La chica tarta
Texto de Rafa Fernández en una notebook. RAFA FERNÁNDEZ.

Relato de ficción

Audio RevistaOrsai.com La chica tarta

Rafa Fernández es capaz de los sacrificios más absurdos con tal de intimar con el sexo opuesto. En este relato, conoce a una chica que le vuela la cabeza y no duda en emprender un largo viaje con ella. No se pierdan esta historia leída a dos voces por el mismísimo Rafa y la escritora Margarita Be.

Estoy en un bar irlandés, escribiendo. He pedido un par de cervezas, un café con whisky o qué se yo qué tiene esto. El alcohol me ha subido con rapidez a la cabeza: no estoy acostumbrado a beber. Ya no sé ni lo que estoy escribiendo. Una chica va al baño, pasa por delante de mi mesa: me mira mal. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Me conoce por el blog? ¿Me ha mirado mal por algo que ha leído? A veces, la gente se enfada por lo que escribo en el blog: me condenan según lo que interpretan a raíz de sus experiencias pasadas, reflejando sus propias limitaciones mentales, miedos y carencias emocionales. ¿Qué culpa tengo yo de tratar de capturar vida en mis escritos? ¿O de pensar? ¿Acaso yo he inventado las mierdas de la vida? ¿O me ha mirado mal porque se me ha escapado mi mirada a sus tetas durante un microsegundo? Me apetece entrarle.

Es su culpa. 

Está buena, me gustan sus ojos, sus tetas. Cruje de lo buena que está.

Me encantaría abrazarla, charlar con ella en la cama hasta conocerla bien. Ir directamente a la cama, desnudos por completo, a conocernos. Nada de hablar primero en el bar o paseando. Eso es de maricones o propio de la E.G.B. Entonces, en la cama, agarrarla de pronto, en mitad de la conversación, meterme sus tetas dentro de mi boca, sujetarle el culo mientras se la meto. Que se ponga sobre mí. Que se mueva con ganas, tragando mi polla con su coño, hasta el fondo, como si tuviera una boca allí, mandando ella. Que me haga correrme tras escuchar, en mi oído, cómo gime, cómo se corre primero ella. Quiero sentir sus espasmos de placer sobre mi pubis. Mirarnos, asombrados, tras el orgasmo.

Los orgasmos, siempre me asombran. Siempre que me corro es como si fuera por primera vez.

Dormir y, al día siguiente, despertarnos juntos.

Ella, por fuera, es como una tarta. Quiero rellenarla, por dentro, con la mejor nata del mundo.

Mis huevos han empezado a batirla.

Quiero ir hasta su mesa y decirle que es una chica tarta. Que tengo nata fresca para ella. Quiero decirle guarradas. Estoy super salido.

No debo. Se asustará o llamará a la policía. 


—Me gustaría hablar un rato contigo —le digo.

Todas sus amigas me miran. He ido hasta la mesa en la que todas están sentadas. (Me llené de valor recordando lo que me aseguraron hoy mis lectores: soy joven y delgado).

—¿Por qué? —me pregunta, con cara chunga.

—Me apetecería conocerte.

—¿Estás salido?

—Sí. Mucho. Pero con hablar un rato contigo tengo para seguir viviendo.

—No. Gracias.

—Ok. Si cambias de opinión o quieres fumar un piti ahí fuera me avisas. Estaré en esa mesa, escribiendo sobre ti.

—¿Sobre mí?

—Sí.

Me voy. Las chicas miran como marcho. La barman, tras la barra, también, alerta por si las molesto más. No voy a volver a mirarlas. No soy ni un obsesivo ni un puto chalado. Abro un documento en blanco en mi iPad Pro, comienzo a teclear. Al rato, ella y una de sus amigas se acercan a mi mesa.

—¿Qué escribes? —me pregunta.

—Solo me ha dado tiempo de escribir hasta aquí.

Giro mi tablet. Le ofrezco leer el texto que tú acabas de leer.

La chica tarta y su amiga lo leen.

—¿Chica tarta? —pregunta con una sonrisa.

—Sí.

Las dos ríen. El resto de sus amigas se aproximan a la mesa. También leen el texto que tú acabas de leer.

—¿Eres escritor?

—Sí. Bueno. Últimamente no estoy vendiendo ni una puta novela. Pero sé que es la calma que precede la tempestad. Siento que algo grande va a pasar pronto.

La chica tarta me mira.

—Te miré mal porque me miraste las tetas. No te cortaste nada.

—Es porque las tienes perfectas. 

—Eres un guarro.

—No. Si te encantaran los coches y vieras un cochazo por la calle tú tampoco podrías evitar míralo un segundo con ganas de subirte, que fuera tuyo. Además, han pasado más chicas por delante de mi mesa y solo te he mirado a ti.

—¿De verdad que quieres dormir conmigo y hacerme todas esas cosas?

—Sí.

—Pues te vas a quedar con las ganas. Vivo en Bilbao. Salgo ahora. He venido a pasar unos días con mis amigas. Unos días que ya acabaron.

—¿Cómo vas hasta allí? —le pregunto—. ¿En tu coche?

—Sí.

—¿Me llevas?

—¿Vendrías?

—Si es a tu casa, por supuesto.

—¿Estás loco?

—Loco estaría si no me subiera a tu coche.

La chica me mira con sus preciosos ojos azules.

—Vale —accede—. Tú y yo lo vamos a pasar muy bien.

Me subo a su coche, nos vamos a Bilbao. Ella conduce a 120, pone buena música, disfruto de su sonrisa y charla, pienso que esta noche le he ganado la partida al Dios de los días de mierda. He sido yo el que lo ha esperado en una esquina, le ha clavado la navaja sin avisar y lo he dejado medio muerto: marchándome con el botín.

Poso mi mano sobre el muslo de la chica tarta.

La chica tarta recibe mi mano con placer, sonríe.

—«Todo está bien, Rafa» —pienso—. «Todo está bien».

—«No» —me replico– «Todo va fatal».

—«Que no. Que estás haciendo bien».

—«Que no».

—«Que sí».

En el coche, rumbo a Bilbao, con la chica tarta, todo va maravillosamente bien: me cuenta una cosa de su infancia que me conecta con ella:

—Cuando era pequeñita —me dice— y estaba triste, me animaba pensando «que de aquí a unas semanas, en los 40 Principales, iba a sonar una canción que iba a ser un temazo y que me iba a ser súper feliz». Y así era siempre. Aparecía una canción que me daba la vida.

Noto que le molo mucho… ¿Y si es la chica de mi vida? Soy un yonki del amor. No me enamoro enseguida, pero finjo, me miento, quiero enamorarme enseguida. El amor es la mejor droga del mundo. La busco siempre. Es la única razón por la que no me suicidé. No sé por qué, pero las mujeres, al principio, nada más conocerme, se ilusionan conmigo mogollón, súper pronto, les encanto y les «pone» lo que escribo. Enseguida se ponen a planear bodas y a querer tener hijos conmigo. ¡Es genial sentirme tan amado! Les sigo el juego: me voy a vivir a sus nubes, sin dudar. Disfruto, con sinceridad, del amor, del placer, de la ilusión si se les retrasa la regla, de sus planes. Hasta que luego, su entorno lee los adelantos de algunos de mis libros, como paletos confunden la ficción con la realidad, comienzan a hablarles mal de mí, a sembrarles dudas: a decirles que está mal que escriba sobre ellas: empiezan a verme como un monstruo (cuando siempre me comporto como un caballero), a desconfiar de mí, cuando lo único malo que he hecho en mi vida es tratar de enamorarme de ellas, hacer real lo que planean, expresar mis sentimientos y escribir los libros más terribles del mundo. Algunas veces deseo no haberlos escrito.

La chica tarta es dietista. Tiene una consulta online. Dice que le va bien, por el coche que tiene me lo creo. Está separada, sin hijos, desde hace dos años:

—¿Y por qué no os divorciáis? —le pregunto.

—Ninguno de los dos tenemos prisa.

—Pero ya han pasado dos años… ¿Vais a volver?

—No…

—Si no os habéis divorciado, será por algo.

—Cuando se lo dije, que quería divorciarme, intentó tirarse por la ventana.

—¿En serio?

—Sí. Lo tuve que agarrar yo misma. No sé de dónde saqué la fuerza… Luego, el disgusto se le pasó. Pero no sé. Estamos bien así. Seguimos siendo amigos. No me atrevo a volver a sacar el tema. Además, él tiene novia y todo.

—¿Y por qué lo dejaste?

—Dejé de desearlo sexualmente.

—¿Por qué?

—No sé. Era sentirlo cerca de mí, con ganas, y que me entraran ganas de salir corriendo. Te juro que, cuando se me acercaba, hasta me parecía escuchar de fondo el tema central de la película Tiburón.

—Qué triste.

—Sí.

—¿Pero dejaste de desearlo por algo?

—No. No lo sé.

—Yo creo que los matrimonios terminan porque alguien decepciona mucho al otro. Tanto, y tan profundamente, que es imposible seguir caminando juntos. Sin asco y pena. Es como una alta traición. Algo te hizo, descubriste o viste que te hizo dejar de querer caminar a su lado…

—Quizás… ¿y tú por qué te divorciaste?

Decido inventar una historia, mentir: primero, porque ella no ha sido sincera conmigo… algo pasó en su matrimonio que lo reventó: a ver si más adelante consigo que me lo cuente… segundo, es una mentira piadosa hacia mí mismo: estoy cansado de contar, chica a chica que me follo, la verdaderas razones que me ponen triste: no me apetece contarlo una vez más. O quizás solo quiero mentir porque soy escritor y mi cabeza me invita a fantasear, a reírme de la vida y de lo que realmente pasó.

—Es que si te lo cuento, no me vas a creer —empiezo.

—Joer. ¿Es algo muy duro?

—Muchísimo —contesto aún sin saber qué voy a inventar.

—Claro que te voy a creer.

—Ok. Pues allá va —le digo mirándole fijamente… aún no sé qué me voy a inventar.

—¿Por qué no me lo cuentas?

Surge la idea. Recuerdo un artículo que leí en un periódico, hace unos días.

—Me divorcié porque trató de convencerme de comernos a mi perra.

—¡Anda! ¡Tú me estás tomando el pelo!

—De verdad que se la quería comer. Ella nació en Yulin, una ciudad de China. Allí comen perros.

—¿Pero me lo estás diciendo en serio? ¿Te estás quedando conmigo? ¿Tu exesposa era China?

—Sí. Desde que la conocí miraba a mi perra súper raro. Al principio pensaba que quizás estaba celosa de ella. Un día va y me suelta que en Yulin no paraba de comer carne de perro, que le encantaba, que lo echa mogollón de menos. Cuando me contó eso, ya empezó a tirarme para atrás. Pero cuando empezó a darme la tabarra, día sí y día también, con el rollo de que nos la comiéramos…

—¿Y qué te decía?

—Me decía que mi perra ya estaba vieja y que era mejor que nos la comiéramos nosotros que los gusanos. Que ella la cocinaría super bien.

—¿Y cómo la conociste?

—¿A ella? En un restaurante chino —contesto.

—¿Era camarera?

—No. Estaba allí como cliente.

—¿Comiendo perro?

—Pues no sé… Ya sabes como son los restaurantes chinos.

Ella asiente con la cabeza. Se crea un largo silencio. Empieza a entrarme sueño. Son las 2 de la madrugada. Miro en el GPS de su teléfono que aún falta una hora y media para llegar a su casa. Se me cierran los ojos. Ella dice:

—Yo no podría tener una relación con alguien que come perros.

Ignoro su comentario. Sigo con los ojos cerrados.

—Oye, no te duermas —me ordena con mala leche.

Abro los ojos.

—Tengo mucho sueño —le explico.

—Pues no te duermas.

—Si me dejas dormir ahora, luego estaré más descansado en la cama y te lo haré mejor.

—Estoy tan cansada de conducir que el polvo lo vamos a tener que dejar para cuando nos despertemos.

He aprendido que, si a una tía que le gustas no le muestras demasiado interés sexual, como que te da igual follártela o no, se pican y ellas mismas terminan buscando el polvo que tú quieres. Así que le digo:

—A mí me da igual follar o no. Ya te dije en el bar que con hablar un rato contigo, me daba por satisfecho.

—¿En serio?

—Totalmente. Voy a cerrar los ojos y dormirme. Si no te gusta, puedes abrir la puerta del coche y tirarme de él en marcha.

Inmediatamente, el coche se llena de energía sexual. Siento la electricidad que sale de ella. Cinco minutos después me pide que me saque la polla.

—¿Me dejas vértela? —pregunta.

Me gusta el plan.

—Si me dejas tocarte las tetas, sí. No me gusta enseñar mi polla en reposo.

—¿Por qué?

—Porque es muy bonita cuando se me pone grande.

—Pero estoy conduciendo.

Le toco las tetas mientras conduce. Le gusta, se ríe, nerviosa. Le meto la mano por dentro del sujetador. Le toco el coño: meto mi mano por debajo de su falda, le aparto las bragas, está muy mojada.

—Cabrón… para —me dice.

Mi polla despierta. Se la enseño. Cuando me la ve, tiesa, no sé si le parece chica o fea. Es mi eterna duda. Sé que mi polla no es impresionante. Mide 17 cm. Sé que por ahí hay millones de pollas mucho más grandes que la mía. Si ha dado con mayoría de tíos mejor dotados, mi polla le parecerá una mierda y se reirá de mí y me mirará con desprecio. Me encantaría que todos los tíos con una polla más larga que la mía murieran. Decido descubrir si le gusto mucho o poco:

—Quiero que te la metas en la boca.

—¿En serio?

—Sí.

—Estoy conduciendo.

—Pues para. Ahí.

—¿Y si nos ven?

—Es de noche. No hay nadie.

Paramos en un descampado. En cuanto se quita el cinturón, le como las tetas. Ella me la agarra, me masturba, se la mete en la boca, tras escupir sobre ella. Le aparto el cabello para ver qué preciosa es con mi polla en su boca:

—Eres preciosa… ¿Te la meto?

—No. Quiero chupártela.

Estoy a punto de correrme. Se lo digo. Sigue chupándomela. Se lo repito porque, algunas veces, las chicas están tan excitadas conmigo, que se quedan sordas. Me ha pasado varias veces: les aviso que me voy a correr dentro y siguen. Luego, cuando me corro, aseguran que no me habían escuchado. Por fortuna, ninguna se me he enfadado por correrme dentro. Sinceramente, creo que sí que me escuchan, pero están tan cachondas, que quieren que me corra dentro. Luego, recapacitan y sueltan la excusa de la sordera.

Me corro dentro de su boca. Lo acoge todo en su boca, espera a que termine de eyacular del todo, luego lo escupe, fuera del coche, por la ventanilla. Me pone triste:

—¿Por qué lo escupes? —le pregunto.

—Se dice que es de putillas, tragárselo.

—Pues eres la primera chica de mi vida que lo escupe y no se lo traga. Y yo jamás he estado con putillas.

—¿Todas se lo han tragado?

—Sí.

—¿Te molesta que yo no me lo haya tragado?

—La verdad es que lo he sentido como una falta de respeto.

—¿En serio?

—Sí. Como que me desprecias. Pero vamos, que por supuesto, es tu decisión.

Hablamos un rato. No sé por qué empezamos a hablar del «Un, dos, tres». Ese programa de los 80. Lo guay de estar con gente de tu edad y nacionalidad es que puedes hablar en un idioma que otras edades y nacionalidades no entienden:

—¿Nos alabamos? —le pregunto.

—Nos alabavenimos —responde.

Arranca su Porsche. De pronto, su teléfono, que tiene el GPS abierto, se cae hacia mis pies.

—¡Ay! ¡Cógelo! ¡Rápido! —grita muy, muy nerviosa.

Tan nerviosa que me pone super nervioso a mí. Agarro su teléfono, torpe, se me cae de las manos.

—¡No! ¡No! —gime asustada.

—¿Qué te pasa?

—¡Pon el GPS del teléfono, por favor!

Comienza a llorar. Encuentro el teléfono. Lo pongo en su sitio: la pantalla de Google se ha cerrado.

—¡No! ¡No! ¡No! —gime— ¡No! ¡Pon la pantalla!

Me mira muy decepcionada. Como si le hubiera fallado, traicionado. Sigue llorando. 

—¡Pon el GPS del teléfono, por favor! —grita, fuera de sí.

Lo consigo. No he tardado más de 30 segundos. Pero en estos 30 segundos he decidido que ya no quiero estar con ella ni un minuto más. Si se pone tan nerviosa, le angustia tanto una chorrada así… ¿Cómo será cuando nos tengamos que enfrentar juntos a un problema de verdad? Además: odio a las chicas que gritan.

Se crea un silencio incómodo. Ninguno de los dos lo rompe.

Al rato, nos detenemos en una gasolinera. Son las 3 de la mañana. Estamos ya en Bilbao. Es mi oportunidad. Ella sale a pagar al minimarket… cuando llega al interior, a la caja, yo también salgo del coche: corro: en dirección a la oscuridad de la noche.

En la oscuridad me envuelvo, me hago invisible, desaparezco. Ella llega al coche, me busca, grita mi nombre… la veo desde un lugar desde el que ella no me ve: espera un rato, habla con los empleados, me busca por los baños, por la sección de chocolate del minimarket… finalmente monta en su coche y se va: pienso que qué rara es la vida: yo huyo de una chica por la que otro se suicidaría.

Busco enGoogle un lugar en el que quedarme. Duermo en un hostal (40 euros). 

A la mañana siguiente, regreso a Gijón en un Blablacar (35 euros).

Hago cálculos: la mamada me ha costado 75 euros.

—«Me lo tengo que montar mejor» —pienso.

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