Relato de ficción
Y un día la pandemia llegó al pueblo
Cuando el mundo entraba en pánico con el brote del COVID-19, en Villa Jarilla —una pequeña localidad costera del sur argentino— nadie se preocupó demasiado. Con apenas dos mil habitantes, muy lejos de los principales focos epidémicos, difícil que algo pudiera pasar. Pero cuando se trata del Coronavirus, como ya sabemos, no conviene relajarse demasiado.
—¿Vos te das cuenta que el mismo Coronavirus que infectó Ushuaia bajó primero en este pueblo y no se quiso quedar?
Esta historia me la contó Juancito dos días antes de partir, por teléfono, con el hilito de voz que le quedaba. El que le había hecho la pregunta era Pedro, que hoy tampoco está entre nosotros.
Juan y Pedro pertenecían a la tercera generación de Juanes y Pedros de sus familias. En Villa Jarilla, la localidad costera de dos mil habitantes del sur argentino en la que los dos nacieron y murieron, hacía cincuenta años que no cambiaba nada: ni el paisaje ni el número de población ni los nombres de las personas. Por cada Juan o Pedro que se moría, nacía otro.
Estos dos tenían treinta años, llegaron al mundo con tres días de diferencia, en el invierno helado de 1990, uno antes y el otro después de perder la final del Mundial con Alemania. Mal augurio. Fueron al mismo grado en la primaria, al mismo curso en la secundaria y hasta hace unos días tenían el mismo trabajo.
Cuando Pedro hizo el comentario, medio en serio y medio en broma, estaban sentados en la rambla, con las piernas colgando hacia la playa, frente al mar, haciendo tiempo antes de empezar su turno en La Pesquera. La empresa se llama así y es propiedad del intendente, que la bautizó con un nombre bien abarcativo para marcarle la cancha a cualquier intento de competencia. El tipo tiene dos barcos y una planta en la que procesa lo que pescan. Exporta la mayoría y con un mínimo abastece al restaurante de su hermano y a los bares de sus primos. A partir de ahora es posible que se dedique solo a exportar.
Esa tarde el horizonte era solo agua, ni un barco a la vista, pero una parte de la actividad económica del pueblo pasaba por el amarre de cruceros internacionales, que hacían una parada de cinco horas antes de seguir camino a Tierra del Fuego. De ahí el comentario de Juan y la diferencia entre los cero casos positivos de COVID-19 en Villa Jarilla y los cien que ya lamentaban en Ushuaia a esas alturas. Hasta que se cerraron las fronteras, el pueblo tuvo cruceros con gringos dando vueltas por la calle principal, y ninguno de los que vendían regionales y atendían a los eventuales visitantes presentaron síntomas, aunque con la suspensión de la actividad turística, entraron en cuarentena por si acaso. Igual, hasta que no pasara el quilombo, no iban a vender ni un imán.
Hasta entonces el intendente atribuía la inmunidad del pueblo a sus políticas de prevención que, aunque no estaba claro cuáles eran, los habitantes aplaudían y la radio local, que subsistía casi exclusivamente con publicidad oficial, exaltaba. En Villa Jarilla no cerró ni cambió nada y, salvo los que laburaban cara a cara con el turismo, nadie se guardó. Sin ir más lejos, en el momento en que Juan y Pedro conversaban en la rambla, los barcos de la pesquera estaban en plena actividad, uno descargando en el puerto y el otro mar adentro, acumulando langostinos.
—Andan los mellizos dando vueltas —le contó Pedro a Juan.
—Sí, algo escuché —dijo el otro.
Y ahí quedó.
Se referían a los mellizos Luis Alfredo y Luis Ignacio, hijos de Luis Giménez, el intendente. La dupla explosiva que la familia exportó a Buenos Aires con la excusa de estudiar abogacía y administración de empresas, y ocupar en el futuro el lugar del padre y heredar sus negocios. Por suerte para ellos, en la UADE se fijaban más en las cuotas que en las notas. Porque estos dos pibitos quilomberos, hijos del poder a escala, bon vivants de cabotaje, llevaban ya cuatro años de fiesta en la ciudad autónoma sin pisar nunca una cursada.
Para que pudieran volver al pueblo en pleno aislamiento obligatorio, Luis padre movió contactos y los coló en un avión sanitario que iba a la capital de la provincia, y después les mandó a su chofer en una nave BMW para que pulvericen los quinientos kilómetros que los separaban de Villa Jarilla a toda velocidad.
—La cuarentena te la debo —dijeron a dúo cuando llegaron al pueblo—. Esta villa es nuestra casa y hacemos lo que se nos canta.
Esa misma noche, los mellizos cerraron para todos sus amigos el «Sweet Lulú», la whiskería del pueblo, y armaron su propia fiesta de bienvenida. A la mañana siguiente, las chicas de alquiler llenaban carritos en el supermercado, con caras cansadas pero contentas. El súper también era del intendente, así que la guita le volvió a la familia en menos de un día. Hablame de economía cerrada.
Juan y Pedro vieron pasar a las chicas con las bolsas del súper mientras ellos iban a la planta. Entraron, se pusieron sus delantales y empezaron a descabezar langostinos. Había llegado un barco lleno y tenían mucho por hacer. De repente, aparecieron los hijos del intendente acompañados por su padre.
—Acá van a terminar ustedes si no se ponen las pilas con el estudio —dijo el supremo, en voz lo suficientemente alta como para deprimir a todo el personal. Y los mellizos se rieron.
El trío de Luises caminó entre los empleados, y los pibes saludaron con mayor o menor efusividad a cada uno. Conocían a todos. A Juan y Pedro los tenían del club, que presidía el tío de los mellizos, el dueño del restaurante. Dicho sea de paso, ahora va a tener que asumir el vice, porque el tío puso los flaps a los pocos días y nunca salió de terapia intensiva. Charlaron un ratito pero cortaron porque los hermanos no paraban de estornudar y toser, y de quejarse por el frío y el olor.
—Es alergia al laburo —se burló el padre, mientras los acompañaba a la salida y Juan y Pedro retomaban el trabajo.
Dos días después volvió el barco que estaba afuera, cargado de langostinos, y el capitán y los marineros se fueron todos, TODOS, a festejar al cabaret la marea buena que habían tenido. Las pibas todavía no tenían síntomas pero ya eran transmisoras, y esa noche, para el pueblo, fue como el Atalanta-Valencia en San Siro. El principio del fin.
A la semana siguiente, el intendente y su familia se borraron en la BMW con destino al hospital más grande que encontraron, y dejaron a sus vecinos tosiendo en la puerta de la salita de salud, que no tenía ni algodón. En un comunicado emitido días después, el intendente señaló que el virus se había propagado de forma abrupta e inclemente por el pueblo, culpó a quienes «por su codicia y falta de respeto por la vida ajena» habían mantenido contacto con los turistas de los cruceros, y justificó su abrupta partida a la necesidad de buscar ayuda urgente en la capital provincial. Pero los traslados estaban prohibidos y cada ciudad estaba viviendo su propio infierno, así que la ayuda nunca llegó.
Ayer vi la nota en la televisión. El zócalo rojo decía «urgente», aunque la urgencia ya había pasado. Luis Giménez caminaba del brazo de su esposa por una Villa Jarilla desierta. Los mellizos los acompañaban con gesto adusto. Cada tanto señalaban algo a pedido del camarógrafo. «La Wuhan argentina», decía el graph, como si el bicho hubiese salido de ahí. «La New York patagónica», pusieron después, comparando el pueblito ventoso con la capital del mundo por el escalofriante número de muertos.
—Éramos una familia de dos mil y quedamos menos de la mitad —se lamentaba el intendente en la entrevista.
Pobre tipo, qué picardía que no haya tenido una camioneta más grande.