La culpa fue de Johan Cruyff
Johan Cruyff jugando un partido de la edición 1973/74 de la liga de España. FCBARCELONA.CAT.

Crónica periodística

La culpa fue de Johan Cruyff

España y Holanda jugaron la final de Sudáfrica 2010. De los jugadores que pisaron el césped, catorce crecieron con las enseñanzas de Cruyff. Nos lo cuenta Simon Kuper.

Escrito por Simon Kuper

En la fría noche de Johannesburgo del once de julio de 2010, nosotros, los periodistas acreditados, vivíamos los cinco minutos decisivos de la final del mundo. Holanda y España habían ido a la prórroga en el estadio de Soccer City con el marcador a cero. Yo estaba sentado frente a mi portátil en la sala de prensa; releía el PDF que habíamos enviado, aquella mañana, a la concentración holandesa. El autor del archivo era mi amigo Ignacio Palacios-Huerta, profesor en el London School of Economics, que en 2008 ya le había ofrecido al Chelsea un análisis de cómo pateaba los penales el Manchester. Un dato muy útil para la final de la Champions League.

En 1973, justo después de que España abriera sus fronteras a los jugadores extranjeros, el Barcelona FC importó al holandés Johan Cruyff.

Ahora Ignacio, en un esfuerzo trasnochado, había analizado los hábitos y costumbres de los jugadores españoles frente a los doce pasos. Ignacio ostenta pasaporte español, pero es vasco: tenía muchas ganas de ver perder a España. En la inminencia de una prórroga sin goles, de repente aquel PDF se convirtió en un documento interesantísimo. Por ejemplo, Ignacio había vaticinado que Xavi Hernández y Andrés Iniesta, centrocampistas que normalmente no patean penales, probablemente buscarían la derecha del arquero holandés Maarten Stekelenburg. Y avisaba que Fernando Torres casi siempre escoge disparos secos y bajos; contra él, Stekelenburg tendría que llegar rápidamente al suelo, sin volar. «Este es un informe que nosotros podemos usar perfectamente», nos escribió esa mañana, por email, Ruud Hesp, entrenador de arqueros de la selección holandesa. Ahora parecía que podíamos estar a punto de ayudar a Holanda a ganar la Copa del Mundo. O, si nuestros consejos fallaban, podríamos estar a punto de ayudarla a perder.

Justo en ese momento, en la parte inferior del estadio Soccer City, Cesc Fábregas encontró a Iniesta sin marca, como si ambos estuviesen en alguna antigua sesión de entrenamiento de la soleada Masía barcelonista. Iniesta disparó y fue gol de España. Cerré el archivo PDF y empecé a escribir mi crónica del partido.

Pese a nuestros mejores esfuerzos, la victoria de España resultó tan inevitable como lo son todas las victorias en los Mundiales de Fútbol. El país que una vez había sido ridiculizado como perdedor eterno, no solo ahora era el campeón de Sudáfrica 2010, sino que también era el mejor equipo del mundo. De hecho, había sido probablemente el mejor del mundo durante una década. Más que eso: era sin duda el mejor equipo nacional de todos los tiempos. El ascenso de España es el ejemplo perfecto de la teoría de la Redes Europeas del Conocimiento: los países conectados de Europa occidental siguen dominando el fútbol.


España no siempre fue un país conectado. El general Francisco Franco, dictador fascista español desde 1936 hasta su muerte en 1975, provocó el aislamiento del país. Jimmy Burns, escritor anglo-español nacido en Madrid en 1953, recuerda en su libro Cuando Beckham se fue a España:

«El país tenía una economía cerrada. Pasé parte de mi infancia entre Inglaterra y España, contrabandeando cosas de Londres a Madrid, nunca al revés: ropa, discos de vinilo, libros y revistas. Mientras Inglaterra formaba ya parte del mundo, España aparecía ante mis jóvenes ojos como un planeta aparte donde los niños de mi edad eran enseñados por sacerdotes o monjas».

Ese aislamiento se suele ver reflejado en los resultados del fútbol. España ganó la Eurocopa en su propia casa en 1964, antes que Europa occidental diese un salto de calidad en el fútbol, pero luego no hizo casi nada en torneos internacionales por más de cuarenta años.

Lo que salvó al fútbol español fue la apertura del país al mundo. El aislamiento comenzó a romperse en los últimos años de vida de Franco. En 1973, justo después de que España abriera sus fronteras a los jugadores extranjeros, el Barcelona FC importó al holandés Johan Cruyff. Es posible trazar una línea entre la llegada de Cruyff a Barcelona y la victoria de España en Johannesburgo, treinta y siete años después.

Contratar al holandés no resultó fácil. El régimen de Franco a menudo prohibía a las empresas españolas hacer grandes pagos al exterior, y el Barcelona terminó registrando al jugador como «pieza de maquinaria agrícola». En otra señal de aquel clima aislacionista de la época, un anciano director del Barcelona se lamentó ante un secretario del club: «¡Un holandés en el Camp Nou! ¿Qué le está pasando al mundo? Esto es una locura. Un hombre de la tierra de la mantequilla viene a la tierra del aceite de oliva. ¿Nadie entiende que, incluso si Cruyff jugara muy bien, en cuatro días su estómago sería un desastre?».

Sin embargo Johan Cruyff fue algo más que un estómago y dos piernas. Porque —más que cualquier otro gran jugador de la época— él tenía un gran cerebro. Fue un filósofo del fútbol: sabía que, en ese deporte, lo más importante era dar buenos pases. Cruyff podía (y muchas veces lo hizo) estarse horas hablando sobre la arquitectura del pase. «Nunca se pasa la pelota a los pies del compañero —dijo en una conferencia—, sino siempre a un metro delante, para mantener el ritmo en el juego. Cuando el primer hombre da un pase al segundo hombre, el tercero ya tiene que estar en movimiento, listo para recibir el pase del segundo. El fútbol —dijo Cruyff— se juega con la cabeza.»

En la década del setenta él y el entrenador del Barcelona, el holandés Rinus Michels, introdujeron la fórmula holandesa de fútbol total en España. Llegaron en el momento adecuado. España estaba abriéndose al mundo e iniciando un ascenso económico de largo plazo. En 1986 el país se integró a la Unión Europea. Entre muchas otras cosas, se trató de una entrada simbólica a la Red Europea del Conocimiento.


Cruyff siempre buscaba lecciones influenciadas por otras disciplinas. Contrató a una cantante de ópera, Lo Bello, para enseñar a los jugadores la forma correcta de respirar.

Cruyff jugó su último partido con el Barcelona en 1978. Más tarde regresó a Ámsterdam y en 1985 se convirtió en entrenador del Ajax, el club que había pisado por primera vez siendo un niño. Recorrió los entrenamientos de las divisiones infantiles y juveniles, es decir, el césped que prácticamente había sido su jardín de infantes, y después de ver el semillero del club Cruyff ordenó que todo tenía que cambiar. Los equipos juveniles del Ajax ya no tendrían como objetivo ganar los partidos de las ligas inferiores. A partir de entonces, la meta sería convertir a chicos con talento en adultos estrellas. Eso significaba, más que otra cosa, formar jugadores que supieran usar las dos piernas, que fuesen maestros del juego posicional y estrategas a la hora de dar o recibir un pase. Los chicos de las inferiores pasaron gran parte de su tiempo practicando paredes, sobre todo el juego favorito de Cruyff, llamado «seis contra tres». Tonny Bruins Slot, un ayudante de campo que trabajó largamente con Cruyff, recuerda lo que la revista holandesa Voetbal International publicó en junio de 2011:

«Presentamos este sistema para comprobar si contribuiría al fútbol que teníamos en mente. Se trataba de triangular, de crear situaciones de un hombre contra varios en el mediocampo, de alcanzar velocidad de acción en pequeños espacios, de ejercer presión sobre el rival: todo estaba allí. Impulsamos esta fórmula de entrenamiento para las divisiones superiores y las inferiores».

Para los equipos juveniles del Ajax, los partidos se convirtieron en clases prácticas. A veces ponían a los infantiles en grupos de jóvenes de más edad, donde aquellos ya no podían solamente sobrevivir con el brillo natural o la velocidad, sino que también tenían que desarrollar la astucia. A menudo los entrenadores, deliberadamente, ubicaban a los niños fuera de su posición. «Eso comenzó con Dennis Bergkamp —dijo Bruins Slot— . Era un maravilloso atacante sub18, pero como lateral derecho no era tan bueno. Por eso pusimos a Dennis en esa posición durante un tiempo. Él se las arregló sin ningún problema. Además, Dennis ahora podría ponerse en el lugar de un defensor, lo cual le sería útil cuando jugara como delantero. El experimento resultó un éxito, así que empezamos a hacer esto con frecuencia.»

Cruyff siempre buscaba lecciones influenciadas por otras disciplinas. Contrató a una cantante de ópera, Lo Bello, para enseñar a los jugadores la forma correcta de respirar. En invierno, cuando había receso en los torneos oficiales, los chicos asistían a conferencias: una gran jugadora de ping-pong les ofreció consejos para lidiar contra el estrés; un jardinero les inculcó la importancia de cuidar sus accesorios deportivos; un jugador fracasado, que antes había sido promesa de crac, les explicó los errores que le impidieron alcanzar la gloria.

Cruyff trazó una línea roja que atravesaba el club de punta a punta. Desde los equipos de premini (menores de ocho años) hasta el primer equipo que disputaba la liga holandesa, todos, debían respetar la formación 4-3-3. De este modo, cuando los menores hacían su debut en el equipo principal, se sentían como en casa. Esa fue también la razón por la que Cruyff mandó a los niños a jugar en grandes torneos europeos: la experiencia. Una noche Bergkamp, con diecisiete años, increpó durante un partido a un policía sueco. Al día siguiente regresó a la escuela en Amsterdam.


Lo que ocurría era simple: Cruyff había sido siempre, ante todo, un educador vocacional. Había nacido maestro. Lo corroboré personalmente cuando entrevisté al gran hombre en su mansión de Barcelona, en el año 2000. Él se levantó del sofá y me enseñó a patear con el pie izquierdo. «Mire —me dijo—, no importa que usted chute con la derecha o con la izquierda, el asunto es que usted está parado sobre una pierna. Y si usted está parado sobre una pierna, se cae. Entonces hay que ajustar el equilibrio; la única manera de hacerlo es con el brazo.»Y pateó una pelota imaginaria con el pie izquierdo, lanzando su brazo derecho hacia atrás. Después de eso, mi zurda mejoró inmediatamente.

Cruyff dejó el Ajax en 1988 y se mantuvo apartado durante los veintitrés años siguientes, antes de regresar al club como director y padrino espiritual. Sin embargo, la academia juvenil del Ajax siguió el modelo cruyffiano, que todavía funciona muy bien. En los últimos veinte años los jugadores del Ajax han sido frutos de cosecha propia, incluyendo a los extranjeros que se unieron al club durante la adolescencia. Entre ellos están Bergkamp, Edwin van der Sar, los hermanos Frank y Ronald de Boer, Edgar Davids, Clarence Seedorf, Patrick Kluivert, Nwankwo Kanu, Zlatan Ibrahimovic, Maxwell, Steven Pienaar, Cristian Chivu, John Heitinga, Rafael van der Vaart, Wesley Sneijder, Nigel de Jong y, más recientemente, el danés Christian Eriksen, que a los dieciocho años se convirtió en el jugador más joven de la Copa del Mundo de Sudáfrica.

En 1995, después de que un gran Ajax lleno de canteranos ganase la Champions contra el Milán (Kluivert, con dieciocho años, marcó el gol de la victoria), visité Ámsterdam para descubrir si el mundo podría copiar el modelo del Ajax. Co Adriaanse, el entonces jefe de la academia juvenil, se sentó sobre un armario de metal en su oficina y burlonamente me dijo: «¡Esto no es una receta de panqueques! Otros clubes no tienen nuestro estilo. Ellos no comienzan a trabajar con niños de ocho años. Ellos no tienen calidad ni continuidad».

Solo un club aprendió la receta: el Barcelona. Cuando Cruyff regresó al Camp Nou como entrenador principal, en 1988, hizo algo que pocos entrenadores del Barça habían hecho antes: visitó los entrenamientos de las divisiones inferiores. Allí vio a un chico flaco, en el centro del campo, haciendo pases perfectos. «Quite a ese muchacho del campo cuando acabe el primer tiempo», le dijo al entrenador del chico. «¿Por qué?», preguntó el entrenador. «Porque me lo estoy llevando al primer equipo», respondió Cruyff. El chico flaco, cuyo nombre era Pep Guardiola, estuvo desde entonces, y durante una década, en el primer equipo del Barcelona. Hoy Guardiola, incluso en medio de su año sabático, es el mejor entrenador de clubes de España, de Europa y del mundo.


Guardiola es el último hijo del linaje cruyffiano en el Camp Nou. Su antecesor, Frank Rijkaard, era un amsterdamés y un hombre del Ajax. A pesar de que acababa de descender con el Sparta de Rotterdam, consiguió trabajo en el Barcelona por recomendación de Cruyff. Louis van Gaal, entrenador del Barcelona entre 1997 y 2000, fue también un hombre amsterdamés del Ajax, a pesar de no haber recibido el puesto por recomendación de Cruyff. Van Gaal había jugado para el Ajax en los años setenta al mismo tiempo que Cruyff, pero solo en el segundo equipo. Más tarde, Van Gaal trabajó algunos años como profesor de gimnasia para niños difíciles, antes de convertirse en entrenador, y siempre alimentó sentimientos de envidia hacia Cruyff. A pesar de la enemistad personal entre ellos, los dos alegraron a los aficionados holandeses durante años, pues ambos pensaban exactamente igual sobre el fútbol. Cuando Van Gaal llegó al Barcelona cimentó la veneración del pasado del club. Adelantó la carrera de grandes pasadores, como los entonces muy jóvenes Xavi e Iniesta. Tanto Van Gaal como Rijkaard continuaron la transferencia de conocimientos holandeses a Cataluña, iniciada por Cruyff en 1973.

Cuando Guardiola fue nombrado entrenador principal del Barcelona, restauró y actualizó el cruyffianismo. ¿De qué modo ocurrió esto? Me lo explicó en 2009 Albert Capellas, entonces coordinador de la cantera del Barça. Me reuní con Capellas para tomar unas cervezas en el bar de un hotel suizo. Un par de semanas más tarde, él me llevó a recorrer la Masía, la casa de campo que fue sede de la academia del Barça hasta que el pequeño edificio de ladrillos, con el reloj de sol en la fachada, fue cerrado definitivamente en junio de 2011.

El día que visité la Masía, en octubre de 2009, cualquiera podía caminar por allí. No había guardias. En su interior había un barcito que te daba una bienvenida cálida. Me sentía como en la casa de una familia católica. Un proveedor de mercaderías paró en la puerta y llevó un enorme jamón a la cocina. Había una sala con metegol y mesas de billar, pero estaban cubiertas, porque era época de exámenes y los chicos de la Masía tenían que estudiar. Las puertas estaban abiertas de par en par al jardín y dejaban entrar el sol. En el jardín había una escultura, un cuerpo de mujer, que debe haber provocado bastantes pensamientos extraviados entre los futuros hombres del lugar.

Desde las ventanas superiores de la Masía podía verse el Camp Nou. Casi se podía tocar desde allí. En aquel entonces los dormitorios de los chicos ya 
habían sido trasladados de la Masía al estadio, pues la pequeña casa de campo se había quedado pequeña para alojarlos a todos.

Pero aquella mañana, nueve meses antes del inicio de la Copa del Mundo en Sudáfrica, la Masía todavía podía sentirse un poco como la cantina del viejo y ahora destruido estadio De Meer del Ajax. Ambos lugares tenían la atmósfera de los clubes de barrio, donde los hombres se reúnen para tomar una copa y cultivar la amistad. Parte del secreto del Ajax y del Barcelona es que son clubes locales que han estado a cargo de hombres de la región durante décadas. Y esos hombres están enfocados únicamente en sus niños talentosos, porque de aquí a diez años, cuando algunos de esos niños sean jugadores de primera di visión, ellos querrán seguir teniéndolos cerca.


Lo que le importa al Barça, como le importaba al Ajax, es saber dar buenos pases. Ambas academias hicieron del pase su fetiche.

Cuando Albert Capellas se sentó para explicarme cómo se trabajaba en la Masía, me dio la impresión de haber sido transportado al Ámsterdam de 1985. Para empezar, dijo Capellas, las divisiones infantiles y juveniles del Barça juegan el mismo 4-3-3 que practica el primer equipo. Incluso cuando el lateral izquierdo rival tiene la pelota, todos, desde los menores de ocho años hasta los consagrados del Barça, saben exactamente qué posición ocupar para ejercer presión. Por eso cuando los jugadores de las inferiores, los menores de dieciocho, hacen su debut en el primer equipo, se sienten como en su propia casa. Hacer debutar a chicos muy jóvenes en grandes partidos ha sido una iniciativa muy acertada del Barcelona: Andrés Iniesta, Xavi Hernández y Lionel Messi jugaron en el estadio más grande del mundo cuando eran adolescentes.

Hay un montón de cosas, vitales en otros clubes juveniles, que en la Masía no importan. Hasta que los jugadores llegan a la adolescencia, dijo Capellas, «nosotros no pensamos en la competencia, al menos no demasiado». Los partidos de los muchachos son considerados como clases prácticas. La Masía tampoco se preocupa por la estatura de los chicos. A nadie le importó que Messi o Iniesta fueran bajos cuando llegaron. Me dijo Capellas: «Para nosotros no es importante que un joven sea alto. No hacemos pruebas de capacidad física. Siempre estamos pensando en las virtudes técnicas y tácticas de cada jugador». Los jugadores casi nunca hacen ejercicios sin balón. Incluso la velocidad tiene en la Masía una importancia relativa. Guardiola era un corredor lento, pero hacía rodar muy rápido la pelota.

«Los chicos no entrenan demasiado: una práctica de noventa minutos al día es suficiente», me dijo Capellas. La actividad escolar, en cambio, les toma mucho más tiempo, porque al igual que en el Ajax, en el Barcelona todos saben que la mayoría de sus jugadores nunca se convertirá en un jugador profesional. «No es una empresa despiadada, tratamos a nuestros cincuenta niños como nuestra familia», me dijo Pep Boada, el canoso jefe scout del Barça. Muchas academias juveniles se rigen por los brutos moldes militaristas, pero los entrenadores del Barça parecen madres católicas tradicionales. Capellas me dijo: «Messi e Iniesta no viven aquí, pero esta es su casa, aquí vienen a comer, y si tienen un problema lo hablan con nosotros como lo harían con una madre o un padre. Para nosotros ellos no son estrellas. Ellos son Leo, Gerard, Andrés… Andrés es humilde. Nosotros le decimos: ‘Tú eres un buen hombre, una persona increíble, no pierdas tus valores’».


Sin embargo, si se la mira bien, la Masía es terriblemente profesional. Lo que le importa al Barça, como le importaba al Ajax, es saber dar buenos pases. Ambas academias hicieron del pase su fetiche. El fútbol, según Cruyff, se trata de hacer pases triangulados en el terreno de juego. Si un jugador podía hacer eso, Cruyff lo recibía. Esto sigue siendo el principio del Barça. Capellas recitó el mantra aquella tarde de 2009: «Los jugadores siempre deben encontrar triángulos». En eso consiste la profunda arquitectura del pase.

Para dar un buen pase, o para detener el pase del otro equipo, es necesario saber exactamente dónde se debe estar parado. El jugador promedio solo tiene el balón durante dos minutos netos de cada partido, por lo que su principal tarea es la de estar en la posición correcta durante los otros ochenta y ocho minutos. Los chicos de la Masía juegan mucho tiempo cuatro contra cuatro, con dos toques de pelota permitidos, y con tres jugadores «comodín» que se unen al equipo que tenga el balón. Gana el partido quien más tiempo permanezca en la posición correcta. El fútbol es tratado como una especie de ajedrez, en lugar de considerarlo lucha libre. Bajo el sol de la Masía, del mismo modo que los jóvenes del complejo De Toekomst («El Futuro») del Ajax, donde el viento frío barre la carretera, algunos de los grandes jugadores del futuro pasan las mañanas de su juventud haciendo triángulos cruyffianos.

Nuestro tour por la Masía terminó en el comedor, donde a media mañana ya se podía oler un sabroso almuerzo. «Cocina casera», señaló Capellas. En las paredes lisas pintadas de blanco estaban las fotos de los equipos que habían pasado por la Masía. Capellas y Boada encuentran una imagen de 1988, con un joven Guardiola absurdamente delgado. Otros dos niños de la foto fueron durante cuatro años sus asistentes en el Barça. Uno de ellos, Tito Vilanova, es el actual entrenador.

Guardiola ha sido parte del secreto de la Masía. La academia produce a los chicos y los envía al estadio de al lado. Capellas me dijo: «Cuando jugamos contra los equipos juveniles del Real Madrid, somos todos iguales. No pienses que el Real no tiene buenos jugadores jóvenes». Sin embargo raramente los chicos del Real Madrid llegan pronto al primer equipo, porque el Real sigue comprando estrellas. Al contrario, Guardiola, al igual que Cruyff, es un hombre del club que sabía exactamente lo que se estaba cocinando en casa, incluso en los equipos juveniles secundarios.

«Tienes que tener a alguien allí arriba que puede decir: ¡entra!», dice Capellas. Eso es fácil cuando el niño es tan bueno como Messi o Iniesta. Sin embargo, Guardiola hizo lo mismo con Pedro, que no era una estrella obvia, y lo metió en el primer equipo. Afuera, al sol, Capellas utilizó el pie para dibujar un círculo en el suelo: Guardiola pasó de la Masía al primer equipo y siguió reclutando de la Masía. El círculo es redondo.

El Barça ha tenido suerte. El entonces director ejecutivo del club, Joan Oliver, me lo dijo: «Sí, la buena suerte existe siempre en el mundo, en cada tipo de negocio. No es siempre posible garantizar que tendremos un Messi o un Iniesta o un Xavi saliendo de la academia. Tal vez no podremos formar siempre al mejor jugador del mundo en la academia, pero siempre tendremos seis, siete jugadores titulares en el primer equipo».


En resumen, una vez que el aislamiento de España cesó en los últimos años de Franco, Barcelona comenzó a construir un estilo basado en la transferencia de conocimientos desde Holanda. Más tarde, la selección nacional de España adoptó como propio este juego fabricado-en-Ámsterdam. En los partidos más importantes, la selección española a menudo parecía como si estuviera haciendo los triángulos de las prácticas matinales en la Masía. Pasaban por delante de la pelota hacia arriba y hacia abajo como pequeños hombres llenando un crucigrama a toda velocidad. En las Eurocopas de 2008 y 2012, pero sobre todo en Sudáfrica 2010, cuando los españoles marcaban el primer gol, simplemente se pasaban la pelota con tanta facilidad que el oponente no la volvía a ver. La final del Mundial fue el cuadragésimo cuarto partido consecutivo en el que los españoles habían ganado después de ser los primeros en marcar un gol. Todo el mundo sabía exactamente cómo jugaban, sin embargo, era imposible ganarles. Se habían trasformado en maestros del pase cruyffiano.

El éxito de un país en el fútbol se relaciona bastante con su riqueza, y desde la década del ochenta España se empezó a enriquecer rápidamente.

España se convirtió en una nación de gran fútbol porque se unió a las Redes Europeas del Conocimiento. Esto puede sonar como una teoría demasiado simple, el tipo de sentencia que se consigue cuando dejamos a los académicos pronunciarse en algo tan misterioso e intuitivo como el fútbol. Sin embargo, y afortunadamente, los hechos parecen coincidir con la teoría. Echemos un vistazo a los resultados de España, década por década:

Vamos a tomar la década del veinte como una ilustración de lo que muestra el gráfico. España ganó veintitrés de sus treinta y dos partidos en la década, es decir, el setenta y dos por ciento. También empató cuatro juegos. Si contamos que un empate vale la mitad de un triunfo, el porcentaje de victorias de España en la década fue del setenta y ocho por ciento. Esa cifra, en la última columna, es la más reveladora: proporciona la medida del éxito español, década por década.

Lo que la tabla muestra es de qué forma el éxito del fútbol ibérico se relaciona con la integración del país en Europa. En la década del veinte, antes de la Guerra Civil, España funcionó muy bien. Pero luego llegó el aislamiento durante el franquismo. Desde la década del treinta hasta la del ochenta, el porcentaje de victorias de España se ubicó en torno a un decepcionante sesenta por ciento. La selección ganaba menos de la mitad de sus partidos, y empataba una cuarta parte. (El Campeonato de Europa de 1964 fue una anomalía.) Si lo observamos con amplitud histórica, aquella era una selección española pobre y derrotada luchando por acceder a un mejor escalafón en el fútbol mundial. En esas décadas lamentables, Alfredo Di Stéfano, el argentino nacionalizado colombiano y después español, resumió la historia del fútbol ibérico en una frase: «Jugamos como nunca, perdimos como siempre». Es un mito pensar que España solo tenía bajos rendimientos en aquellos años malos. De hecho, y si consideramos sus modestos recursos (tanto de mano de obra como de divisas) mostraron una excelente performance en tiempos tan desastrosos. Pero no se trata simplemente de ser grande, o de ser rico, sino de estar lo suficientemente conectado para emparejarse con los países que lideran el deporte.

Por eso, cuando España se integró a la Unión Europea, su equipo nacional mejoró notablemente. El éxito de un país en el fútbol se relaciona bastante con su riqueza, y desde la década del ochenta España se empezó a enriquecer rápidamente. En los años sesenta y setenta su ingreso per cápita estaba estancado en alrededor del sesenta por ciento de la media europea (es decir, de los quince principales países miembros de la Unión). Desde que España ingresó en la UE en 1986, el ingreso promedio del país aumentó cerca de tres cuartas partes de la media del núcleo de la Comunidad. España también se integró totalmente a la Red Europea. Sus mejores jugadores de fútbol participan cada temporada de la Champions League. Ni siquiera la crisis iniciada en 2008 perjudicó al fútbol español. A pesar de la recesión, la caída de los precios de los inmuebles y un desempleo mayor al veinte por ciento, España sigue conectada a la Red del resto de Europa.


La riqueza y la integración se han definido como objetivos. En los años noventa, el porcentaje de victorias de España (todavía considerando empates como medias victorias) se disparó por encima del setenta por ciento. En la primera década de este siglo ya era mayor al ochenta por ciento, con una selección de España que perdió solo el doce por ciento de sus partidos. De 2000 a 2009 el país ganó el setenta y uno por ciento de sus juegos, un récord que no consiguió ningún otro seleccionado nacional de fútbol. Brasil nunca logró esta hazaña. Ni siquiera lo consiguió Italia, que lo conquistó todo en la década del treinta, pero ganó solo el setenta por ciento de sus partidos. España se convirtió en un gran equipo mucho antes de ganar títulos importantes. Wayne Rooney describe, en su autobiografía, un amistoso entre España e Inglaterra en 2004, una época en que los españoles todavía se consideraban eternos perdedores:

«España nos dominaba, pasaba la pelota de ida y vuelta, hacía ese tipo de exhibicionismo que tanto me molesta. Cuando ocurre esto hay que tratar de romper el juego de tu oponente intentando salir por arriba para no quedarte atascado, hay que enfrentarlos dura y rápidamente. Tal vez exagere, porque estaba muy frustrado, pero nunca conseguimos tocar al balón. Y eso es muy desagradable».

Por supuesto que la salida del aislamiento no es la explicación por sí sola del éxito futbolístico de España. Los intangibles también son importantes, como la súbita aparición de jugadores de la talla de Xavi Hernández y David Villa, por ejemplo. España fue el único equipo en la Copa Mundial de 2010 con un plantel integrado por once jugadores que eran titulares absolutos en clubes inmensamente grandes. A pesar de esto, España fue sobrevalorada en tamaño y riqueza: su increíble desempeño fue posible gracias al fin del aislamiento.

Siete de los catorce españoles que jugaron aquel partido se hicieron mayores en la Masía. Siete de los catorce holandeses que disputaron esa final crecieron en la academia del Ajax. Qué maravilla, y qué apropiado, que los españoles hayan sellado su lugar en la última Copa del Mundo justamente contra su país mentor. Esa final fue un Cruyff versus Cruyff. Probablemente nunca había sucedido antes que dos equipos, en una final del mundo, tuvieran sus orígenes en el trabajo del mismo hombre. Esa noche, en Johannesburgo, el viejo amsterdamés que tiene su casa en Barcelona debió haberse sentido un orgulloso padre de gemelos.

Escrito por Simon Kuper