jugadores y lo encarás. 

—Es un planazo, Gringa.

Ella sonríe entusiasmada, yo por dentro estoy aterrada. 

Seguimos a la manada de periodistas por los pasillos que rodean el estadio, esos en los que el viento queda prisionero y se camufla con los fantasmas de los gritos de gol. De pronto ella se aparta porque descubre el camino hacia el vestuario. Y cagándose rotundamente en el plan abandona el grupo. 

Yo la sigo, repitiendo su nombre sin gritarlo para no llamar la atención, pero ella está decidida a ignorarme. Alrededor hay gente del club y de seguridad. Esteban tenía razón, es todo un quilombo. Pero el desorden es tal que al parecer nadie está realmente prestando atención a la entrada del vestuario. Tal vez es su determinación o su parecido con Maradona, pero Pepu llega hasta la puerta. No toca ni entra, solo apoya la mano y cierra los ojos.

—Lo siento, Gringa, ahí está papá enseñándoles a los triperos a jugar al futbol. Es como que Miguel Ángel dé clases de plástica en un colegio primario.

—Ya sé, Pepu, tu viejo es el mejor.

Uno de seguridad se nos acerca con prepotencia. Automáticamente pido perdón pero el tipo no está dispuesto a ceder. La Pepu no habla, solo le pone el carnet de prensa en la cara como si fuera un revolver. Estamos a punto de ser echadas cuando la puerta se abre y del vestuario sale Sebastián Méndez, ayudante de campo de Maradona.

—Gallego, ey, Gallego —le digo como si lo conociera de toda la vida.

 Méndez sonríe al ver a la Pepu.

—Ya sé, soy igual.

La Pepu se lo dice con seguridad, como si leyera la mente del Gallego. Y yo ahí me ilumino. 

—¿No sería bárbaro una foto de ella con Diego? Mi amiga es entrenadora también.  

Mientras el de seguridad nos va marcando la salida yo sigo hablando de las mujeres en el fútbol y la importancia de visibilizar la participación femenina en el deporte. De repente a Méndez le gusta la idea y nos dice que lo busquemos cuando termina el partido. A la Pepu se le aflojan las rodillas pero no llega a desmayarse. El de seguridad nos acompaña al sector de prensa de la cancha donde los periodistas se están acomodando. Pepu y yo sentimos que flotamos.


El lugar es un enjambre azul y blanco. Las banderas con la cara de Maradona se agitan en el aire tripero. Después de una larga espera suenan los primeros acordes de La Mano de Dios y el «Juan Carmelo Zerillo» se viene abajo. Muchos se largan a llorar y yo miro a la Pepu pensando que va a ser una de ellos. Pero no, ni una lágrima. Sin embargo, cuando Diego sale del hocico del lobo inflable, la Pepu me agarra la mano y la aprieta muy fuerte. A mí me duele pero me dejo. Recuperé a mi amiga y la verdad es que me merezco un par de dedos machucados por lo que hice en el pasado.

El primer gol lo hace Racing y la Pepu ya se está empezando a poner nerviosa. No mira el partido, está concentrada en las reacciones de su viejo en el banco de suplentes. Repite cada palabra, cada gesto. El empate trae algo de alivio. Pero no dura mucho. Un minuto después Racing lo da vuelta. Llegando al final, Abal cobra una mano contra Gimnasia (que no es) y mi amiga lo putea como si le hubiera pegado a un chico. Maradona sufre y Pepu sufre con él.

El partido termina y le hago señas a Méndez, que se nos acerca abatido por la derrota.

—Chicas, disculpen pero el Diego no está de humor para sacarse fotos con nadie.

A la Pepu se le viene el mundo abajo en un segundo. Los ojos se le llenan de lágrimas, pero la cara se le pone roja de pronto y se desata la tormenta.

—Gallego, tenés más mentiras que el truco. Debutaste con un pibe y le pegaste a tu jermu.

Yo salgo por voluntad propia, pero Pepu tira patadas y mordiscones a los policías al grito de «rati botón», mientras la sacan a la rastra del estadio.


En el cordón de una vereda platense, con una birra como testigo, planeamos nuestro próximo acercamiento. La Pepu no se va a rendir tan fácilmente y yo no la voy a volver a dejar de garpe. No sé cómo, pero mi amiga tiene una fe ciega. 

—No pasa nada, Gringa, vamos al entrenamiento la semana que viene. Todavía tenemos los pases de prensa.

—No podemos, Pepu, Esteban puede perder el laburo.  

De repente sale el micro con los jugadores y atrás una camioneta. La Pepu, a la velocidad de la luz, se le acerca a un hincha con auto que está por arrancar. Se sube de prepo y solo veo que le muestra el carnet de prensa. Me llama desde la ventanilla y yo voy. Seguimos el auto de Dios por las calles platenses.


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«La Pepu» persigue a su papá en un taxi.

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