Editorial
La mierda, minuto a minuto
Son tiempos veloces; se eliminó el análisis, que ocupaba demasiado tiempo, y se empezó a aplaudir a la síntesis, que ocupa ciento cuarenta caracteres.
Hace muchos años había noventa y nueve casas y cada una tenía un televisor que emitía un solo canal. Las empresas no sabían qué programas se veían en los hogares, ni en qué horarios poner sus anuncios. ¿Qué veía la gente? Ni idea. ¿Invertimos en este informativo, en este show o en esta serie? Ni idea.
Entonces los empresarios buscaron un sistema de medición: le pidieron a la Compañía de Cloacas los datos del consumo diario de aguas residuales del pueblo. Si en una determinada franja horaria la gente meaba menos o cagaba menos, el programa de la tele había sido interesante. Si la gente no cagaba ni meaba ni se bañaba, el programa de esa franja era un éxito y las empresas ofrecían millones para aparecer en él.
Cuando llegó el segundo canal de televisión al pueblo, esta manera de medir la audiencia quedó obsoleta. ¿Estaban viendo el canal uno o el canal dos los que ayer se aguantaron las ganas de ir al baño?
Las empresas dejaron de revisar las cloacas y pusieron medidores en las antenas, para saber qué canal miraba cada familia. Esto funcionó muy bien hasta que alguien construyó la casa número cien, y después la ciento diez, y después la casa número mil. El costo de poner medidores en cada nueva antena no era rentable.
Las empresas pensaron del siguiente modo:
«Si en quinientas casas viven quinientas familias pobres, pongamos el medidor en una sola casa pobre. Si en las otras quinientas casas viven quinientas familias ricas, pongamos el medidor en la antena de una sola familia rica; en el fondo, todos tenemos costumbres parecidas».
Hicieron esto y el truco funcionó durante años, porque la propia televisión le indicaba a los ricos y a los pobres qué costumbres tener.
Cuando llegó al pueblo la tecnología personal, los habitantes de las casas empezaron a grabar sus programas de televisión preferidos para verlos a cualquier hora; pero las empresas siguieron confiando en la proporción del encendido.
Cuando llegó al pueblo la tecnología móvil, los habitantes de las casas empezaron a llevar sus pantallas a cualquier parte, incluida la calle; pero las empresas siguieron confiando en los medidores de antena fija.
Cuando llegó al pueblo la tecnología de las redes sociales, los habitantes de las casas empezaron a interesarse más por sus propias tecnologías personales que por los anuncios de la televisión.
Entonces las empresas se reunieron, muy preocupadas, y buscaron un cambio en la estrategia:
«Volvamos al sistema antiguo de medir las cloacas, pero esta vez hagamos públicos los resultados; las redes sociales conversarán sobre cuánta gente va al baño», dijeron.
Desde ese día, los presentadores de la televisión empezaron a informar, minuto a minuto, cuánta gente no cagaba por estar viéndolos a ellos. Y el pueblo empezó a crear tendencias de conversación en sus redes sobre el minuto a minuto de su propia mierda.
Lo que ocurrió desde ese día fue vertiginoso: se dejó de hablar de deportes, de espectáculos, de política, y se empezó a hablar de cuánta gente iba a cagar mientras se emitían los deportes, o cuánta gente iba a mear cuando se emitían los espectáculos o la política.
Se eliminó el análisis, que ocupaba demasiado tiempo, y se empezó a aplaudir a la síntesis, que ocupa ciento cuarenta caracteres.
Y se mantuvo en la sombra a la inteligencia, que es digestiva, para alumbrar el cinismo, que mantiene a la gente en el baño, con eternas ganas de cagar.
En ese pueblo global, infectado por la ansiedad, hacemos esta revista Orsai. Sin anuncios, con relatos largos sobre temas que no están en la agenda de nadie. Ojalá encuentres la serenidad para leernos en el baño.