Mari wanna be
Intimidad y vejez. GETTY.

Relato de ficción

Audio RevistaOrsai.com Mari wanna be

Un hombre se despierta por la mañana y, antes de salir de la cama, le cuenta a su compañera de toda la vida el sueño que acaba de tener. Ella se acurruca entre sus brazos y lo escucha entretenida. No se pierdan esta historia entrañable de José Playo porque es maravillosa. Y sobre todo porque quienes la leen son dos actores gigantes: Selva Alemán y Arturo Puig. Relájense, escuchen y después, si quieren, lloren.

Faltaban unos minutos para que saliera el sol y Felipe soltó un soplido burbujeante.

—La puta… —dijo apenas se despertó y a su lado María se volvió para mirarlo.

—¿Viejo?

Él estiró un brazo para acariciarla.

—Un sueño, tuve un sueño muy raro, nada más.

La mujer encendió la luz, rescató la dentadura postiza que flotaba en un vaso con agua y se acurrucó sobre el brazo de su marido.

—¿Qué soñaste?

Felipe aclaró la garganta, el carraspeo resonó latoso en la habitación.

—Es muy raro —explicó—; soñé que me drogaba.

—¿Que te drogabas? —preguntó ella con las vocales gangosas de un bostezo que se convertía en risa discreta.

—Sí, es el sueño más raro que tuve en la vida —dijo, y guardó silencio mientras reconstruía los fragmentos opacos que se desprendían de su recuerdo.

—¿Yo estaba en el sueño?

—Sí, claro que estabas; de hecho vos eras la que me traía la droga.

—Ay, pero yo de drogadicción no sé nada —objetó, divertida, la mujer.

—Ya sé, ya sé; pero en el sueño hablabas con el chico de la farmacia al que le compramos siempre las pastillas y le contabas lo que nos había dicho el médico, entonces el petiso, ¿cómo es que se llama el petiso este?

—Gonzalo.

—… el Gonzalo te decía que había un remedio casero muy bueno para pasar los malos tragos.

—¿Entonces?

—Vos dudabas porque el médico no había dicho nada de probar otras cosas y Gonzalo te explicaba qué era el yuyo ese, ¡y era una droga, vieja!

—Qué zonzo, ¿y?

—La cosa es que el Gonzalo te vendía una bolsita con yuyos y te explicaba cómo prepararlos.

—¿Cómo había que prepararlos?

—Mirá vos lo que son los sueños, a esta droga había que convertirla en galletitas de chocolate —contestó Felipe, contento por haber rescatado ese dato olvidado.

—¿Galletitas caseras de chocolate? ¡Qué plato!

—Ja, sí —continuó—; así que llegabas a casa con los yuyos y te ponías a cocinar mientras yo esperaba en el living frente al tele y había un olor raro, como a sahumerio y pasto quemado…

María mudó su cabeza hacia el pecho de su marido. Siempre le había gustado sentir el latido acuoso y profundo del corazón que bombeaba la sangre caliente de Felipe.

—Y trajiste las galletas y nos pusimos a hablar de nuestras cosas, de nuestra vida.

Ella sonrió con la vista humedecida para disimular una puntada en el estómago.

—… y también me traías un café irlandés y la pipa y me dejabas fumar en el living, como si el humo no te molestara.

—Me molesta cuando está todo cerrado —corrigió ella deslizando la yema de su dedo por el mentón de Felipe.

—Bueno, entonces nos quedábamos charlando de nuestras cosas, de lo que nos salió más o menos bien en todo este tiempo, de lo que significa la vejez y estar acompañados —rememoró él—, así como charlamos siempre.

—¿Seguíamos en el living?

—Sí, me parece que era al atardecer porque la casa parecía un caleidoscopio de rayos de sol y comíamos las galletitas.

—¡Qué rico!

—Más o menos, tenían un sabor medio raro al principio, como la salsa que hacía tu vieja, ¿te acordás que al primer bocado te parecía que habías masticado una luciérnaga, pero enseguida afloraban los condimentos y terminaba siendo una salsa de la gran puta?

Ella le dio un coscorrón suave a modo de lúdica reprimenda por la palabrota.

—Es que con las galletitas pasaba lo mismo, al segundo bocado el gusto perfumado del chocolate se desparramaba por toda la boca y la verdad es que no estaban tan mal —Felipe hizo una pausa antes de agregar—: me dio hambre pensar en las galletitas.

—Ahora voy a preparar el mate, pero terminá de contarme primero, que la historia es muy divertida.

—Bueno, la cuestión era que las galletitas estaban hechas con la droga y al principio no te hacía nada; o sea, te la tenías que comer y esperar a ver qué pasaba.

—¿Y qué pasaba?

—Bueno, no me acuerdo muy bien, pero sí sé que terminamos de comer y en un momento estábamos los dos dándonos un beso, María.

Felipe se había vuelto para mirarla. En sus ojos brillaba una picardía infantil que a ella le despertó ternura.

—¿Un beso cómo, viejo?

—Un beso de los buenos, María —explicó—, de esos que nos dábamos cuando empezamos a salir, ¿te acordás que no nos podíamos separar y duraban como una hora?

La evocación la hizo estremecer y Felipe la atrajo hacia él, envolviéndola con la sábana hasta el cuello.

—Me acuerdo —dijo ella.

—Y nos empezamos a acariciar… —agregó él con los ojos cerrados.

—Qué lindo sueño, viejo.

—No termina ahí, ¿eh? Ojo que falta la mejor parte.

—Dale, ¿entonces?

—Bueno, la cosa es que, andá a saber si por la droga o qué, nos agarraba un entusiasmo bárbaro, y a mí me parecía que el tiempo iba más lento, como pasa en los sueños, ¿viste?, pero era como si se me hubieran despertado todos los sentidos; escuchaba clarito el canto de los pájaros afuera, la música suavecita de la radio: como si de repente me hubieran sacado dos tapones de los oídos.

—Ajá —acordó ella, alentándolo a seguir.

—Y entonces me agarraba como un ataque de amor, Nena.

«Nena» era la forma en que Felipe la llamaba en la intimidad y eso le hizo correr un temblor cálido por el cuerpo. María levantó una pierna y la entrelazó a las de su marido. La cercanía los hizo reavivar un calor aletargado que los hermanaba desde tiempos remotos.

—Y era como un ataque de amor que no podía esperar —continuó él—, una especie de ansiedad urgente, no sé cómo explicarlo, se me van las palabras.

—Te entiendo —lo tranquilizó ella.

—Bueno, yo te besaba pero tenía los ojos cerrados y me imaginaba que estaba besando a la María que eras cuando nos conocimos, cuando éramos jóvenes.

—Era mucho más linda que ahora —comentó ella con pesar.

—No, eras distinta, pero se ve que esa imagen es la que te queda en la cabeza y que ya no se te va más, mirá el tiempo que ha pasado y yo te digo que en el sueño te besaba y me parecía que estaba besando a la María joven que eras cuando nos conocimos.

Ella le acomodó el pelo sobre la frente y esperó a que siguiera relatando.

—Bueno, entonces empezábamos a sacarnos la ropa y subíamos las escaleras, dejábamos tirados los zapatos, los pantalones, la camisa, todas las pilchas se nos iban saliendo…

—¿Veníamos a la pieza?

—Sí, y cuando llegábamos ya estábamos desnudos y nos tirábamos en la cama y no podíamos dejar de besarnos; ¡vieras qué lindo sueño! —agregó blandiendo una mano en alto para enfatizar la expresión.

—Muy lindo, viejo.

—Y de ahí no me acuerdo más.

—¿Ahí terminó?

—No sé, tengo como recuerdos difusos, pero me parece que nos echamos el polvo del siglo, María.

A ella se le escapó una risita nerviosa y él aprovechó para besarle la frente.

—Tengo mucho hambre —dijo Felipe.

—Quedate acá y descansá un poco más que yo me encargo del desayuno, ¿qué hora es?

Felipe volteó la cabeza para mirar el despertador.

—Cinco y veinticinco —contestó—, ‘ta que lo tiró, no sé para qué carajo me despierto tan temprano.

María salió de la habitación y se encaminó hacia la cocina.

En el trayecto recogió la ropa que había en el suelo y en la escalera. Después fue hasta el living, juntó las tazas de café, la bandeja con restos de galletitas de chocolate y se dispuso a preparar el desayuno.

Encendió la hornalla y acomodó la vajilla que había en el escurridor. Después sacó del armario las pastillas de Felipe y las de ella y las puso en un plato pequeño junto a las tazas en la bandeja.

Esperó junto a la pava hasta que el agua se pobló de burbujas.

La molestia de su vientre había cedido por la noche y sentía la cabeza de pronto despejada y fresca. Contempló el jardín del otro lado de la ventana, las plantas mecidas por el aire frío de agosto, las gotas pequeñas de una llovizna desganada estrellándose contra el vidrio.

Pronto moriría. Su vientre se daría por vencido y las medicinas ya no surtirían efecto. Felipe, con su Alzheimer, iría a parar a un geriátrico, abandonado a la suerte de los que estorban.

«Qué viejos estamos», pensó.

Antes de regresar a la habitación guardó las galletas en una lata junto a los yuyitos y planificó un domingo sin visitas, sin teléfono.

Solo ellos dos, disfrutándose, como en los viejos tiempos.

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