El adelantado y la fama impensada
Luis Mario Vitette Sellanes, autor del robo del siglo. Clarín.

Crónica policial

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Esta es la tercera y última crónica de Rodolfo Palacios; aquí el autor narra de qué forma trabó amistad con los ladrones del Banco Río, los más célebres de la Argentina.

Crónica y voz de Rodolfo Palacios
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← Viene del segundo capítulo.
Este es el final de una crónica que el autor nos envió durante todo el mes de enero.


El primero que entró en el banco, disfrazado de médico y con peluca, había sido Rubén Alberto «Beto» de la Torre. Un pistolero legendario del hampa. Junto a dos compinches había formado la banda de las corbatas, que asoló Mar del Plata y alrededores en los años ’90. Antes de salir a robar fábricas, bancos, industrias y financieras, los malhechores se ponían traje, zapatos, una gorra hípica y se ajustaban las corbatas. Beto también pasó por la mítica superbanda que robaba bancos y blindados. Era un ladrón romántico, devoto del Gauchito Gil, que salía a robar con una Itaka y una granada. 

Beto fue a uno de mis talleres de escritura en el bar La Academia. Recuerdo que una vez leímos en voz alta el cuento Las fieras, de Roberto Arlt. A su turno, Beto leyó:

Estalló tu recuerdo, una noche que tiritaba de fiebre arrojado al rincón de un calabozo. No estaba herido, pero me habían golpeado mucho con un pedazo de goma y la temperatura de la fiebre movía ante mis ojos paisajes de perdición, grisáceos como el trozo de un film.

Roberto Arlt

A medida que decía esas palabras que alguna vez escribió Arlt, la voz se le entrecortaba y sus ojos se llenaban de lágrimas.  

A Beto también recurrí una vez para pedirle un préstamo. Era el más pobre de la banda y el que más años (ocho) había pasado preso por el golpe. La Policía le había secuestrado un millón de dólares. Su esposa, Alicia di Tullio, lo delató porque, según ella, iba a fugarse a Paraguay con su amante, diez años más joven. 

—Guardaba la plata en el horno, en la heladera, la tiró arriba de la cama y nadaba como si fuera el Tío Rico —declaró ella. Beto dice que fue al revés.  

La cuestión es que una vez le pregunté si conocía algún prestamista.

—Te la doy yo —me dijo confiado.

Fijó un punto de encuentro. La estación de trenes de Constitución. Luego me dijo que me esperaba en su auto en la cortada O’Brien. Allí me crucé a pungas, prostitutas que esperaban apoyadas en la pared, jóvenes fumando paco. Me senté en el asiento del acompañante. Beto miró para los costados y dijo: 

—Mejor acá no.

Y aceleró. Bajamos en el café Tren Mixto, donde en los setenta solían reunirse los rufianes para planear golpes o celebrarlos. Entre ellos Carlos Eduardo Robledo Puch, asesino de once personas. Beto, que llevaba boina y sobretodo, se sentó al lado mío. Pedimos una cerveza. Volvió a mirar a los costados con cara de pocos amigos. Me pasó un sobre con guita debajo de la mesa. Y dijo:

—Son cinco lucas. ¿Las querés contar?

—No, por favor.

—Me la tenés que devolver en un mes. 

Parecía que estuviéramos haciendo algo prohibido, aunque no lo era.

Ahora mi problema no era tener plata para comprar en el supermercado, sino era otro: le debía a un delincuente. En realidad a dos: lo de Araujo también era un préstamo. Lo de Vitette, un regalo. 

Por si acaso: ningún ladrón del siglo me hablo sobre el botín. En ellos es lo que nunca se dice y nunca debe preguntarse. Ni siquiera lo llevan como un secreto: es como algo que nunca pasó.

Con Araujo, por ejemplo, solíamos reunirnos a ver películas. La mayoría de robos a bancos, desde Casta de Malditos (repetía siempre la escena del momento en que matan a un caballo como parte del plan) hasta Rififí, cuyo robo a una joyería aparece en silencio durante más de veinte minutos. 

Ninguno de ellos volvió a delinquir. Cada uno se reinsertó en la sociedad a su modo. Araujo volvió a dar clases de jiu jitsu, volvió a pintar en su atelier y produce la película oficial sobre el robo (además es uno de los guionistas). Vitette vive feliz junto a su esposa y su pequeño hijo. De la Torre llegó a actuar en dos capítulos de Un gallo para Esculapio, la exitosa serie de Bruno Stagnaro, en la que compartió una escena con Julieta Ortega.

—Che, a ver si me conseguís un papelito en la tele —bromeó Julian Zalloechevarria, otro de los ladrones del siglo.

Ahora mi problema no era tener plata para comprar en el supermercado, sino era otro: le debía a un delincuente.

Enterado de mi situación económica, me ofreció una pieza en su casa de Temperley. El llamado Paisa era un ladrón pesado, pirata del asfalto y robabancos. Como estaba convaleciente de una operación, en el gran golpe se limitó a esperar a la Banda en una combi agujereada en el piso (los ladrones subieron por ahí desde una alcantarilla) y en la fase previa robó junto a Vitette dos autos sin despeinarse. Y sin armas. Le agradecí el gesto, pero no podía seguir aumentando mis deudas delincuenciales. 

Por ese entonces conseguí trabajo y pagué lo que le debía a Araujo y a Beto de la Torre. Además pagué la deuda con el banco y pude mudarme a un monoambiente. 

Siempre estaré agradecido a estos bandidos. Me ayudaron en un momento que lo necesitaba. Me escucharon. Me aconsejaron. Y debo decir que en muchas de esas charlas me sentí contenido porque lo que tiene un ladrón es que no se ahoga en un vaso de agua. No dramatiza. Si comete un error, enseguida se pone a solucionarlo con la mente fría, sin desesperarse. 

Algo había aprendido. 


A los pocos meses de publicado el libro, recibí en mi Facebook mensajes de admiradores y admiradoras de Araujo. Lo veían como un superhéroe o justiciero. Es más: se lo presenté a Andrés Calamaro, prologuista del libro.

«El robo del siglo fue un asalto de generación rockera: un soplo de lirismo amoral en un tiempo donde descreemos de cualquier mecanismo estatal, político o ideológico», escribió el ex Abuelo de la Nada y Los Rodríguez.

Araujo llevó a Calamaro por los lugares emblemáticos del robo, desde el atelier donde lo planearon hasta el túnel de Acassuso por donde se fugaron. Luego del encuentro, Calamaro definió a Araujo como el ladrón renacentista. 

Además, el extenista Gastón Gaudio y el músico Fernando Samalea también lo conocieron y charlaron con el líder. Y Fabián Casas le dedicó un poema y lo llamó “Hermano de color”.

Todos los que lo conocimos pensamos que Araujo, que sabía escalar montañas, tirarse en paracaídas y bucear, era capaz de resolver todo. Desde dilemas a dudas o conflictos. Lo consultábamos como si fuese un oráculo o gurú. Una vez fui testigo de cómo en un bar se cortó la luz. El sensei, como lo llaman algunos, se levantó de la mesa y se perdió en la oscuridad. Se escucharon unos ruidos y volvió la luz. Lo recibimos con aplausos. 

Recuerdo que una vez me quedé encerrado en mi casa, con la llave afuera. Por teléfono, Araujo me guió para poder abrirla. Lo mismo pasó con Vitette: una vez a un amigo le quedó la llave adentro de su auto. También lo pudimos resolver con una llamada. No diré la manera para no hacer apología del delito.  

Pero una tarde, mientras esperábamos un tren para ir a ver a uno de sus excompañeros del asalto al banco, comprobé que hasta el hombre más ingenioso puede fallar con lo que parece más fácil.

Ese día Araujo compró en un kiosco un atado de cigarrillos rubios de diez, una gaseosa y un paquete de galletitas dulces. Nos sentamos en un banco a esperar el tren. Araujo intentó abrir el paquete pero no podía. Luchaba, pero el plástico parecía impenetrable. Sus uñas tampoco conseguían vulnerarlo. Hasta que lo rompió con la punta de una llave.  

—Quién iba a pensar —le dije con mirada cómplice—. Planeaste un robo increíble, construiste un túnel, abriste 147 cajas de seguridad con una herramienta inventadas por vos, burlaste a 300 policías, pero no sos capaz de abrir un paquete de galletitas.

Araujo sonrió, aunque no sé si le cayó bien el comentario. 

Días después, un grupo de amigos me pidió que lo invitara a un asado en su honor. Araujo aceptó. Después de comer y vaciar varias botellas de cerveza, uno de los invitados, se levantó de su silla y propuso un brindis de sobremesa:

—Pido alzar las copas por este encuentro, que nos da la posibilidad de compartir esta mesa con el primer ser humano que logró volar. Por vos, Fernando, que con tu ingenio abriste las alas de tu mente y obtuviste un resultado único e irrepetible. ¡Salud!

Araujo se sorprendió, agradeció con las manos en alto, emocionado. El resto nos paramos y lo aplaudimos. 

Luego escuchamos música y abrimos otra cerveza.

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