Mudanzas
Nuevo rumbo. LA NACIÓN.

Crónica narrativa

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La protagonista de este cuento es una nena que se muda con sus padres a la casa de su abuela. En el barrio todavía desconocido se hace amiga de un viejo vecino, simpático y bonachón, y empiezan a pasar las horas juntos. Nadie sabe que detrás de él se esconde un monstruo. Un cuento estremecedor de Carolina Martínez en la voz de Vanina Szlatyner.

Todo termina en diciembre. Por hache o por be, con mamá y papá nos cambiamos de pueblo cada fin de año. Es horrible ser siempre la nueva de la clase. El próximo trabajo de papá va a ser mucho mejor, dicen ellos cada vez que me sientan en el sillón para contarme que nos vamos a otro lugar. Después de la charla, me hacen meter todos mis juguetes en cajas y me piden que ayude a cargar el camión. 

Una vez que descargamos las cajas, me dejan acomodar algunas pocas cosas como mi cepillo de dientes o la crema de lavandas de mamá. Después, empieza mi tarea de no pasar sola el verano. Trato de salir enseguida a la vereda para hacer amigos. Sos muy simpática, no te cuesta conocer gente nueva, dice mamá y me manda a jugar lejos de ella mientras limpia y ordena la casa mudada. Eso fue lo que hice este verano, el primer día que llegamos a vivir acá, a lo de la abue. Salí a saltar la soga, a juntar palitos y jugué a tocar un piano imaginario solo para hacerme un poco la interesante por si alguien pasaba por la vereda. Al viejo Atilio lo vi enseguida sentado en un pilar de la puerta de su casa. Tenía la espalda grande y curva, la cabeza completamente pelada y una sonrisa que se veía desde lejos. Parecía bueno así que me acerqué a él de a poco mientras tanteaba con caritas para ver si quería que me arrimara o no. 

Fue fácil hacerme amiga de Atilio. Ese día empezamos a charlar desde la siesta y no paramos hasta que se hizo de noche cuando mi mamá me llamó para poner la mesa. Era la primera vez que tenía un amigo tan viejo. Me hacía sentir grande que le gustara charlar conmigo. Conté en la cena que había jugado con el vecino y la abue sonrió. Lo conozco de toda la vida, dijo. Es bueno, pero medio tontolón, antes fue maestro, ahora siempre está rodeado de pibitos. Después cambió de tema. En ese momento, me enojé un poco. A mí no me había parecido nada tontolón. 

Es verdad que no es como todos los viejos. Es como un nene que ya vivió un montón. Flaco, narigudo y preguntón. Los grandes siempre están en sus cosas, pero él quería saber de las mías y eso era genial. La segunda tarde me preguntó cómo me había ido en primer grado con las vocales y con las sumas. Me confirmó lo que ya me había dicho la abue, que fue maestro y en la misma escuela donde me anotó mamá. También me dijo que sabía todo lo que me iban a enseñar durante el año en segundo.

Atilio tiene manos enormes con venas azules bien gordas que sobresalen. Me da un poco de asco, pero igual lo dejo que me acaricie el pelo y me haga trenzas mientras charlamos. Dice que mi pelo es suave y huele a caramelos Sugus de limón. Cuando me desacomoda las hebillas que me pone mamá a los costados del flequillo, él mismo las vuelve a acomodar.

Así pasaron estos dos meses: nos divertimos un montón conversando y jugando a disfrazarnos con las ropas que Atilio saca de su casa y que tienen olor a naftalina. Nos contamos cosas que nos pasaron con los amigos y en la escuela. Él me contó que conoció otras nenas como yo, pero que hace un tiempo que no las ve. Las tardes de los secretos son las mejores: hacemos retos de contarnos tres cosas que nunca le dijimos antes a nadie. Él me cuenta cosas medio pavas, como que en realidad nunca le gustaron las palomas. A veces sus secretos son más jugosos, como que está triste porque se peleó con otra amiga suya. En realidad, me confesó un montón de cosas que no voy buchonear porque para eso son los secretos y nos juramos guardarlos haciendo la cruz con el dedo en los labios. Yo también le conté algunas cosas. Más que nada le hablé sobre la bronca que me da con mis papás esto de mudarnos todos los años. Hasta hoy, hablar con Atilio me gustaba porque él entiende las cosas de los grandes y a la vez no me reta por nada de lo que digo. Al contrario, me dice que está bien contar lo que sentimos, sea lo que sea. Mientras hablamos, suele hacerme upa como si fuera una bebé. Ico, el caballito, me dice y siempre es la señal de upa. Ico, el caballito valiente es uno de mis dibus preferidos, pero hoy no me dieron ganas de jugar a eso. Fue una tarde mala.

Desde que llegamos a esta casa papá se va temprano y vuelve de noche. Mi mamá cocina todo el tiempo con la ayuda de la abue. Están empezando a vender bandejitas con comida para personas que no tienen tiempo para cocinar. Dice mamá que con esas bandejitas que vende por fin vamos a tener algo de plata para alquilar algo propio. Ojalá que sea así porque la casa de la abue es un plomo: comparto cuarto con mis papás. Es la pieza que ocupaba mi mamá cuando estaba soltera, nos entró la cama grande y mi catre, pero no quedó espacio para mis juguetes así que los tuve que dejar embalados. 

Estar con mamá y la abue es aburrido porque no me dejan cocinar con ellas. A veces me quedo cerca y miro cómo amasa mi mamá. Puedo verla durante un rato largo hasta que me empieza a dar sueño. Tiene las manos pálidas y las uñas cortas. Aplasta los bollos tibios con seguridad. Los deja finitos y esponjosos y después los vuelve a convertir en bolas gordas con la forma que ella quiere. Sé que algún día voy a ser como ella. Ojalá mis manos también sean así de mágicas. Por las noches le agarro una mano a mamá y no tardo más que segundos en quedarme dormida. Son manos fuertes, capaces. Quiero aprender a amasar como ella.

—¿Te puedo ayudar? —tanteo para ver si me dejan jugar un rato con la masa.

—No —responde mamá casi sin mirarme—. Y quedate quieta que tenemos mucho trabajo.

No me dejan ni saltar la soga. Por eso quiero salir a la vereda a jugar. Es una cuadra donde casi no pasa nadie así que pido permiso para ir con Atilio, que, como es amigo de la abue, mi mamá me dice que sí pero que vuelva al atardecer.

Ni bien piso la vereda, Atilio sale de su casa con sus camisas claras de tela muy finita y mangas cortas. Es como si me olfateara. Aparece sonriendo, con la cara arrugada y brillosa. Tiene la piel como un papel de calcar amarillento. Desde su puerta me llama con la mano. Vení, vení, me dice, y yo voy contenta porque sé que me va a pedir que le baile las coreografías que me aprendí de la tele. Atilio aplaude todas mis piruetas. ¿Te muestro una más?, le pregunto, a lo que él siempre me responde: ¡Claro! Cuando me aburro de bailar, ya transpirada, me hace lo de Ico, el caballito y nos quedamos charlando sobre nuestras cosas. 

A veces mi mamá se asoma por la puerta y él la saluda con la mano. ¿Cómo se está portando la nena? Si hace mucho lío me la manda a casa, dice ella. Se porta bien. Yo la cuido, contesta Atilio sonriendo con sus ojos achinados. Mi mamá se queda tranquila si me ve con él, creo que piensa que es como un niñero. Cuando ella me llama al atardecer desde la puerta, Atilio siempre me da un empujoncito y me dice Andá, andá. Hacé caso. Algunas tardes, a la hora de la siesta, me invita al patio del fondo de su casa. Pone una silla de madera y trae gelatina de frutilla. Jugamos al veo veo y también cantamos las canciones que nos sabemos los dos. Le gusta acariciarme los brazos y las manos. Me pregunta por mis juegos preferidos, por mis amigas del pueblo viejo y escucha atento cada una de mis respuestas. A veces tocamos instrumentos imaginarios como los rockeros o cantamos la marcha de San Lorenzo, la mejor de todas las de la escuela porque podemos marcar el ritmo con nuestros pies.

Sus piernas son grandotas y duras. Es como sentarme en un sillón de esos que se mueven suaves, de vaivén, pero que a veces se agita y hace que tenga miedo de ir a parar al piso. Cuando me estoy por caer suele poner su mano en la entrepierna para sujetarme. Mamá siempre me dice que no tengo que dejar que nadie me toque ahí, así que, una vez que me estabilizo, le pido que saque la mano y él hace caso. Hacemos la lista mental de los útiles de la escuela o hablamos de cómo quiero que se llame mi señorita nueva. Para mí se va a llamar Elvira y va a tener un lunar gigante en la nariz, me dijo una tarde para hacerme enojar. Él sabe que por nada del mundo quiero que mi señorita nueva sea una bruja. 

Atilio es chistoso. Inventa palabras y me explica que ahora las cosas se dicen así. Por ejemplo, a los zapatos les llama monos, y a mis vestidos los llama puflitos. Me gusta tu puflito azul, dice, te hace juego con esos monos. Nos reímos. A mis tetitas las llama puntitos. ¿Viste que acá tenés dos puntitos?, dice y me los toca como apretando botones. Yo pongo mi cara de enojada porque eso me da un poco de vergüenza, quiero tener como tiene mi mamá y no unos puntitos en la piel. Además, mi mamá me dijo que ahí tampoco me tengo que dejar tocar. Él entiende mis caras y trata de hacerme reír.

Atilio siempre quiere hacerme cosquillas. Busca y busca dónde está mi punto débil hasta que da con el hueco de las axilas y eso no falla. Hoy a la tarde mientras estaba a upa en el fondo de su casa me hizo reír tanto que me hice un poco de pis. De la vergüenza, sentí que me ardían los cachetes. Él me dijo que no era nada, que a todos les pasaba algunas veces y que me quedara tranquila que no le iba a contar a nadie. Uno más de nuestros secretos, dijo. Después metió su mano debajo de mi vestido y me corrió la bombacha porque, me explicó, no quería que me paspara con la tela húmeda. Puse mi cara de enojada, pero no funcionó. Fue una tarde mala. Quise cambiar de tema y le pedí que me contara un chiste, pero él no respondió. Se puso un poco serio, miraba al frente y me acariciaba por debajo de la tela de la bombacha. Me quedé como una estatua, lo escuché tragar saliva. Yo sé que eso está mal. A mi mamá no le iba a gustar que él me hiciera eso. Me raspaba con sus dedos ásperos. No me gusta eso, susurré. Él no me respondió. Cuando su dedo quiso entrar en el agujerito en mi chichina, grité. Después le dije bien fuerte que me quería ir, y ahí fue como si se despertara de golpe. Sacó su dedo y me cubrió toda la chichina con su mano grandota por arriba de la bombacha. Pongo mi mano acá como un pañal, así no se te escapa más el pis, dijo sonriendo, pero yo le dije que me quería volver con mamá y la abue. Atilio se veía preocupado. ¿Te enchinchaste?, preguntó, no te preocupes que no le decimos a nadie que te hiciste pis, ¿dale? ¿Promesa? No me salieron las palabras. Me preguntó si antes de irme no quería comer un helado de ananá así se me pasaba la mufa del pis, un helado de los que tienen pulpa y me encantan, así que fuimos hasta el quiosco de la esquina. 

No esperé a que mamá me llamara desde la puerta. Insistí en irme antes así que Atilio me acompañó después de tomar el helado. ¿Amigos?, me preguntó antes de tocar el timbre de casa. Otra vez no pude responder nada. Le vi los ojos llorosos, como si se le estuvieran por escapar las lágrimas. Me dieron ganas de llorar a mí también, pero me aguanté y entré a casa. Estuve un rato en el cuarto tratando de pensar si tenía que decirle o no a mamá lo que había hecho Atilio. Capaz que era una pavada o capaz que no. Al final, me fui hasta la cocina donde estaban ella y la abue y le conté lo de la mano de pañal. 

Mamá me sentó arriba de la mesada de la cocina. Tiene tanta fuerza que me levantó como a una pluma. Me dio nervios porque apagó las hornallas, dejó de armar las bandejas de comida y se sentó frente mío. Quiero detalles, dijo y se quedó mirándome. Era raro que mamá dejara de hacer las cosas en la cocina y que quisiera escucharme en vez de mandarme a jugar a otro lado. Le conté todo lo de esa tarde. La abue nos miraba desde la puerta de la cocina. Mordía un repasador. Mamá no me interrumpió, estaba seria, creo que le di bronca con lo que le conté. Cuando terminé de hablar, mientras la abue me ayudaba a bajar, mamá se levantó de la silla. A ese viejo de mierda no lo ves más, me dijo. Después me abrazó muy fuerte, tanto que le pedí que no me apretujara.

Me mandaron a bañarme. Cuando salí me dijeron que me llevaban la cena a la pieza porque tenían que hablar los grandes. Andá, andá, que en un rato va a llegar tu papá y se va a poner como loco, dijo la abue. Después de la ducha, corrí enredada en el toallón y me senté en la cama atenta a los ruidos de la cocina, quería pescar algo de lo que se decían mamá y la abue. Al llegar papá, apenas escuché el saludo y unos cuchicheos. Después empezaron los gritos. 

—La dejan todo el día sola —dijo papá.

—Vos te borrás desde la mañana —dijo mamá con esa voz chillona que le sale cuando está enojada—. Te quiero ver limpiando la casa, cuidando a la nena y armando un negocio nuevo.

—¿Y usted? —papá nunca tuteaba a la abue—. ¿No sabía que su amigo era un delincuente?

Se escuchaban los pasos de las zapatillas de mamá que iban y venían por el living. La abue murmuraba palabras, lo nombraba a Atilio y continuaba con frases en italiano que sonaban a insultos. 

—Esto no puede quedar en nada —dijo mamá—. Vamos a la comisaría y lo denunciamos.

—¿Estás loca? —dijo la abue—. ¿Quién nos va a creer? En este pueblo todo el mundo adora a Atilio.

Papá gritó un montón de malas palabras todas juntas. 

—Ya vuelvo —dijo, y se escuchó un portazo. 

Estuvo un rato largo afuera, pero volvió para cenar. Pude oír el ruido de los cubiertos chocando contra los platos. Nadie hablaba. A mí la abue me trajo milanesas con puré y después de comer me dijo que apagara la luz, se olvidó de mandarme a lavar los dientes. Escuché el televisor prendido hasta que me quedé dormida. A la madrugada, me levanté para ir al baño y lo vi a papá roncando en el sillón. Abrazaba una botella de vino. Me acerqué a sacársela, para que no se le cayera al piso, y vi que tenía los nudillos rotos. La sangre estaba fresca, todavía no se le había hecho la cascarita. Le saqué la botella y volví al cuarto rápido, no quería despertarlo y que me preguntara por Atilio. No quiero saber nada más de Atilio. No me gustó nada eso de la mano de pañal. Solo quiero olvidarme de esta tarde tan mala. 

Me metí en la cama y cerré los ojos. Se me aparecieron imágenes: las cajas de mis juguetes adentro del placar, Atilio riéndose de mis chistes, la gelatina de frutillas, los disfraces con olor a viejo. No me pude dormir. Ahora espío a mamá que duerme acá al lado. Puedo olerla, se puso la crema de lavandas. El camisón blanco le tapa casi todo el cuerpo. Ojalá pronto me toque ser así de fuerte. Estiro la mano y agarro la suya. Quiero que me haga efecto la magia de su mano. Que me lleve con ella, a su sueño, donde quiera que esté.

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