Un asalto de generación rockera
Agentes policiales frente a la sucursal del Banco Río de Acassuso. Infobae.

Crónica policial

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El 13 de enero de 2006 ocurrió el robo más perfecto de la historia argentina, y nuestro cronista Rodolfo Palacios nararrá durante todo el mes su relación con los ladrones, con su propia voz de fondo.

TEXTO Y VOZ DE Rodolfo Palacios
INVITADO PARA INTRO

Andrés Calamaro

Aparece en

Orsai Digital

El Robo del Siglo fue un asalto de generación rockera. Un soplo de lirismo moral en un tiempo donde descreemos de cualquier mecanismo estatal, político o ideológico.

Andrés Calamaro

Hubo un año que toqué fondo. Vivía en una pensión de Constitución, en una pieza sin ventanas, televisor ni baño. Había perdido mi trabajo y ya no sabía a quién pedirle prestado. Una mañana, el dueño del lugar me advirtió que si no pagaba la semana por adelantado me iba a tener que echar. 

No tenía dónde caerme muerto. Los bancos se negaron a darme un préstamo porque figuraba en el Veraz. Casi sin fuerzas, derrotado, me tiré en la cama, miré mi celular y repasé los nombres de la agenda, como quien busca salvarse en la ruleta pero solo le queda un último tiro.

En el ir y venir de nombres y apellidos, aparecieron tres hombres que podían ayudarme. Marqué el primer número. Era el de Fernando Araujo. Artista plástico, profesor de jiu jitsu y el mejor ladrón de bancos del país.

—Dale, te presto, no hay drama. Pasate por casa. Mirá vos cómo son las cosas… No te prestan los bancos, te prestan los ladrones de bancos.

Eso me dijo Araujo por teléfono. El 13 de enero de 2006 lideró la banda que robó con armas de juguete unos quince millones de dólares del banco Río de Acassuso. Huyeron en dos gomones y después de dejar una frase en la bóveda:

“En barrio de ricachones,

sin armas ni rencores,

es solo plata y no amores” 

El líder estuvo solo tres años en prisión. Aquel día llegué a su casa de San Isidro y me recibió con un vaso de cerveza artesanal helada, una picada y un sobre con trescientos dólares. Cuando vi los billetes, lo primero que pensé era que podían ser del botín.  

—¡No! —dijo Araujo— Estos no son del asalto, olelos.

Olían a dólares. En cambio, la mayoría de los billetes que robaron del banco tenían un aroma rancio: una mezcla de agua podrida con humedad. Uno de los ladrones tuvo que usar un secador de pelos para dejarlos en condiciones. El agua del desagüe había salpicado las bolsas durante la fuga.

Con esa plata pude pagar un mes adelantado de pensión.


Araujo era un bicho raro del delito. Podría haber sido gerente de una multinacional, ingeniero, contador o químico; pero había decidido robar un banco mientras fumaba y cultivaba cannabis.  

Reclutó a la banda como quien cita a sus amigos para ir a jugar un partido de papi. Así comenzó todo: en una reunión amena, con la misma calma que tenían los cuatro hombres del comienzo de El Eternauta, que jugaban a las cartas mientras Armstrong sonaba en una vieja radio antes de que estallara todo. 

—Contá con nosotros —me avisó Araujo— Por algo te elegimos para contar nuestra historia.

La mayoría de los billetes que robaron del banco tenían un aroma rancio: una mezcla de agua podrida con humedad.

Me dio confianza después de dejarme en su moto en la estación de trenes de San Isidro. Araujo y sus compañeros de equipo se pusieron de acuerdo para que yo contara la historia oficial del asalto en el libro «Sin armas ni rencores».  

Por esos días seguí reuniéndome con los ladrones. Araujo me recibía en su casa con picadas pantagruélicas y vino tinto. Yo lo grababa sentado en un amplio sillón que masajeaba mi espalda, mi cuello, mi cabeza y mis piernas.

Desde hace diez años conozco a la mayoría de los miembros de la banda del Robo del Siglo. Habré estado unas diez veces, como mínimo, con cada uno de ellos. Los analicé como un entomólogo analiza insectos. Capté sus maneras de hablar, sus latiguillos, sus tonos de voz, sus forma de caminar, sus miradas y hasta sus gestos. Las palabras que utilizan, sus historias, qué música escuchan y cómo visten. 

Sabía casi todos de estos hombres que entraron en la historia delincuencial argentina con un robo único en el mundo, que combinó un engaño con un boquete.

Se mostraron como delincuentes dispuestos a todo y con armas de juguete tomaron rehenes en la planta baja y el primer piso del banco mientras en el subsuelo otro grupo vaciaba las cajas de seguridad. Burlaron a más de trescientos policías pero cayeron por la delación de la mujer de uno de ellos.

Me familiaricé tanto con estos bandidos que, a esta altura, siento que fui el octavo hombre de la banda. Como si hubiese entrado con ellos en ese banco, aquel maldito día, y huido hacia un galpón a repartirnos el dinero y pensar en una nueva vida.

Tantas charlas, paseos en auto, cenas, almuerzos, encuentros en la calle con estos hombres hizo que por momentos me contagiaran una especie de coraje. Algo extraño en mí, como un tónico que aún me acompaña.

Me familiaricé tanto con estos bandidos que, a esta altura, siento que fui el octavo hombre de la banda.

Yo que de pibe era el más torpe y miedoso de la clase, introvertido y cobarde. Recuerdo un día que a la salida de la escuela dos pibes más altos que yo me gritaron «¡Gordo cuatro ojos!» y me corrieron y me arrinconaron. Me robaron la mochila y me empujaron contra la pared. Me levanté humillado, delante de la chica de mi curso que más me gustaba. 

Pasaron los años y aquí estoy. Mi vínculo con los ladrones es una especie de disfraz para ese niño asustadizo que no podía defenderse. Me gustaría encontrarme con mis agresores.

Hoy, creo, las cosas serían distintas.

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El audio de la cita es de Andrés Calamaro y está grabado para esta pieza periodística.

TEXTO Y VOZ DERodolfo Palacios
INVITADO PARA INTRO

Andrés Calamaro

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